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¿Podrá Estados Unidos sobrevivir a la polarización que lo tiene paralizado?

En el corazón de la polarización política en Estados Unidos radica un discurso de odio que parece imposible de exorcizar.

Buena parte del mundo dio un respiro de alivio cuando las esperanzas de reelección de Donald Trump se vieron frustradas por el resultado de la jornada electoral del 3 de noviembre de 2020. Poco más de 81 millones de ciudadanos estadounidenses emitieron el voto a favor del candidato demócrata, lo que le permitió a Joe Biden arrebatarle el triunfo al presidente, así como la posibilidad de servir como titular del Poder Ejecutivo por cuatro años más.

Si bien el mandato de Donald Trump llega a su fin este 20 de enero, el ‘trumpismo’ está muy lejos de ser derrotado. Tal es la sentencia de muchos analistas políticos que ven con preocupación el hecho de que 74 millones de estadounidenses votaron por el candidato republicano, una cifra que no hay que tomar a la ligera. A pesar del catastrófico impacto de la pandemia de coronavirus, decenas de escándalos de corrupción, dos juicios de destitución y un largo etcétera de conflictos y desastres, cerca del 46 por ciento de la población adulta en Estados Unidos optó por el narcisista estilo de gobernar de Trump, en lugar de un retorno a la serenidad del centro, oferta que el liberal Joe Biden vendió con éxito a la otra mitad del país.

Desde el año 2000, Estados Unidos se ha visto enfrascado en una polarización política que se ha vuelto más sólida con el paso del tiempo. La mejor prueba de ello es el nivel de aprobación de Donald Trump, el cual se mantuvo prácticamente inamovible desde las elecciones de 2016 hasta el fin de su presidencia (entre el 45% y el 40%). No hubo crisis general ni personal que pudo tener un impacto negativo entre la opinión colectiva de sus seguidores o un impacto positivo entre sus detractores. La naturaleza de esta polarización vence a la sensatez de cualquier argumento, ya sea a favor o en contra, y no parece que haya indicios de que este fenómeno pierda fuerza en esta nueva década.

¿Cuál es la base que sostiene de pie este monumento a la polarización? ¿Cuál es el factor que evita la reconciliación entre las dos partes?

Pues bien, hay muchos factores que afligen a la sociedad estadounidense, entre estas su fascinación por la violencia, su culto al individualismo, la enorme desigualdad económica, pero en el corazón de este problema radica el odio, ese odio que sirvió de nutriente para la construcción de una superpotencia sobre los hombros de cuerpos racializados y que ahora contribuye al resquebrajamiento de un imperio.

Sería difícil explicar en breve la historia de este fenómeno, pero uno de los libros más recientes que cumple esta función cabalmente es Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. A modo de resumen, desde los años sesenta se ha registrado un descontento enorme entre amplios sectores de la población blanca (grupo que aún constituye la mayoría de la población estadounidense) frente a la integración gradual de grupos minoritarios y marginados a la vida pública del país.

Con el triunfo del movimiento por los derechos civiles, dirigido por Martin Luther King, el Partido Demócrata perdió a su base en los estados sureños: la población blanca que había luchado desde hace décadas por excluir a la comunidad afroamericana del poder político y social. Toda esa gente, (cristiana, de clase obrera y criada en el contexto de la segregación racial) se sintió traicionada por el gobierno de los demócratas John F. Kennedy y Lyndon Johnson, así que dio el brinco al Partido Republicano, en aquel entonces encabezado por Richard Nixon.

Para explicar la polarización actual hay que entender el papel que juegan los partidos políticos. En teoría, un partido político es una plataforma que reúne a gente con ideales y propuestas similares con el fin de crear un proyecto de políticas públicas al servicio de la comunidad. Pues bien, estos partidos adquieren otra matiz cuando no solo engloban ideales políticos, sino además se dejan vincular con ciertos valores, comunidades y culturas.

Policías detienen a un manifestante durante las protestas raciales del verano en EE. UU. (AP Photo/John Minchillo)

Por ello, a partir de los setenta, el Partido Republicano vino a ser identificado, no solo como el partido conservador, sino como el partido de la población blanca y de cristianos evangélicos. Del otro lado, el Partido Demócrata fue reconocido como la organización política que se caracterizaba por su diversidad racial, étnica y religiosa, un partido que se jactaba de su liberalismo social y progresista. De tal forma, ya en los ochenta, en los últimos años del gobierno de Ronald Reagan, se había consolidado el juego de la “política identitaria”. Para el año 2000, los dos partidos no solo representaban proyectos políticos distintos sino “dos Américas” que no tenían nada que ver la una con la otra.

“En otras palabras, los dos partidos se encuentran divididos por raza y religión, dos asuntos profundamente polarizantes que tienden a generar mayor intolerancia y hostilidad que asuntos tradicionales de la política como impuestos y gasto público”, escribieron Levitsky y Ziblatt en el libro citado anteriormente.

Donald Trump en un mitin previo a las elecciones (Alex Brandon)

Este fenómeno parcialmente explica por qué el nivel de aprobación de Donald Trump permaneció intacto durante los cuatros años de su gobierno, a pesar de la pandemia o el impeachment. Si a ti, como republicano, Trump hacía algo que te parecía repugnante, no podías tomar una postura de rechazo, porque al hacerlo, le estarías dando la espalda también a tus hermanos cristianos, a tu identidad blanca. Dejarías de pertenecer al “equipo” para convertirte en uno de ellos: comunista, ateo, globalista, parte de la élite. Claro, ninguna de estas etiquetas realmente describe al Partido Demócrata, pero caricaturizar al rival forma parte del discurso de odio.

Aunado a esto, las redes sociales y las herramientas de la era digital han facilitado la creación de nuevas burbujas que evitan que un partidario sea “contaminado” por información que contradiga la “línea narrativa” que ha cultivado en su mente. La explosión en la divulgación de teorías de conspiración, la penetración de medios que se acomodan a las preferencias de su audiencia, y la optimización de algoritmos que van a explotar tus intereses políticos, estos son los nuevos ladrillos de una sociedad cada vez más amurallada dentro de su propia visión del mundo.

Con la caída de Trump, sería ingenuo esperar el retorno a un centrismo moderado que promete Biden. Los demócratas anhelan revivir los años de prosperidad que vivió Estados Unidos en los noventa, pero esto será imposible, a menos que la sociedad pueda superar su discurso de odio irracional que mantiene paralizado al país. Es un hecho que una nueva generación de “trumpistas” entre las filas del Partido Republicano buscará capitalizar el odio y el descontento de las 74 millones de personas que votaron por Trump. Hace cuatro años, el presidente descubrió los botones que hay que presionar: el nativismo, la identidad, la nostalgia. Son temas incómodos para el político tradicional, pero es lo que prende a la base y es lo que los impulsa a salir a votar, a depositar sus donaciones de campaña y a tomar por asalto el Capitolio.

De tal forma, le conviene más al trumpismo fortalecer la polarización de la sociedad y la radicalización de la base que reparar los puentes con sus rivales demócratas. ¿Qué pasará después? Habrá que esperar para hacer una nueva diagnosis, pero es bien sabido que después del odio solo queda el miedo.

Imagen destacada: Seguidor de Trump marcha por los pasillos del Congreso con la bandera de los Estados Confederados (REUTERS/Mike Theiler)

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