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La muerte de Frida Kahlo y el día que la velaron en Bellas Artes: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”

Frida Kahlo: Su muerte, el posterior velorio en Bellas Artes y las referencias a su vida en sus pinturas.

A Frida Kahlo se le ocurrió morirse un martes 13. Ese día de julio de 1954, dejó su cuerpo en la Casa Azul, la misma donde había nacido 47 años atrás, y se llevó las alas que se descubrió unos meses antes, cuando su pierna fue amputada por gangrena. “Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar”, había escrito en su diario.

Era un aviso, una advertencia, quizá. Llegado el momento, no aguardaría un segundo para levantar el vuelo. Agitar esas alas era todo lo que necesitaba para ir tras el Árbol de la esperanza que le hiciera sombra mientras terminaba de despojarse de ese torso traicionero, de esa pelvis perforada, del vacío que dejó su pierna mutilada, de ese físico tan disminuido que en nada se correspondía con sus ansias, con su genio, con su indocilidad.

Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón debió haber estado ya muy lejos cuando el Palacio de Bellas Artes fue puesto de gala para rendirle homenaje, cuando a su cuerpo dolido y quebrado lo vistieron con un huipil oaxaqueño con bordado de Yalálag y le anillaron sus dedos. Y aunque la imagen en el ataúd le daba un aire a su Autorretrato con collar de espinas o al Autorretrato como tehuana, era ella, de carne y hueso, solo que sin vida… la mismísima Niña con máscara de muerte.

Frida iba muy alto ya, cuando David Alfaro Siqueiros, envuelto en su gabardina clara, cargaba su ataúd con la cabeza gacha, o cuando uno de sus alumnos se acercó a su féretro para cubrirlo con la bandera de la hoz y el martillo. Mientras en el mundano palacio de mármol, sus despojos eran mirados y admirados por Lázaro Cárdenas, Lola Álvarez Bravo, Juan O’Gorman, José Chávez Morado y Carlos Pellicer, entre muchos más; ella, como El venado herido, se había ido en busca de los tres hijos que no alcanzaron a nacer.

Diego Rivera miraba su cadáver, hundido en aquel cajón abierto, con un pesar que ella pocas veces le vio en vida. Era que el muralista recordaba que unas horas antes, Frida le había adelantado el regalo por sus próximas bodas de plata. Era, tal vez, que apenas una semana atrás, la Casa Azul estuvo de fiesta, con pavo enmolado, tamales y un montón de invitados que celebraron el último cumpleaños de la mujer “ácida y tierna, dura como el acero y delicada y fina como el ala de una mariposa”.

El puchero congelado en el rostro del pintor lo acercaba más al sapo-rana con el que Frida estuvo obsesionada. Y no es que le hubiese sorprendido la muerte de su esposa; él, mejor que nadie, sabía que ella agonizó pausadamente, a lo largo de las horas en cama, de las semanas de dolor, de los años de angustia, de sus tristes memorias del Hospital Henry Ford.

Quizá estuvo muerta en vida desde aquel fatídico septiembre de 1925, el día que el camión en el que viajaba fue arrollado por un tranvía y le dejó La columna rota, tan estropeada que 32 cirugías y Unos cuantos piquetitos no fueron suficientes para enderezarla.

Frida le hizo creer a la muerte que la había pillado dormida, pero fue ella quien la convocó. Fue ella quien emplazó a los ángeles negros que dejó dibujados días antes de morir para el día de su liberación, el día en que se redimiría de los corsés de yeso, de las intenciones de “herirle el orgullo, cortándole una pata”, de la sensación de estar incompleta, “mochada”, de su “fragmentación a la vista de todos”, de las traiciones de Diego, de un mundo Sin esperanza.

En la dimensión terrenal había dejado un legado que incluía más de 150 pinturas que fueron el espejo de su vida, el resultado de una especie de juego descarnado que le permitió buscarse y encontrarse, para luego maldecirse. Para ella, ninguna de sus obras era surrealista: “Nunca pinté mis sueños, pinté mi propia realidad”.

En el mundo material también quedó su colección de cientos de exvotos, de los que tomó algunos elementos estilísticos, su espíritu comunista y sus convicciones revolucionarias, su adoración por los indígenas, su garra y su extraño e intenso amor por quien fue dos veces su esposo y eterno compañero de causa y vocación. Por ese Diego que se llevó atravesado en el corazón, el hombre divinizado y maldecido, a quien Las dos Fridas le hablaron desde el alma: mientras una le confesaba que lo quería más que a su propia piel, a la otra, la rabia le hizo decirle que había sido, de lejos, el peor accidente de su vida.

Al terminar el que sería su último cuadro, Viva la vida, y sin importarle los millones de dólares que se llegarían a pagar por sus obras, o sus probabilidades de convertirse en emblema nacionalista, icono pop o referencia de activismo político, la artista reconoció que quería matarse y cerró su diario enviando la señal: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.

La expectación terminó aquel martes 13 de julio de 1954. En el mismo mes y en la misma casa donde había nacido, Frida se negó a ver el amanecer.

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