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¿Se puede considerar trabajo lo que hace un “influencer”?

Aunque parece que no aportan nada a la sociedad, la realidad es que los influencers juegan un papel importante en las dinámicas del Mercado.

A los ojos del SAT, si percibes un ingreso estás trabajando. Así de simple. Los más exitosos de estos personajes viven de la monetización de sus videos, o de los honorarios que les cobran a las empresas por promover sus marcas, o de los negocios que emprenden a raíz de su fama viral. Así que no hay duda, para fines fiscales, ser influencer es un trabajo. Incluso cuando el pago es en especie, el influencer está recibiendo una compensación por sus servicios; es la definición de una relación laboral entre dos partes.

No puedo terminar la nota aquí porque la verdadera interrogante que aflige a la opinión pública posiblemente sea otra. En redes sociales mucha gente sentencia que “tragar gratis no es trabajo”, o que “tomarse selfies en la playa no es ninguna chamba”, pero en realidad lo que quieren argumentar es que todo trabajo debe implicar algún sacrificio y, por lo que uno puede juzgar en YouTube o TikTok, no hay ningún sacrificio en ser una estrella de las redes sociales. Parece que solo basta con tener cuenta en Instagram y ser joven, carismático y atractivo para que te den de comer gratis en cualquier restaurante de la Roma. ¿Cuántas noches se desvelaron estos morros para estudiar para el examen de “cómo ser viral”? ¿Cuántos cumpleaños de sus hijos se perdieron mientras grababan una guía turística de Puerto Escondido? ¿Si quiera tienen hijos o son demasiado conscientes de su huella de carbono para tenerlos?

En México predomina la narrativa de que un verdadero trabajador es aquel que se parte la espalda todos los días para que, con los pocos pesos que gana, compre las necesidades de su familia en la tienda de raya. Aplaudimos el esfuerzo del doctor que se “mató” estudiando en la carrera de Medicina o la dedicación del maestro que se levanta a las 4 de la mañana para tomar tres camiones distintos y llegar tres horas después a una escuela en una comunidad rural. Pero si no hay sufrimiento, no hay simpatía ni respeto, y no parece que haya mucho sufrimiento auténtico en el Twitch de un gamer cuya única fuente de estrés es que no puede vencer a Ganon en un videojuego de Zelda.

¿Streamings de videojuegos? ¿Tutoriales de maquillaje? ¿Disfrazarse de superhéroes? Esas no son chambas. Son pasatiempos. ¿Desde cuándo te pagan por dedicarte a un hobby? Bueno, desde siempre, de hecho, y bastante bien. Ahí tienes al futbolista profesional que no hace otra cosa más que patear un balón de un lado a otro, o a la estrella de Hollywood que cobra una cifra millonaria por memorizarse unos cuantos diálogos. ¿Pero qué es lo que aportan en realidad a la sociedad? ¿Un par de horas de entretenimiento? Puede ser, pero el valor de su trabajo no se mide por su talento ni por su desempeño, sino por el tamaño de su audiencia y el efecto que sus habilidades producen sobre ésta. En otras palabras, su auténtico valor se mide por su capacidad de influencia en el Mercado.

Quizás el libro más importante sobre marketing, publicado en 1936 (vía Twitter/@1WrittenNotes)

Cómo ganar amigos e influir sobre las personas

¿De qué hablamos cuando decimos “influencer”? Aunque este anglicismo entró al léxico popular hace pocos años, el influencer no es una creación reciente del internet. Bajo las reglas del capitalismo, el influencer siempre ha jugado un papel importante en la economía de mercado, solo que hoy goza de más visibilidad que nunca gracias a las redes sociales. En pocas palabras, el influencer es aquel actor que influye en las decisiones económicas de los consumidores. En tiempos pasados lo recordamos como el crítico de cine que publicaba sus recomendaciones en el periódico o la personalidad famosa que salía en un comercial para promover un producto. Tomemos por ejemplo a Dan Marino, una figura favorita de los patrocinadores en los 80 y 90. En aquel entonces, todo Estados Unidos (y buena parte del mundo) sabía quién era el quarterback de los Delfines de Miami. La gente admiraba a Dan Marino por sus habilidades como mariscal de campo, e incluso aquellas personas que no gustaban del futbol americano lo encontraban atractivo y carismático. Así que las marcas buscaban explotar el prestigio del jugador para influir sobre las decisiones de compra de sus fans. “¡Tú también puedes ser como Dan Marino si rentas tus videojuegos en esta (extinta) cadena de tiendas!”

La estrategia clásica de la mercadotecnia era muy sencilla. Identifica una necesidad en el mercado y busca la manera de satisfacerla. ¿Tienes hambre? Te vendo una manzana. ¿Pero qué pasa cuando ofreces un producto que no es precisamente necesario para sobrevivir? Un smartphone de 20 mil pesos, por ejemplo. Entonces tú como vendedor debes crear esa necesidad, debes convencer al consumidor que “necesita” un teléfono inteligente con cámara integrada y con capacidad de almacenamiento de 128 gb. ¿Cómo despertar ese deseo en una persona? La ciencia de la publicidad comercial nos ofrece una respuesta: se trata de jugar con las aspiraciones del consumidor para situarlo en un mundo mejor por medio de la adquisición de bienes y servicios. “Tú puedes estar aquí, en el viaje de tus sueños con tus seres queridos” y es un anuncio de una aerolínea que ofrece facilidades de pago. “Tú puedes tener estos lentes de sol y seducir a la chica más guapa de la clase” o “tú puedes ser la envidia de tus vecinos con este nuevo coche eléctrico que protege al medio ambiente”. No vendas el producto, decían los genios del marketing, vende los beneficios que va a obtener el consumidor cuando gaste 20 mil pesos en un teléfono celular, es decir, los beneficios de verdad: la envidia de sus compañeros, la admiración de sus hijos, el respeto de sus superiores. Claro, es un mundo de fantasía creado por la manipulación psicológica de la publicidad, pero es un mundo en el que millones creen.

Por más trivial que sea el producto, un mensaje publicitario exitoso te vendía la idea de que no solo estabas comprando unos lentes de sol, estabas comprando felicidad y estatus social, y el influencer siempre ha sido una herramienta eficiente para transmitir ese mensaje tan crucial para el funcionamiento de la maquinaria capitalista. En la cultura pop, todo fan aspira a ser como su ídolo, y por eso se viste como éste, habla como éste, baila como éste, y claro, usa los mismos productos que éste. Una estrella de pop con millones de imitadores era uno de los máximos anhelos de toda marca que deseaba aumentar sus ventas en el corto plazo. Miren a Michael Jackson. Claro, el “Rey del Pop” vendió millones de discos en sus años de máxima gloria como artista, pero Jackson no era vendedor de oficio y aún así vendió millones de refrescos por todo el mundo; solo bastaba con situar su rostro cerca de la marca.

Ahora bien, la penetración del internet como el principal formato de telecomunicación en el siglo XXI hizo que las reglas del marketing y la publicidad fueran modificadas de manera superficial, pero, en su esencia, la lógica publicitaria sigue siendo la misma. Esto se debe a que la naturaleza humana no sufrió transformación alguna de un siglo a otro. El consumidor del nuevo milenio sigue aspirando a obtener mejores condiciones de vida y las empresas van a buscar cómo posicionar sus productos y servicios en la mira de sus clientes potenciales para venderse como tal. Por supuesto, para cumplir este objetivo se necesita de publicidad, y varios años tuvieron que pasar para que la industria de la mercadotecnia se adaptara al nuevo clima de la era digital. Las agencias tuvieron que aprender a crear banners, a encontrar un nuevo lugar en la oficina para el community manager, a entender cómo funciona SEO y SEM, a dominar UX copywriting, a resideñar sus targets, y a tirar todos sus aprendizajes a la basura cada que Google y Facebook alteraban sus algoritmos. Y claro, ya no bastaba con reclutar a una persona famosa como un futbolista para promover un producto en un anuncio de YouTube que te podías brincar en 5 segundos. Fue entonces que se apareció un nuevo puesto en la agencia aparte del community manager: el viejo copywriter fue echado por la borda y en su lugar quedó el generador de contenido, aquel que tenía que contar “stories” con el producto, desarrollar el “user experience” de la marca, y claro, domar los algoritmos de las plataformas para que su contenido se vuelva viral. Uno podría trabajar en una propuesta creativa, establecer parámetros, estudiar las benchmarks, hacer un estudio con focus groups… pero lo más sencillo es pagarle a un influencer que “chulee” tu producto.

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A diferencia de Estados Unidos, donde el advertising está tan arraigado en su cultura que ha sido estructurado, reformateado y calibrado a nivel de ciencia, es fácil ver que en México la publicidad siempre ha sido mal valorada por la sociedad. Lo cual no es sorpresa. Espectaculares que arruinan la vista, volantes que tapan las coladeras, propaganda política que tapiza los muros, comerciales tan aburridos que la primera reacción que suscitaban era la de alguien diciendo “cámbiale”… Claro, el primer objetivo de un comercial no es el de entretener, sino el de vender, pero incluso en este aspecto, el diseño del mensaje era muy primitivo, sin elementos que sirvan de gancho, carentes de mensajes que susciten interés o deseo, con un call to action mediocre… aunque, como dice el cliché, “Toda publicidad es buena publicidad”. Ningún negocio funciona como “el campo de los sueños” (“si lo construyes, entonces ellos vendrán”), más bien tienes que anunciarte de una forma u otra si quieres competir y sobrevivir en el mercado.

Aunque la publicidad en México ha mejorado bastante en las últimas décadas a raíz de la globalización, el prejuicio social ha perdurado en la actualidad. La publicidad siempre ha sido percibida como el negocio de los charlatanes, de los embusteros, de los que nos convencen a gastar dinero que no tenemos en basura que no necesitamos. Y vaya, los influencers del siglo XXI solo parecen confirmar aquellos prejuicios de nuestros padres y abuelos. A menudo vemos en las noticias que son acusados de fraude, que venden su voto al mejor postor, se mueren haciendo retos virales estúpidos, se involucran en escándalos prácticamente a diario, y ni siquiera parecen estar conscientes de las leyes que violan en los contenidos que suben a sus redes, acciones negligentes que han derivado en la detención, vinculación a proceso y sentencia penal de más de una de estas personalidades. Es fácil asumir que no parecen chavos muy brillantes.

Pero por supuesto, no podemos hablar de “los influencers” como si fueran una agencia de contenido digital con sede en la Condesa. Influencers hay en todos los países del mundo donde hay acceso a internet, y claro, hay de tantos tipos que no sirve de nada a la discusión si los arrojamos a todos en el mismo costal. Hay youtubers, tiktokers, twitchers y vloggers; hay gamers, otakus, foodies y cosplayers; hay influencers que viajan por el mundo y hay influencers que no salen de su cuarto; hay influencers que hacen videos de tutoriales y hay influencers que solo reaccionan a videos de otros influencers; hay reseñistas de apps, de libros, de series, de arte callejero, de comida callejera y de baños públicos; hay influencers que ni siquiera son humanos, sino perros, gatos, hamsters, patos, caballos y cerdos; hay mega influencers con más de 1 millón de seguidores, y hay nano influencers, con 10 mil seguidores enfocados a un mercado de nicho: hay influencers que emplean a su propio personal de producción, y hay influencers que hacen su propia edición en casa con programas como Premiere Pro; hay influencers que rechazan el término “influencer”, pero que no por eso dejan de influir en las decisiones y opiniones de sus seguidores.

Y bueno, más allá de esto, es menester reconocer que hay influencers que son muy buenos en lo que hacen, que respetan a su público y que ofrecen contenido que es digno del tamaño de la audiencia que tienen; de igual manera, hay influencers falsos que le pagan a una granja de bots para que inflen su número de seguidores, así como hay influencers mediocres que no mejoran su engagement, que comparten contenido de baja calidad, y que hacen quedar mal a sus clientes con interacciones de mal gusto. También hay que señalar que hay influencers que no están patrocinados por ninguna marca, ni lucran con su fama viral. No monetizan sus videos, ni tienen una cuenta en Patreon o en GoFundMe. La credibilidad de este influencer no ha sido corrompida por una invitación a un estreno de cine, ni por una canasta de bebidas alcohólicas. Claro, no hay ningún delito en aceptar un pago, sea monetario o en especie, a cambio de un contenido publicitario ¿Pero cómo distinguir a estas figuras que todavía lo hacen “por el amor al arte” con aquellos actores que te están vendiendo un producto? Es evidente que hace falta alguna regulación que exhorte a los influencers a indicar si un contenido ha sido pautado con fines publicitarios, tal como ocurre en la televisión y en la radio.

Que no quede duda, los influencers sí aportan un valor importante al mercado porque son capaces de movilizar a un numero considerable de consumidores; por ello, son una herramienta legítima de publicidad, y a veces solo basta con un video viral en TikTok para que un puesto de tacos o una tienda de ropa salga de la oscuridad y presuma de una fila de clientes que le da la vuelta a la esquina. Pero el usuario debe estar consciente de la naturaleza del contenido que consume. ¿Me estás recomendando un puesto de tacos porque sinceramente te gustó o porque te pagaron para que te gustara? Las redes sociales ya de por sí desdibujan la línea que separa a la ficción de la realidad. Nos muestran retratos torcidos de las vidas de nuestros familiares y amigos, y nos dibujan mundos que son ajenos a la verdad que se vive al otro lado de la puerta.

Pero los influencers no tienen la culpa de esto. Ellos solo son uno de los tantos actores que han sido montados en el escenario del capitalismo. La regulación de sus actividades puede ofrecerse como un remedio en el corto plazo, pero si algo aquí merece nuestras críticas es el mismo modelo que transforma a los actores del libre mercado en piezas con un valor monetario y que explota la condición humana (envidia, narcisismo, lujuria, codicia) para extraer una ganancia. Pero primero, para hacer una crítica del capitalismo y de la sociedad del consumo, debemos ser conscientes de los hilos que manipulan las fuerzas del modelo económico que rige nuestras vidas.

Seguro hay un TikTok que lo explica.

Texto: Javier Carbajal

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