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Desigualdad económica y la falacia del sueño redistributivo

Pobreza y desigualdad en México y el mundo: diferencias y definiciones, según los economistas.

La desigualdad económica y la pobreza son de esos temas que invariablemente aparecen siempre que se discuten los grandes problemas que aquejan al mundo. Los datos están ahí y suelen ser muy contundentes: hasta el 2018, alrededor del 10% de la población mundial vivía en extrema pobreza (unos 800 millones de personas); casi la mitad de todos los seres humanos (cerca de 3 mil 400 millones) tienen problemas para satisfacer algunas de sus necesidades básicas; hasta el 2015, el 26.2% de los habitantes del planeta – más de 1,900 millones de individuos – vivían con menos de $3.20 dólares al día (menos de 70 pesos mexicanos); y esta cantidad aumenta hasta casi el 46% para los que viven con menos de $5.50 dólares al día (menos de 120 pesos mexicanos).

Pero más allá del dramatismo de los datos, una nueva generación de economistas ha logrado intensificar el debate sobre la desigualdad. Sus ideas han permeado en la opinión pública y los círculos no académicos. Se han vuelto rockstars de una nueva intelectualidad. Nos referimos a economistas como Thomas Piketty, Joseph Stiglitz, Paul Krugman o Branko Milanovic. Todos ellos famosos, y todos con postulados económicos donde la desigualdad toma un lugar protagónico.

Mi intención no será desestimar la validez de estos datos o de las investigaciones que han emprendido estos economistas, sino polemizar acerca de las premisas ideológicas y conceptuales sobre las cuales se sustentan sus nociones sobre desigualdad económica. Esto no significa que quiero hacer una apología de la desigualdad o de la pobreza. Por el contrario, mi único interés es poner a prueba los límites y alcances que pueden tener los diagnósticos sobre la desigualdad cuando se les concibe con un cierto significado y no con otro.

Desigualdad

Si bien es cierto que los análisis y mediciones sobre la desigualdad y la pobreza se han hecho cada vez más sofisticados con el paso del tiempo, es innegable notar la preponderancia que sigue teniendo el ingreso como una de sus premisas fundamentales. No es nada extraño encontrarse con que ‘desigualdad económica’, ‘desigualdad social’, ‘desigualdad de ingreso’ e inclusive ‘desigualdad’ a secas se tomen como sinónimos o, por lo menos, como conceptos que se refieren a lo mismo: una brecha entre ricos y pobres, entre los que tienen y los que no, o entre los que ganan más y los que ganan menos.

Thomas Piketty. (AP Photo/Janerik Henriksson)

En eso parecen estar de acuerdo la mayor parte de los discursos sobre la desigualdad. Lo que se presenta como diferente en cada caso son las condiciones y causas de esa brecha, o bien las consecuencias sociales que ello produce. Por ejemplo, Thomas Piketty resalta en su diagnóstico  el papel de la distribución de la riqueza en la producción de desigualdad. Para él, sin importar cuánto crezca la economía, el ingreso que se obtiene del rendimiento del capital –o patrimonio que una persona ya tiene– es mayor que el que se obtiene del trabajo. Entonces, quien hereda riqueza tendrá más ingreso del puro rendimiento de su patrimonio, que quien trabaja para obtenerlo. Por ende, la desigualdad entre ricos y pobres tenderá a seguir aumentando porque el capital se seguirá concentrando en aquellos que ya lo tienen. Por lo menos mientras no se le ponga alguna clase de regulación al patrimonio.

Mi propuesta no inventa nada en el vacío. Parto de que la mayor parte de los países han instaurado potentes impuestos sobre la propiedad inmobiliaria, las property tax. Pues hay que modernizar el esquema y transformar esos impuestos en un impuesto progresivo, y global, que grave todos los distintos activos patrimoniales netos, puesto que se han ido diversificando. Eso permitiría suavizar la fiscalidad a una inmensa mayoría de la población. Fíjese cómo en el Reino Unido los laboristas incrementaron la progresividad del impuesto sobre las transacciones inmobiliarias, pero luego los conservadores, no solo no la suprimieron, sino que incluso la incrementaron. Es algo concreto, nada utópico”, menciona Piketty en una entrevista para El País.

 

Stiglitz, por otro lado, sin negar que la acumulación de la riqueza sea un factor que promueva la desigualdad, apunta hacia la idea de que la desigualdad es producto de las propias políticas y regulaciones que imponen los estados. A través del dinero, los más ricos presionan al poder político para reforzar las condiciones de desigualdad. Así, se genera un círculo vicioso, donde la desigualdad económica produce desigualdad política, que a su vez fortalece la desigualdad económica original. Stiglitz le llama un “bucle de retroalimentación” de dos vías, entre el sistema económico y el político. En esa línea, también para él la solución debería orientarse hacia los llamados “impuestos progresivos”, dirigidos a la riqueza e invertidos en bienestar social.

Krugman y Milanovic comparten alguna o ambas de estas explicaciones sobre la desigualdad. La desigualdad es algo que se agudiza conforme se promueve la acumulación de riqueza individual, o bien puede ser un efecto del uso ventajoso del poder político.  

Con todo, estos autores realmente no problematizan el concepto de desigualdad económica. Por el contrario, reafirman la idea de que se expresa como una diferencia de ingreso que luego genera otro tipo de efectos perniciosos (como la pobreza). Sin embargo, así solo se enfatiza el carácter politizado de la desigualdad, omitiendo que, dentro de la economía, es inescapable mientras esta última tenga que enfrentar el problema de la escasez.

El problema de la escasez y la asimetría económica

El sistema económico existe porque los seres humanos nos enfrentamos al problema de la escasez. Si se tuviera que poner de manera simple pero reduccionista, las personas tienen necesidades y los recursos para satisfacerlas son limitados. Por lo tanto, como sociedad, generamos alguna clase de organización para hacerle frente a este problema. En ese sentido, no importa si el modelo es capitalista, socialista, mixto o comunista, porque en términos elementales, su economía tiene que resolver el problema de la escasez. Estos modelos simplemente lo hacen de diferentes maneras – a través del mercado en el modelo capitalista, o bien del Estado, en el socialista-.

Joseph Stiglitz. (AP Photo/Virginia Mayo)

Visto de esta manera, cualquier tipo de economía opera gracias a que existe una asimetría elemental: para que unos puedan utilizar ciertos recursos limitados, otros tienen que dejar de usarlos. Y ante este escenario, realmente es irrelevante si el acceso a esos bienes se logra gracias a la apropiación privada o al aseguramiento colectivo, porque al final de cuentas, el usufructo de estos productos, en la mayor parte de los casos, es individual.

Pongamos un ejemplo, en un modelo de economía de mercado se pueden adquirir manzanas porque alguien está dispuesto a producirlas y venderlas a cambio de dinero (un bien escaso se intercambia por otro bien escaso). Por lo tanto, existen los incentivos para crear un sistema de distribución de la escasez sobre la base de un mercado de oferta y demanda. En un modelo de economía de Estado sucede algo no muy distinto. Lo que cambia es que es el Estado el que valora a las manzanas como un bien estratégico para su población, y es él el que decide cómo se organiza la distribución de la escasez. No obstante, en ambos casos, la función de la Economía es resolver la misma situación, solo cambia la manera de hacerlo.

Más allá de la caricaturización, el punto es que no importa si la propiedad es privada o colectiva, el usufructo de los bienes se individualiza en el consumo y eso produce una desigualdad ineludible dentro de la sociedad. Aunque sea de forma temporal: para yo comerme esta manzana, tú tienes que renunciar a ella.

Cuando se le ve de esta forma, entonces la desigualdad económica ya no es en automático un problema moral, político o de justicia, sino una condición para el funcionamiento de cualquier economía. Mientras los bienes no dejen de ser escasos o limitados, ninguna economía podrá dejar de establecer esta asimetría elemental. 

En ese sentido, cuando se promueven medidas políticas para reducir la brecha de ingreso entre los más ricos y los más pobres, realmente no se está modificando esta asimetría económica. Tan solo se estaría redistribuyendo artificialmente la escasez de un bien por la de otro. Y ante esto, lo que siempre queda pendiente son las reacciones que otorgará la economía para estas nuevas distribuciones de la escasez.

La falacia del sueño redistributivo y la desigualdad como problema político

A esto le llamamos la falacia del sueño redistributivo, porque no hay manera de reducir una asimetría económica sin producir una nueva asimetría económica (aunque no sepamos cuál, dónde o cuándo se presentará). El sistema económico no solo no puede resolver estas condiciones diferenciales, sino tampoco es su función. De hecho, opera gracias a que existen.

Por tal motivo, la desigualdad, tal y como la definen personas como Piketty, Stiglitz, Milanovic o Krugman, es un problema más político que económico. O si se quiere, de política económica. A pesar de ello, he tratado de exponer que las desigualdades o asimetrías económicas no necesariamente representan fallas morales en sí mismas, como muchas veces se las ha querido definir. En todo caso, sus potencialidades o negatividades se observan en la manera como son aprovechadas para hacerle frente a la escasez. Es entonces cuando tiene sentido establecer criterios para definir lo que para nosotros como sociedad es una asimetría o desigualdad económica aceptable o no. Aunque ello nos traiga de regreso al terreno de la política.

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