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La escena que creó el mito de María Félix

En este breve ensayo exploramos la icónica escena de Enamorada que creó el duradero mito de María Félix.

Cuenta la leyenda que, en alguna ocasión, un productor se molestó con el mítico director de cine D.W. Griffith porque había jugado con el close-up. No todos veían con buenos ojos esta invención reciente en el lenguaje cinematográfico de principios de siglo. El productor, supuestamente, le dijo a Griffith que su público no pagaba por ver una cabeza o una mano, sino el cuerpo entero del actor. A lo que el director respondió que nunca vemos cuerpos enteros y que él quería imitar una mirada.

En efecto, rara vez percibimos a las personas como una totalidad corpórea. Nos enfocamos en algo. En el rostro, en las manos, en la sonrisa, en el cabello. El ojo se enfoca en los detalles y, en ese sentido, comprende una realidad compleja a través de la reconstrucción de sus detalles. El close-up, al imitar nuestras miradas, se convierte en lo que Gilles Deleuze llamó la imagen-afecto.

Jean-Luc Godard creía en otra leyenda. Tal vez la inventó él mismo. Decía que Griffith había inventado el close-up por amor a una actriz. Una técnica cinematográfica que nació, entonces, por el deseo, el cariño y la necesidad de mostrar la belleza perfecta que los ojos enamorados idealizan. El close-up como un acto de amor.

Con el close-up se inventó también una nueva vivencia física del actor. Ya no se trataba solamente de filmar en planos abiertos una pantomima compleja, profundamente simbólica, sino de enfocarse en detalles del rostro, de las manos, y la forma de pararse. La actuación, de pronto, se adentró en la presencia física de lo incontrolable, de los pequeños detalles que no pueden actuarse. El cuerpo del actor pasó a tener otro peso, diferente, y a humanizarse, convirtiendo la piel en una nueva geografía por recorrer.

No hay close-up más famoso en la historia del cine mexicano que el close-up extremo que hizo Gabriel Figueroa sobre el rostro de María Félix en la película Enamorada (1946) de Emilio “El Indio” Fernández. En esta cinta, “La Doña” interpreta a Beatriz Peñafiel, la rica heredera de un acomodado hacendado en tiempos revolucionarios. Cuando José Juan Reyes (Pedro Armendáriz), un general zapatista llega a la ciudad de Cholula, pretende confiscar los bienes de los ricos. Manda fusilar a más de un comerciante en el proceso. Pero su venganza idealista y revolucionaria de pronto pasa a segundo plano al conocer a Beatriz.

Enamorado, trata de conquistarla. Es hosco, la lastima, la agrede, la pierde. En un impulso, finalmente, José Juan derrota su machismo y admite su equivocación. Sabiendo que Beatriz nunca le abrirá las puertas, le lleva serenata. El trio Calaveras interpreta “La Malagueña” bajo el balcón de la amada. Ocurre ahí ese momento tan icónico del cine nacional. Figueroa hace un extreme close-up a los ojos de María Félix. Esos ojos siempre tan abiertos están cerrados y atraviesan diagonalmente la pantalla. De pronto, se abren y dudan, describen un sentir, muestran cómo Beatriz considera amar a alguien que despreciaba.

“Que bonitos ojos tienes
Debajo de esas dos cejas
Debajo de esas dos cejas
Que bonitos ojos tienes
Ellos me quieren mirar
Pero si tu no los dejas
Pero si tu no los dejas
Ni siquiera parpadear”

En toda la película, la mirada de María Félix es impasible. Nunca se da el lujo de parpadear. Sus ojos permanentemente abiertos hablan de una confrontación con el mundo. Beatriz no deja que nadie le pase por encima, siempre está alerta, lo ve todo. También, habla de un control neurótico sobre su persona. Sabe qué es lo que quiere y lo tiene todo planeado. Esos ojos jamás pierden el control, no se dan un segundo para humedecerse, siempre disciplinados por una mano férrea. Pero en esta escena, de pronto, están cerrados. El gesto maravilloso es que, ahí, en primerísimo plano, se abren, se agitan, y dudan.

Por primera vez, Beatriz considera que el mundo puede tener otra perspectiva. Por primera vez entiende lo que el cura Rafael Sierra le dijo: el ideal revolucionario que persigue José Juan es el de la igualdad de los hombres. La adoración de los reyes magos representa para él la perversidad de los corruptos, de los ricos, de las autoridades ante la desnudez límpida del niño. El niño es bondad, humildad, pobreza. El niño está del lado del pueblo hambriento. Los que traen oro, incienso y mirra, representan otros intereses. Y Beatriz formaba parte del mundo de los Reyes Magos.

Ahora, en este close-up, los ojos de Beatriz se pasean por una incertidumbre. Abrir los ojos nunca fue tan literal. Beatriz entiende que los revolucionarios no son solamente mantenidos y vividores, bandidos profesionales entrenados para tomarlo todo por la fuerza. Aquí hay un hombre que lucha por la igualdad de todos, que considera su cruzada como una alegoría del trabajo cristiano, que no la toma por la fuerza, que no la roba como su padre robó a su madre, que no la obliga a nada, a pesar de tener las armas y el control sobre la plaza. Beatriz, en ese close-up, pondera que podría llegar a amarlo, ahora que lo entiende. Y ahora que puede amarlo, sabe que su vida terminó.

La comodidad del hogar paterno, las tradiciones que conlleva, la actitud altiva que siempre mostró con todos, deben morir. Y regresa la pregunta de José Juan: si ella no hubiera nacido en la riqueza del abolengo, ¿sería una mujerzuela o una soldadera? Al abandonar su vida pasada, Beatriz elige la dignidad de la soldadera como una decisión propia. Caminar hacia la guerra con un hombre, andar junto a su caballo para hacerle de comer y atenderlo después de la batalla, es una decisión de humildad, casi cristiana, que no toma a la ligera. Beatriz decide. Beatriz por fin es libre.

Por supuesto, ahora vemos las implicaciones profundamente misóginas de estas elecciones limitadas. Pero, en ese momento, Beatriz se decide por una suerte. Y se decide al ver a un hombre que vence el orgullo, que canta sobre el devenir de sus parpadeos, que se arrepiente y que le muestra la posibilidad de otra vida, de otra forma de ver el mundo.

Todo eso se condensa en unos segundos. Ahí está el meollo de toda la película. Eso es lo que la hace tan especial. En ese close-up, Figueroa y el Indio Fernández construyeron un monumento. El mito de María Félix no podía tener basamentos más maravillosos.

En ese momento en el que la latifundista acepta bajar a las trincheras y camina erguida entre las explosiones acompañando a los revolucionarios, María Félix creó un deseo inalcanzable: en su mito personal, ella nunca se mostraría enamorada, jamás bajaría a las trincheras y nunca se hubiera conformado con un lugar secundario, como soldadera, en una guerra. María Félix siempre fue protagonista.

Beatriz le dio a María Félix, entonces, la posibilidad de crearse un doble. En la dulce duda que recorre los ojos en ese close-up extremo, está la elección entre una vida fría, lejana, insensible, de pragmático uso de los hombres, elegancia y altivez; y una vida aventurera, el rechazo de los lujos, del dinero y de otra libertad. En la ficción, por supuesto, triunfa el viejo romance. En la realidad, siempre triunfó María Félix.

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