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Filosofía: ¿Cómo fue que el internet se desvió de su futuro utópico?

En la actualidad, el internet es dominado por un puñado de empresas, pero no hace muchos años, su rumbo tenía el destino de una utopía.

No sería exagerado exclamar que nuestro consumo diario de internet se ha reducido a un puñado de páginas: YouTube, Facebook, Wikipedia, Amazon, Instagram, Google y sus herramientas (Gmail, Maps, Translate, Drive, Meet), alguna plataforma favorita de pago por streaming (Netflix, Disney+, etc) y la red social de moda (tal vez TikTok por ahora). Si nos hace falta un dato que no esté disponible en los otros sitios, recurrimos a Google, la llave de la cual dependen millones de páginas en la red, sometidas a las reglas del gigante de búsqueda en la lucha por las migajas restantes que representan nuestros clics.

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La gran ironía de la cultura digital del siglo XXI es que nos burlamos de las opciones limitadas de nuestros abuelos, cuando ellos solo tenían un par de canales a su disposición en la oferta televisiva de los 60 o 70. En la actualidad, el usuario promedio online se ha acostumbrado a concentrar su consumo de información y entretenimiento a unas cuantas aplicaciones, a tal grado de que mucha gente piensa que Facebook es sinónimo de internet. En ese sentido, no hay mucha diferencia entre el abuelo que solo sintonizaba la programación de un canal de televisión y el adolescente que es incapaz de despegarse de la adictiva interfaz de TikTok. Pero no siempre fue así.

Aquellos que empezaron a usar el internet a finales de los 90 no eran pioneros en ningún sentido de la palabra (lo que hoy conocemos como el internet ha existido de una forma u otra desde 1969), pero fue a mediados de los 90 cuando este “network de networks” fue adoptada por las masas, en parte gracias a la introducción de los navegadores web, como Netscape o Internet Explorer, y a la aceptación de los correos electrónicos como forma eficiente de intercambiar mensajes a larga distancia por escrito, no obstante sus inconveniencias. Si empezaste a usar el internet en aquellos años, seguro recordarás que el servicio no era tan inmediato como lo es ahora; había que conectarse por una línea telefónica, proceso que tomaba un par de minutos en el mejor de los casos. Podemos atribuir la calvicie prematura de muchos jóvenes de los 90 a los corajes detonados por la lentitud del servicio o las fallas de conexión.

Pero no siempre eran frustraciones. Sentimiento de nostalgia aparte, había una emoción que acompañaba la experiencia de navegar una red ilimitada de información. Para invocar el cliché de aquellos tiempos, todo el conocimiento acumulado de la civilización humana estaba a unas teclas de distancia, pero era verdad: desde el universo de la información noticiosa al universo de la pornografía, el acceso libre a contenido de todo tipo solo estaba limitado por la tecnología de su tiempo, para bien o para mal. La piratería digital creció raíces en este medio y al comienzo del nuevo milenio, el internet había reducido a formato obsoleto el disco, el casete y otros artefactos de almacenamiento de media. La comunidad cibernética era un “salvaje oeste” de autogestión, ajeno a las arcaicas leyes regulatorias de su tiempo, y sus usuarios contemplaban un futuro anarquista donde el intercambio de datos (en la forma de música, películas, libros, etcétera) sería gratuito, horizontal y libre de censura. En otras palabras, parecía que el internet nos presentaba la posibilidad de alcanzar algunos ideales marxistas como la abolición de la propiedad privada y la destrucción del sistema de clases, y toda iba a ser increíble.

Desafortunadamente, el espíritu libertario del internet en sus primeros años como un medio masivo de información se fue desvirtuando con el tiempo, desembocando en un par de décadas en el control corporativo que hoy conocemos, donde el intercambio libre de información fue sustituido por una nueva economía de mercado, de videos on demand, contenidos descargables (DLC), espionaje y venta de datos privados, banca móvil, criptomonedas y NFTs, entre muchos otros mecanismo alentados por el ánimo de lucro. ¿Cómo fue que ese futuro se convirtió en una utopía más?

Quizás siempre fue eso: una utopía. Concepto que vamos a abordar en seguida brevemente.

Sir Thomas More (Hans Holbein the Younger – WQEnBYMfBeoSdg at Google Arts & Culture, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=13466190)

¿Qué es una utopía?

Desde tiempos antiguos, al pensamiento humano le ha dado por imaginar cómo estaría organizada la sociedad perfecta. En este espacio hemos analizado La república de Platón, con su filósofo rey y su aristocracia ilustrada a la cabeza de la pirámide social, pero también podemos citar La ciudad de Dios de San Agustín como otra propuesta temprana del Estado ideal. Dicho sea esto, el término “utopía” no sería acuñado sino hasta el siglo XVI, en tiempos de Enrique VIII, con la publicación de una pequeña obra del mismo nombre. Su autor, el brillante humanista inglés, Tomás Moro, se inspiró en los recientes hallazgos divulgados por exploradores del llamado “Nuevo Mundo” para describir la organización política y social de una isla remota que se llama Utopía. Por supuesto, el texto de Moro es una obra de ficción, o para ser más preciso, lo que hoy clasificaríamos como una novela de ciencia-ficción del subgénero utópico/distópico. El nombre de Utopía es un juego de palabras en griego y latín que se podría traducir como un “no lugar”.

Utopía no es un texto que Moro escribe con ánimos de divertirse y entretener a sus amigos, sino una crítica social que disfraza de relato fantástico. Como magistrado, asesor de figuras influyentes, y más tarde como lord canciller de Su Majestad Enrique VIII, Sir Thomas More era un agudo observador de las dinámicas sociales y políticas que caracterizaban a las sociedades europeas de inicios del siglo XVI. Por ejemplo, aterrado con las leyes de su país que castigaban a un ladrón con la pena de muerte, Moro crea en su obra al personaje de Raphael Nonsenso para criticar la crueldad contraproducente del sistema de justicia. Raphael no es un intelectual ficticio cualquiera; Moro lo dibuja además como un marinero portugués que acompañó a Américo Vespucio en sus viajes por el continente desconocido. En el último de esos viajes, Raphael se queda varios años en el Nuevo Mundo y termina por convivir con un pueblo que a todas luces anticipa los ideales de la revolución socialista: no existe la propiedad privada y los trabajadores se organizan en comunas donde los recursos se distribuyen de manera equitativa.

Cierto, el autor de Utopía construyó en su imaginación esta sociedad ideal para retratar de manera indirecta las fallas en el orden sociopolítico de su propia isla, pero al mismo tiempo se burlaba de los habitantes de Utopía, no del todo ficticios, más bien inspirados un poco en las aspiraciones ingenuas de sus contemporáneos. Católico hasta el hueso, en las peculiares costumbres religiosas de los utopianos (“sus iglesias no contienen representaciones visuales de Dios, así todos tienen libertad de imaginar a Dios con la forma que más les apetezca”), Moro se mofaba de Martín Lutero, cuya reforma protestante había puesto de cabeza a las doctrinas de la Iglesia. El autor sabía que su sociedad perfecta desbordaba de perfección; no había manera de que un país con ese nivel de armonía y equilibrio pudiera existir en un mundo tan caótico como el suyo, plagado de guerras, pobreza, enfermedades e injusticia. Por ello utopía significa “no hay lugar” no solo porque, en efecto, es una invención ficticia, sino porque semejante sociedad jamás sería capaz de ver la luz del día.

En suma, una Utopía no solo es una representación de la sociedad perfecta, es además una sociedad inalcanzable, y aquellos que proponen semejantes mundos, fuera del campo narrativo de la ciencia-ficción o la sátira social, es decir, en el terreno de la teoría política, suelen ser tachados de idealistas ingenuos. No por nada los movimientos revolucionarios del siglo XX a menudo recibían de sus críticos la etiqueta “utópica”. Sin embargo, como recurso narrativo, la utopía se presta a la crítica social de la misma manera que su contraparte, la distopía, aquella sociedad transformada en la peor manifestación de los designios del ser humano (sin duda hay más ejemplos de distopías que utopías en las artes narrativas: 1984, Fahrenheint 451, Un mundo feliz, o casi toda la obra de Philip K. Dick). No obstante, hay algo que podemos decir a favor de las utopías en el terreno de la teoría política: si eres capaz de acercarte en tu pensamiento al ideal de un objetivo, ¿acaso no vale la pena tenerlo presente durante la construcción de tu proyecto? Qué hacemos con las utopías salvo trazar los límites del máximo potencial humano.

Una ilustración de Utopía de 1516 (Rudi Palla – Die Kunst Kinder zu kneten, Frankfurt am Main: Eichborn Verlag 1997 S. 35 ISBN 3-8218-4468-X, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=8508660)

www.utopia.com

Así como el verano anarquista de Barcelona de 1936, el espíritu libertario del internet se extinguió a la brevedad. En un principio, las grandes corporaciones y sus aliados en el sector público hicieron lo posible por combatir la tendencia popular de establecer una comunidad horizontal: demandaban a los usuarios que descargaban música gratis por Napster o encarcelaban a las personas que compartían sus películas en networks de P2P. En el “salvaje oeste” del Internet se atesoraba el anonimato de un avatar y no había espacio para los derechos intelectuales. Firefox fue introducido como una alternativa gratuita al monopolio de Microsoft con su navegador web. Varias plataformas de piratería digital dieron la batalla, y por cada Pirate Bay que el gran capital tiraba, otras páginas o plataformas tomaban su lugar: Megavideo, Kazaa, Cuevana, sitios de Torrents. Fue entonces que muchas empresas se resignaron a aceptar la penetración de las nuevas tendencias de consumo y cambiaron sus estrategias de batalla: adaptarse o morir.

Por muchos años, fue difícil justificar la inversión en proyectos en línea; todo mundo estaba conectado, pero el internet no ofrecía un modelo de negocios rentable. Si querías hacerte millonario durante la infame burbuja puntocom (1998 a 2001), el mejor plan consistía en crear un sitio atractivo y popular, y al poco tiempo venderlo por millones de dólares a uno de los dinosaurios corporativos, el cual no solía tener una idea clara de qué hacer con su nueva adquisición. Ahí tienen el caso de Tom Anderson, el desarrollador que vendió MySpace a News Corp por 580 millones de dólares. ¿Y qué hizo News Corp con MySpace? La relevancia de esta plataforma a partir de 2005 habla por sí sola.

Sin embargo, no fueron los grandes nombres del viejo poder económico los que triunfaron en la nueva economía digital, sino un nuevo grupo de empresas que supieron navegar la ola y capitalizar sobre un mercado que se negaba a ser explotado: Amazon, Google, Facebook y Apple. Al poco tiempo, la propia naturaleza libertaria del mercado informático permitió que estas empresas crecieran y absorbieran a sus rivales, destruyendo al resto de su competencia y redactando las reglas del nuevo poder monopólico, transformándose en el proceso en la oligarquía que hoy conocemos como Big Tech. Es otra de las grandes ironías de la cultura digital que su futuro utópico no fue desvirtuado por fuera, sino por dentro, por una página que empezó como una humilde tienda de libros, una herramienta de búsqueda y una red social para estudiantes universitarios. Dichas empresas supieron innovar, supieron expandir su mercado a un sector de la población dispuesta a compartir su información personal y, lo más importante, el dato que puso el clavo en el ataúd del sueño utópico del internet, averiguaron la manera de hacerse ricos en esta red sin tener que vender su creación al mejor postor.

Imagen principal: Valentina Avilés, a partir de una imagen de la película Metrópolis (1927), dirigida por Fritz Lang.

Texto: Javier Carbajal

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