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La lucha contra la polio: una vacuna que cambió el mundo

La vacuna contra la polio creada por Jonas Salk fue uno de los mayores hitos médicos de la posguerra. Aquí su historia.

Parecía una película de terror que se repetía cada temporada: con el verano llegaban las vacaciones pero los niños no siempre podían salir a jugar a la calle. Los padres los encerraban en casa sin que muchos de ellos comprendieran plenamente de qué clase de monstruo buscaban protegerlos; como en las peores historias, se trataba de un enemigo mortal pero invisible.

Entonces ocurría el contagio: los signos se confundían con los de la gripa. Pronto la fiebre y el dolor de cabeza daban paso a síntomas que deformaban el rostro de los padres en un gesto de preocupación: los reflejos se perdían, los músculos temblaban sin que mediara la voluntad, la sensibilidad se esfumaba. El sistema nervioso se apagaba lentamente como los focos de una casa en medio de una tormenta: los nervios titubeaban, la voluntad sobre los músculos se desvanecía.

La gran mayoría de esos niños saldrían ilesos del trance, acaso con un mal recuerdo del verano que pasaron en cama. Pero un 2%, tan pequeño como notorio, perdería la movilidad de por vida. Había quienes quedaban postrados en cama, los había quienes cojeaban, quienes pasarían el resto de su vida en silla de ruedas y también hubo quien salvó la independencia motriz por medio de aparatos ortopédicos. La gente no solía preguntar qué les había pasado. Todos sabían que trataba del virus de la polio.

Niña con secuelas de poliomielitis. (Imagen: Especial)

Algunos historiadores consideran a la poliomielitis como una enfermedad paradójica, pues se le describió por primera vez durante la segunda mitad del siglo XIX, en medio de la revolución sanitaria que Pasteur trajo a la medicina. ¿Cómo era posible que justo cuando la limpieza se volvía la norma, y los temores de pandemias como la peste negra se desterraban, una enfermedad como esta fuera capaz de barrer con poblados enteros?

La polio fue un martirio que provocaba temores solo de ser invocada. A diferencia de la varicela, que se juzgaba inocua, los padres jamás juntaban a sus hijos con un chico enfermo. La viralidad del poliovirus era altísima y el riesgo de salir de la enfermedad con parálisis movía a la discreción. Ante el temor y la ignorancia, la gente se defiende detrás de supersticiones: cuando un niño salía los padres llenaban a sus hijos de rituales que protegían poco y tranquilizaban mucho.

Durante la posguerra, tanto en la URSS como en Estados Unidos se identificó a la poliomielitis como un enemigo público que debía ser erradicado, ante todo por la forma en que afectaba a los niños, como lo narra cruentamente Philip Roth en la novela Némesis, donde una pandemia diezma los vecindarios de Nueva Jersey.

La posibilidad de crear una vacuna contra la polio se había barajado ampliamente, pero había dos impedimentos. Por un lado, los intentos para conseguir una vacuna en los años treinta, antes de la guerra, fracasaron rotundamente y solo consiguieron que niños sanos contrajeran la enfermedad con sus terribles consecuencias. Por otro lado, y como consecuencia de este fracaso, era difícil conseguir financiamiento para una empresa que se consideraba arriesgada.

Los niños voluntarios para probar la vacuna contra la polio. (Imagen: Especial)

El principal problema estaba en la forma en que se concebían las vacunas en aquel entonces. Los primeros acercamientos a una vacuna para la polio trabajaban siguiendo un esquema que no servía para todas enfermedades: se buscaba debilitar y disminuir la cantidad de virus para que el paciente pudiera generar anticuerpos sin padecer la peor versión de la enfermedad.

Esto demostró en su momento ser catastrófico con el poliovirus, pues bastaba una cantidad minúscula del virus para que el paciente, en este caso niños, enfermara.

La voluntad de encontrar, costara lo que costara, una cura o una vacuna contra el poliovirus vino de Franklin Roosevelt, quien había sufrido la enfermedad siendo adulto.

Él participó en la fundación de una campaña que habría de revolucionar la forma en que se comunicaban las causas sociales en Occidente y que sobrevive hasta hoy en campañas como las que organiza cada año la Cruz Roja: la Marcha de los Diez Centavos (March of Dimes, en inglés) fue una poderosa campaña publicitaria que conjugó a decenas de celebridades, desde Elvis hasta Marilyn Monroe, con el fin de que la gente donara una cantidad específica: diez centavos.

De diez centavos en diez centavos, la fundación consiguió el financiamiento necesario para colocar un laboratorio en la sede nacional de la organización en Pittsburgh.

Pero hacía falta algo más que dinero; hacía falta conocimiento. La fundación contrató a un equipo de médicos, laboratoristas e investigadores que habrían de ser comandados por un joven virólogo neoyorkino: Jonas Salk.

Proveniente de los barrios obreros de Nueva York, desde joven Salk demostró ser ambicioso. Aún siendo estudiante, desdeñó la práctica clínica en favor de la investigación, donde estaba convencido de que podría beneficiar a más personas.

Cuando empezó a colaborar con la Marcha de los Diez Centavos, Salk había formulado una idea que la mayoría de los virólogos de la época rechazaban: Jonas Salk estaba convencido de que se podía “engañar” al sistema inmune y que, en lugar de suministrar virus debilitados y aminorados, se podía mejor aún vacunar con virus muertos, conservados en formaldehído.

Jonas Salk en su laboratorio. (Imagen: Especial)

Aunque su inteligencia y disciplina no estaban a prueba, muchos científicos dudaban que una vacuna así pudiera tener éxito.

La gente suele preguntarse cómo específicamente se hace una vacuna. Las películas no alcanzan a comunicar todo el proceso, que es tan antiséptico y controlado como cansado y frustrante. En este caso, la vacuna tenía que pasar por monos: el estudio de sus riñones y cerebros molidos fue una parte esencial del proceso.

Cientos de monos fueron inoculados con las sucesivas versiones preliminares de la vacuna. Así se fue refinando poco a poco el invento, en un proceso que, según los laboratoristas que participaron, a veces incluía tener que succionar con sus propias bocas el aire de las pipetas donde se encontraba el virus vivo.

Si por accidente alguien tragaba un sorbo de poliovirus no tenía más remedio que correr a escupir, lavarse la boca vigorozamente y rezar porque no hubiera un contagio. Aunque el paso era en extremo riesgoso, no hubo un solo contagio en el laboratorio.

Cuando se consiguió un prototipo razonablemente confiable vinieron los ensayos y las comprobaciones. Jonas Salk probó la vacuna en sus propios hijos, así como varios de los médicos participantes usaron a sus familiares para comprobar la efectividad del prototipo.

En sus primeros ensayos la vacuna había demostrado ser confiable, pero eso no eliminaba las grandes pruebas masivas, donde la vacuna se prueba en decenas de miles de voluntarios.

La vacuna se probó en los propios niños de Pittsburgh, pues la ciudad estaba orgullosa de haber sido casa de un proyecto que podía cambiar la vida de cientos de miles de infantes. Al ensayo general, que fue cubierto por los medios de comunicación como una pequeña gran revolución médica, acudieron miles de niños voluntarios de todo Estados Unidos.

Jonas Salk inyectando a una voluntaria. (Imagen: Especial)

Hay quienes afirman que ese fue uno de los pocos momentos de tibueo para Jonas Salk, quien no podía anticipar al cien por ciento la forma en que el conservador usado para crear masivamente la vacuna afectaría su composición. No eran iguales los requerimientos de producción para una vacuna hecha casi artesanalmente en un pequeño laboratorio, a las exigencias para una versión industrial de la misma; y en ese paso era donde Salk encontró dudas.

Cuando se anunciaron los resultados positivos de las pruebas masivas en Pittsburgh, la vacuna de Salk fue celebrada como un acontecimiento histórico. Un país se había comprometido con una causa dolorosa y conmovedora y consiguió una solución por medio de la ciencia.

Los cronistas de aquel instante alegan que ese fue acaso el punto más alto de reconocimiento que tuvo la ciencia en los Estados Unidos; nunca la gente confió tanto en sus científicos, a quienes se les percibía como agentes de cambio capaces de modificar la vida de los habitantes.

A esta percepción se tendrían que agregar las convicciones morales de Salk. Dado que el financiamiento había sido por medio de la beneficencia, Salk podía conservar, si así lo deseaba, los derechos sobre la vacuna. La patente le habría otorgado varios millones de dólares.

De ahí que los periódicos reaccionaran incrédulos ante la negativa de Salk para patentar la vacuna que creó. Muchos lo juzgaron como un inocente.

En una conocida entrevista que dio por televisión, preguntaron a Salk porque no había seguido la más elemental codicia. ¿Por qué no había patentado la vacuna de la polio?

En un mundo donde los científicos más famosos habían colaborado para crear la bomba atómica, un arma capaz de matar en segundos a cientos de miles, la respuesta de Salk habría de sellar en el imaginario el otro lado de la moneda, los científicos como benefactores:

“¿Usted patentaría el Sol?”, respondió.

Salk por aquel entonces tenía un hogar propio, un salario como investigador universitario, contaba con el respeto de sus pares y la admiración de miles. El dinero era una vulgaridad comparado con la altura de las ambiciones que había adquirido en la escuela, cuando optó por la investigación científica en lugar de medrar en los consultorios.

La vacuna de Salk se pudo distribuir de forma masiva, convirtiendo en un mito instantáneo los tiempos en que la polio barría con calles enteras, infectando a decenas de niños de golpe, niños que no volvían a caminar o que se volvían dependientes de un pulmón de acero para sobrevivir.

Su vacuna no fue la única; en México se usa desde los sesenta la vacuna Sabin, creada años más tarde y que fue probada por primera vez en nuestro país. Pero el esfuerzo de Salk modificó las reglas conocidas de la virología y convenció a miles de que los científicos podían beneficiar al mundo en lugar de destruirlo como se había aprendido en Hiroshima.

No ganó el Nobel. Aunque sus contribuciones fueron notables, la investigación rebasó ampliamente sus logros en pocas décadas. Pero nunca dejó de ser una figura pública. Tras conseguir la vacuna de la polio, el presidente Eisenhower lo nombró “benefactor de la humanidad”.

La lucha contra la polio ha sido larga y extenunante. Apenas en 2020 se ha erradicado de África, donde aún inhabilitada a miles de personas al año. En otro países como Pakistán el poliovirus sigue diezmando las poblaciones y ensañandose con los niños. Sin embargo, en términos históricos la lucha contra el poliovirus fue rápida y efectiva, un magnífico ejemplo de las capacidades del ser humano cuando se organiza: pasaron solo 150 años desde su primera descripción hasta su erradicación casi total del mundo.

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