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Filosofía: ¿Es necesario ponerle límites a la comedia?

Desde la época de Erasmo de Róterdam es posible deducir que no hay límite que un buen comediante no esté dispuesto a rebasar.

“Esta fue la mejor noche en la historia de la televisión” dijo Chris Rock segundos después de que Will Smith reajustara su quijada con una fuerte bofetada en plena transmisión en vivo de los premios de la Academia. Fue un acto de violencia inédito que rompió con la monotonía del programa. El hecho de que Rock pudiera mantener la calma ante la mirada atónita de las figuras más influyentes de Hollywood, hacer un comentario cómico y entregar un premio Óscar que hoy poca gente recuerda, nos sugiere que el comediante ha tenido experiencias similares en el pasado aunque quizás en escenarios menos glamurosos. No por nada los comediantes más exitosos suelen contratar su propio equipo de seguridad privada cuando salen de gira; uno no puede actuar como loco con tanto loco suelto en la calle.

Un mes después del incidente con Will Smith, el comediante Dave Chappelle fue tacleado durante su acto de stand-up en Los Ángeles por un hombre armado que se sintió ofendido por sus chistes acerca de la comunidad LGBT y las personas en situación de calle, según su propia confesión. Segundos después de atacar al comediante, una decena de elementos de seguridad subieron al escenario y le propinaron una brutal golpiza al agresor, identificado como Isaiah Lee, de 23 años de edad. Chris Rock estaba presente aquella noche, subió al escenario y preguntó al público “¿no vieron si era Will Smith?”, lo que detonó carcajadas entre los asistentes y alivió la tensión del momento.

En Estados Unidos, toda persona que ha tenido al menos un pensamiento político en su vida se jacta de la libertad de expresión que les garantiza su Constitución, sean liberales, conservadores, libertarios o libertinos. La primera enmienda ampara a la ciudadanía de cualquier sanción del Estado por las ideas que expresen oralmente o por escrito. Bienvenidos a Estados Unidos, tierra de la libertad, donde no hay presos políticos, donde no hay represión de la protesta, donde no hay censura en los medios de comunicación. Pero todo mundo, dentro y fuera de aquel país, sabemos que esto es falso. La “libertad” de la libertad de expresión es una característica que a menudo se pone a prueba porque su alcance no es absoluto. Dicen, por ejemplo, que no puedes gritar “Bomba” en una sala de cine llena de gente; dicen que tampoco puedes hacer un llamado en la radio o en la tele a que maten a una persona en particular; la libertad de expresión tampoco puede hacer mucho para evitar que una persona ataque a un comediante por algún chiste que dijo en público. Cierto, el Estado tiene la obligación de proteger la integridad física de los comediantes, así como está obligado a brindar protección a cualquier ciudadano, pero las fuerzas de la ley y el orden no pueden controlar las emociones de la gente, y cuando una persona se inunda de cólera al sentirse ofendida, es más propensa a olvidar que sus conciudadanos también gozan de ciertos derechos, como el derecho a no ser linchado por una chusma de intolerantes.

Will Smith ejerce su versión del derecho de réplica (Chris Pizzello, AP Photo)

Aunque los defensores y practicantes de la comedia argumentan que lo suyo son solo “chistes” y que nadie sale lastimado de un acto de stand-up, el bando opuesto del debate aún alega que ciertas bromas pueden ser interpretadas como agresiones verbales. Desde la antigüedad, una broma tiene la capacidad de ser recibida como una bofetada al orgullo de una persona, y no es del todo raro que la persona agraviada (o su esposo, en el caso de Jada Pinkett) responda con violencia física (o peor aún, con una demanda por calumnia). Cuando se trata de actos irracionales motivados por las emociones humanas, hasta el Estado con menos índice de impunidad puede tener dificultades para prevenir la violencia (aunque un ambiente de mayor impunidad sin duda contribuye a la estadística). Por ello, hay legisladores que argumentan que la comedia debe de tener límites; no solo por querer ganarse el voto del sector moralino de la población, también para que los mismos comediantes se eviten problemas.

Si se apegan a las reglas de las buenas conciencias, ningún comediante volvería a correr el riesgo de recibir un tomatazo en la cara, ni de ser arrollado en la calle por un loco ofendido, ni de ser abofeteado por una estrella de Hollywood en frente de millones de personas, en vivo y a todo color. En lugares como Afganistán o Corea del Norte, las reglas son muy claras: cruzas la línea y el Estado te remite al ministerio de desaparición, tortura y un balazo en la cabeza. Pero en países con leyes liberales, es la sociedad la que se encarga de trazar esos límites… límites que a menudo es complicado discernir su ubicación. En la actualidad existe la percepción de que vivimos bajo la influencia de un sector ultraprogresista que ha cerrado el círculo que delimita la conversación pública y que ha erigido nuevos tabúes a nuestro alrededor.

Para muchos comediantes, esta percepción, etiquetada por un tiempo como “cultura de la cancelación”, es un fenómeno real de las llamadas “guerras culturales” dentro de la opinión pública. Los comediantes mediocres tienden a quejarse, sin rasgo de ironía, de los límites trazados por las nuevas generaciones; los comediantes buenos también están conscientes de esas barreras, pero no les afecta; al contrario, se regocijan de su existencia. El comediante que asume su naturaleza subversiva se dedica a corromper conciencias y a destruir tabúes con el arma del humor. En su anhelo personal por la libertad, derriban los muros que impuso la sociedad y, a su vez, nos conducen a nuevos territorios de expresión, libres de restricciones.

Aunque parece que este es un debate moderno, toda época ha estado marcada por sus comediantes que desafían el pensamiento convencional. En tiempos pasados a estos subversivos les decían filósofos. Tal fue el caso de Erasmo de Róterdam, autor de un pequeño libro que lo metió en algunos aprietos llamado Alabanza de la Estupidez (o Elogio de la Locura, según la traducción que tengas a la mano). Entremos en materia.

¿Quién fue Erasmo de Róterdam?

Desiderius Erasmus Roterodamus fue un sacerdote y teólogo neerlandés del siglo XVI que es considerado la máxima figura del humanismo cristiano de la época del Renacimiento. Los humanistas renacentistas eran eruditos que plantearon varias propuestas para reformar a la Iglesia Católica como la traducción a lenguas vernáculas de textos religiosos escritos en latín como la Biblia, o la eliminación de prácticas de corrupción en las instituciones eclesiásticas y en la vida monástica. El humanismo cristiano prácticamente puso en marcha la reacción en cadena que detonaría la Reforma protestante, pero los objetivos de Erasmo no eran tan ambiciosos como los de Martín Lutero. Los humanistas de inicios del siglo XVI anhelaban que las enseñanzas del cristianismo y las obras clásicas de los pensadores griegos y romanos fueran más accesibles al vulgo, pero no tenían la intención de provocar un cisma dentro de la Iglesia.

Erasmo fue quizás el pensador más brillante del Renacimiento nórdico, autor y traductor de decenas textos sobre temas que combinan lo secular con lo espiritual, pero hoy lo recordamos por un texto en particular: Stultitiae Laus, o Alabanza de la Estupidez. Al igual que sus contemporáneos, Nicolás Maquiavelo y Tomás Moro, Erasmo ha conservado su relevancia en la actualidad gracias a un pequeño libro que escribió prácticamente en sus ratos libres, apartado de su obra más “seria”, con el fin de entretener a unos y burlarse de otros. Dedicado a su buen amigo, Tomás Moro, Alabanza de la estupidez se parece a Utopía en el sentido de que el autor crea un personaje ficticio para presentar una crítica filosa, disfrazada de humor, de la realidad del hombre. No sería la primera ni la última vez que un filósofo recurre a la sátira para facilitar la reflexión intelectual del lector. ¿Por qué? Nada como una broma para hacer que uno preste atención y piense en lo ya dicho para poder sumarse a las risas del público.

Erasmo de Róterdam retratado por Hans Holbein el Joven (Web Gallery of Art:   Imagen  Info about artwork, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=2319)

Ahora bien, sería fácil asumir que el humor de una obra impresa por primera vez en 1511 no va encontrar una audiencia receptiva en la generación de los memes y los tiktoks, pero Alabanza de la Estupidez sigue siendo un libro auténticamente chistoso y entretenido. Esto se debe a que en todas sus estocadas cómicas hay una inyección de verdad y la verdad siempre conserva su gracia inherente a través de los siglos: “Los más alejados de la felicidad son los que estudian la sabiduría”, dice la Estupidez sobre los llamados intelectuales, blancos frecuentes de sus burlas. Añade:

“Por lo cual son doblemente estúpidos, porque habiendo nacido hombres se olvidan de su condición y pretenden una vida como la de los dioses inmortales y, como los gigantes, declaran la guerra a la naturaleza con el armamento de las ciencias, por eso parecen menos desgraciados los que se aproximan a la inteligencia y estupidez de los brutos, y no intentan nada más allá de lo humano”.

Así como Boecio dio voz a la Fortuna para encontrarle sentido a su trágica suerte, en esta obra maestra de la literatura humanista, Erasmo se transforma en la Estupidez, una diosa pagana que se jacta de tener más seguidores en el mundo que cualquier otra figura, sea divina o mortal (“porque todos me cultivan con gran cuidado y gozan ampliamente de mis beneficios, y jamás hubo nadie que ensalzara la estupidez con palabras de agradecimiento”). Por medio del monólogo, Erasmo busca demostrar que “cuanto mayor es la ración de estupidez tanto más gozan los mortales de la vida” porque “sin el aliño de la estupidez ninguno podría ser agradable” y sería imposible que los miembros de una sociedad logren convivir entre ellos. El autor y su diosa tiran a los sabios por la borda y enaltecen a los ignorantes, a los niños, a los devotos, a los adolescentes enamorados, a los ancianos seniles, a los amigos borrachos, a los parranderos, a los poetas, a los artistas, y a todo integrante de la sociedad cuya razón ha sido arrebatada por la insensatez, el olvido, la ociosidad o la vanagloria. “No hay, en resumen, relación ni sociedad que pueda ser jovial ni estable sin mi intervención”, sentencia la Estupidez.

¿Cómo se salvó Erasmo de la hoguera?

Como buen filósofo-comediante, Erasmo le tira con todo a sus pares y a los de arriba, sean reyes o príncipes, sumos pontífices o cardenales, cortesanos, teólogos, filósofos o juriconsultos (“Quien desee poseer un sitio entre los hombres, debe reprimir su sabiduría”). Erasmo tuvo la desgracia de enterarse de la ejecución de Tomás Moro por no satisfacer los caprichos del rey de Inglaterra, Enrique VIII, así que cruzar miradas con las figuras de poder de aquellos tiempos derivaba en riesgos no menospreciables. Aunado a eso, Alabanza de la Estupidez fue el equivalente actual a un éxito de ventas, traducido a múltiples idiomas y hasta una edición ilustrada por el famoso pintor alemán, Hans Holbein el Joven, ante la sorpresa del propio Erasmo. Para su fortuna, el texto fue bien recibido por el papa de su tiempo, León X, el temido Giovanni de Medici. No obstante las fuertes críticas de Erasmo dirigidas a una Iglesia corrupta y hermética, a Su Santidad le parecieron divertidas las ocurrencias de este sacerdote erudito, quizás por el profundo desprecio que él mismo albergaba hacia las órdenes mendicantes.

No todos recibieron con tanta gracia las ocurrencias de Erasmo y a menudo éste tuvo que justificarse ante los ataques y censuras en su correspondencia con otros teólogos, tachando su aclamado texto como un “discursillo” que redactó en unos días de ocio. Lo cierto es que la reputación de Erasmo se vio afectada años después por sus intentos de mediar entre la Iglesia Católica y la creciente secta luterana a tal grado de que, dos décadas después de su muerte, en 1536 (por disentería), Elogio de la locura fue incluido en el infame Index Librorum Prohibitorum, la lista negra de libros prohibidos de la Iglesia Católica. No sería sino hasta 1930, cuando finalmente pudo librarse de la censura.

Ilustraciones de Hans Holbein en primera edición de Alabanza de la estupidez (Web Gallery of Art:   Image  Info about artwork, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=718153)

De Erasmo de Róterdam a Jerry de Seinfeld

Son muchos los siglos que separan al teólogo neerlandés de los comediantes de nuestra actualidad, pero no hay muchas diferencias en las narrativas. Alabanza de la estupidez es un texto que se presta con mucha facilidad a ser abordado como un monólogo de stand-up. Disfrazado de diosa pagana, la reencarnación de Erasmo podría presentarse hoy delante de un muro de ladrillo, y su material no sería muy distinto al de Richard Pryor, Lenny Bruce, Joan Rivers, George Carlin, Bill Hicks, Ricky Gervais, Bill Burr, Hannah Gadsby y muchos más en la corriente crítica de la comedia, aquellos que observan su alrededor, señalan las hipocresías, cuestionan las normas y despiertan a su público. Y así como Erasmo tuvo que enfrentar el escrutinio de sus pares, estos humoristas no han estado exentos de críticas, demandas, agresiones y detenciones; a veces se ofrecen de mártires y defienden sus principios, pero también hay ocasiones que lo que ofrecen son disculpas a regañadientes. En suma, la salud del ecosistema de la comedia crítica parece definirse por cómo se inclina la balanza en el eterno conflicto entre el Humor y las señoras y señores amargados que nunca quieren tomar una silla y sentarse.

P.D.: Aquí ya se habló mucho de las barreras en la cultura anglosajona, ¿pero qué hay de los límites de la comedia en México? Éste fue un país donde esas restricciones, impuestas por el Estado, fueron tan sólidas que resultaba muy difícil encontrar grietas. A lo largo del siglo XX, en los medios masivos era posible burlarse de la pobreza, de las minorías, de los marginados, de los de abajo o, Dios nos libre, de las suegras, ¿pero del poder? ¿de los ricos e influyentes? Si bien hubo intentos en la caricatura política o en el cine independiente, la censura solía ser la respuesta inmediata. En otras palabras, no había espacio de maniobra, y no es sino hasta hace poco, con la apertura democrática y la penetración de las redes sociales, que México está encontrando su humor “erásmico”, aquel que ya no mira tanto hacia abajo, sino que empieza a mofarse más de los de arriba. Aunque parezca un diagnóstico optimista, es posible que por fin vayamos descubriendo que los límites fueron diseñados para rebasarse, y claro, por la izquierda.

Imagen principal: Valentina Avilés, a partir de una imagen de la película El hombre que ríe (1928), dirigida por Paul Leni.

Texto: Javier Carbajal

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