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¿Cómo hemos utilizado la arquitectura para combatir pandemias?

La arquitectura siempre ha estado relacionada con la salud. ¿Cómo deberían cambiar nuestras construcciones después del COVID-19?

Hoy, más que nunca, debemos replantear la forma en que vivimos. Estuvimos encerrados en casa durante meses, en un espacio que nunca habíamos habitado tan intensamente. La casa era un lugar de convivio, es cierto, pero un lugar de convivio pasajero en el que pasábamos la mayoría del tiempo durmiendo.

Durante la pandemia la casa fue guardería, y oficina, y lugar de recreación, y de convivio. El espacio que nos rodea se resignificó. Y eso tiene implicaciones profundas para la manera en que pensamos la vida bajo techo.

La arquitectura y el diseño deberán reconfigurar, eventualmente, estas implicaciones, nuevas reflexiones, prisiones y ansiedades por la higiene y la superficie.

Pero no será la primera vez que, como humanidad, debemos volver a pensar el espacio que habitamos por una pandemia.

Gustave Caillebotte, Jour de pluie à Paris (1877) (Wikimedia/CC)

En París, en el siglo XIX, Georges-Eugène Haussmann reformó toda la ciudad para tratar de eliminar los malos aires que contaminaban las calles y causaban múltiples enfermedades como la tuberculosis y el cólera. A pesar de los reclamos nostálgicos de escritores como Victor Hugo que querían salvar el aspecto medieval de la ciudad, el proyecto de Haussman sirvió, efectivamente, para mitigar un problema creciente de infecciones y purulencias.

En 1854, la ciudad de Londres se transformó completamente por un brote de cólera que mató a más de 600 personas en la zona de Soho. Gracias a la investigación del fisiólogo John Snow, se descubrió que el cólera no era causado por el aire contaminado llamado comúnmente “miasma”, sino por la contaminación del agua. Un enorme proyecto urbano se enfocó, entonces, en crear una estructura de higiene pública para el agua de la ciudad.

En el siglo XIX, en Nueva York, más de 2.3 millones de personas vivían en “tenements”, edificios de departamentos pequeños construidos uno junto al otro, oscuros y húmedos, con problemas serios de infestación en el Lower East Side de Manhattan. Una epidemia de cólera en 1849 causó la muerte de más de 5 mil personas en estos edificios. A partir de ese momento se hicieron regulaciones para la construcción de edificios en Manhattan. Entre las reformas, por supuesto, se prohibió que hubiera más de 20 usuarios para un mismo baño… Y eso era una mejoría considerable

(Getty Images)

Sin embargo, ninguna epidemia ha cambiado tanto el paisaje urbano como la epidemia del gran mal del siglo: la tuberculosis. Esta infección pulmonar dejó una impronta única en la historia de la medicina, de la literatura y, por supuesto, de la arquitectura.

Si regresamos a las enseñanzas que nos dejaron todas las reformas arquitectónicas que han sufrido las grandes urbes después de las pandemias de tuberculosis, tal vez podamos entender mejor la importancia de la arquitectura en nuestra vida cotidiana y cómo cambiará, en el futuro, la manera en que construimos parques, casas y oficinas.

¿Quién sabe? Tal vez ésta sea una nueva oportunidad para pensar en espacios innovadores, incluyentes y ecológicos; para construir vínculos sociales más saludables; para ver nacer, finalmente, la ciudad que siempre soñamos.

(NOUMENA/CC)

La enfermedad del siglo

En 1835, el escritor Honoré de Balzac describía, en Papá Goriot, una pensión miserable de París:

“Huele a encerrado, a moho, a rancio; produce frío, es húmeda, penetra los vestidos; posee el sabor de una habitación en la que se ha comido; apesta a servicio, a hospicio. Quizá podría describirse si se inventara un procedimiento para evaluar las cantidades elementales y nauseabundas que en ella arrojan las atmósferas catarrales y sui generis de cada huésped, joven o anciano. (…) Esta sala, completamente recubierta de madera, estuvo en otro tiempo pintada de un color que hoy no puede identificarse, que forma un fondo sobre el cual la grasa ha impreso sus capas de modo que dibuje en él extrañas figuras. En ella hay bufetes pegajosos sobre los cuales se ven botellas, pilas de platos de porcelana gruesa, de bordes azules, fabricados en Tournay. (…) Se encuentran allí algunos de esos muebles indestructibles, proscritos en todas partes, pero colocados allí como los desechos de la civilización en los incurables. Veréis allí un barómetro de capuchino que sale cuando llueve, grabados execrables que quitan el apetito, todos ellos enmarcados en madera negra barnizada con bordes dorados; una estufa verde, quinqués de Argand, en los que el polvo se combina con el aceite, una larga mesa cubierta de tela encerada lo suficientemente grasienta para que un bromista escriba su nombre sirviéndose de su dedo como de un estilo, sillas desvencijadas, pequeñas esteras de esparto, calientapiés medio rotos, cuya madera se carboniza. Para explicar hasta qué punto este mobiliario es viejo, podrido, trémulo, roído, manco, tuerto, inválido, expirante, haría falta efectuar una descripción que retardaría con exceso el interés de esta historia, y las personas que tienen prisa no perdonarían. El ladrillo rojo está lleno de valles producidos por el desgaste causado por los pies o por los fondos de color. En fin, allí reina la miseria sin poesía; una miseria económica, concentrada. Si aún no tiene fango, tiene manchas; si no presenta andrajos ni agujeros, va a descomponerse por efecto de la putrefacción.”

La imagen es, sin duda, poderosa. En ella se siente el encierro poco planificado de las casas bajas en los medios urbanos europeos, el mobiliario napoleónico de madera y tela que acumula polvo y grasa; la suciedad vieja y rancia de lugares demasiado habitados y muy poco ventilados; la enfermedad, el encierro, la miseria.

Es, justamente, en este tipo de medios que florecía una enfermedad que marcó al siglo XIX europeo: la tisis o tuberculosis. Ésta es una enfermedad producida por una infección bacteriana. Causa tos con esputos sanguíneos, fiebre, sudores violentos y pérdida de sueño. Actualmente, es la enfermedad infecciosa que más provoca muertes en el mundo. Se calcula que, con síntomas o sin ellos, el 30% de la población mundial se ha enfermado de tuberculosis.

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En el siglo XIX, sin embargo, no se sabía cómo tratar esta enfermedad hasta que, en 1882, Robert Koch describió la etiología de la enfermedad y de la bacteria que la causa. Mientras tanto, la tuberculosis diezmaba poblaciones en todo el mundo. En Europa, la gente se acostumbró a convivir con esta enfermedad que pasó a ser parte importante de la vida popular y cultural. Se le llamó “el mal del siglo” y comenzó a asociarse con las lánguidas poses sufridas de los bohemios escritores y filósofos románticos.

La enfermedad llegó, incluso, a convertirse en un aditamento de moda. Era común, en los ambientes intelectuales, que los hombres portaran pañuelos manchados con tinta roja para señalar que tenían la enfermedad. También, como atestiguó Tomas Mann en su seminal novela, La Montaña Mágica, los sanatorios para el tratamiento de la tuberculosis se convirtieron en el centro mismo de la vida social europea de la preguerra.

La tuberculosis fue un mal que creó cultura, que modificó la manera de pensar de las personas y que, finalmente, confeccionó cómo vivimos, dormimos y ocupamos un pedazo de tierra en este mundo enfermo.

La arquitectura y la medicina

La arquitecta, teórica e investigadora, Beatriz Colomina, escribió, en 2019, un libro inspirado por sus estancias de investigación en Nueva York con la gran Susan Sontag. Por una coincidencia de becas, Colomina pudo hablar con Sontag sobre la creación del libro Illness as Metaphor en los años setenta. A partir de ahí, no dejó de reflexionar sobre cómo la medicina se relaciona íntimamente con la arquitectura.

Se habla del cuerpo con metáforas de construcción: pensamos la fisiología de columnas, de pilares, de soportes; hablamos de un recinto para el alma. De la misma manera, la arquitectura se dibuja con la precisión de los tratados anatómicos: todo es cuestión de proporción, de volver visible lo invisible, de mostrar, más allá de la fachada, el interior de un edificio.

Desde el primer siglo antes de Cristo, Marcus Vitruvius Pollio, el gran arquitecto e ingeniero romano, decía que todos los arquitectos debían estudiar medicina porque, finalmente, su objetivo último era mejorar la vida de las personas. No es por nada, tampoco, que una de las representaciones anatómicas más conocidas del hombre desde el renacimiento esté basada en las proporciones arquitectónicas de Vitruvio. Me refiero, claro, al Hombre Vitruviano de Leonardo da Vinci.

Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci (Pikist)

Como bien explica Colomina, la teoría de la arquitectura se ha fundado sobre los preceptos de la teoría médica. Y, con el tiempo, estas dos disciplinas siguieron confundiéndose en los dibujos arquitectónicos de la escuela de Vassari en el romanticismo hasta llegar a nuestras propias obsesiones con la higiene.

El hecho de que vivamos como vivimos no es, pues, un azar. Gran parte de la arquitectura contemporánea que observamos en las grandes urbes del mundo proviene de la corriente de la arquitectura moderna y sus múltiples influencias. Los grandes edificios de fachadas lisas, el brutalismo de Teodoro González de León con sus masivas estructuras de piedra, metal y vidrio, todo nació en el movimiento de la arquitectura moderna iniciado por William Morris en los albores del siglo XX y llevado a sus últimas consecuencias por las escuelas de Le Corbusier y el Bauhaus.

Pues bien, Colomina tiene una hipótesis. Esta arquitectura de la higiene de la forma, de la estructura aparente, de la limpieza, de los colores blancos, del amor por el vidrio y el metal, nació como una respuesta cultural a la tuberculosis.

Portada de la Revista Nacional de Arquitectura, 1952 (Wikimedia/CC)

No hay nada más despreciable, para la arquitectura moderna que una descripción como la que vimos anteriormente en Papá Goriot de Balzac. Es una aberración para el cuerpo y el espíritu. Una aberración que, para salvar a las sociedades de vicios, enfermedades y miserias, los arquitectos tenían que subvertir.

Para Colomina, entonces, la arquitectura moderna nace como una forma de combatir la más grande epidemia del siglo XIX en Europa. Desde ahí, podemos decir que la forma en que vivimos fue dictada por una pandemia.

(Martin Vorel)

La sanidad de los sanatorios

Antes de que se supiera que la tuberculosis era causada por una bacteria, la gran mayoría de los médicos coincidía en una cosa: el aire viciado, los lugares oscuros y los rincones polvosos servían para la proliferación de las infecciones pulmonares. La solución, entonces, para combatir una enfermedad tan contagiosa como mortal, eran las curas de aire fresco y de sol.

“El trazado actual de nuestras ciudades acumula edificios encimados, entrelaza calles estrechas llenas de ruido, de peste a benzina, de polvo y deja que los departamentos abran sus ventanas, de pleno pulmón, a todas estas inmundicias.” Comentaba Le Corbusier, “Las grandes ciudades son demasiado densas para la seguridad de sus habitantes y, sin embargo, no son suficientemente densas para lo que exigen, todos los días, los nuevos negocios.”

Como reacción a este miedo constante del polvo y la inmundicia en las ciudades, comenzaron a surgir en Europa toda clase de sanatorios y hospitales para recibir a tuberculosos en el campo y la montaña. Y, en estos sanatorios, se ensayaron por primera vez los principios que iban a regir la arquitectura moderna hasta nuestros días.

Sanatorio de Paimio (Wikimedia/CC)

Los sanatorios se construían en lugares espaciosos, alejados de las grandes urbes. Se trataba de edificios con amplios ventanales que dejaban entrar la luz del sol, con cuartos de esquinas curvas para evitar el acumulamiento de polvo, sin garigoleos en las fachadas ni más ornamentos que la pureza higiénica, rígida, sencilla de la estructura aparente del edificio. Como las radiografías que servían como única forma de diagnóstico para la tuberculosis, los arquitectos decidieron hacer edificios de adentro hacia afuera; edificios a través de los cuales se podía ver la estructura interior, desnuda, en el exterior.

El sanatorio de Paimio construido en Finlandia por Alvar y Aino Aalto tiene como forma exterior una estructura que imita las costillas en una radiografía. Sus amplios pasillos estaban pensados para dejar circular el aire, evitar la acumulación de polvo, recibir la mayor cantidad de luz natural en sus recintos curativos.

El ideal de esta belleza limpia, higiénica, sencilla, era la imagen de la cubierta de un barco.

Sanatorio de Paimio (Wikimedia/CC)

Muchos otros sanatorios se crearon a imagen y semejanza de Paimio con enormes fachadas de vidrio o grandes ventanales móviles para permitir la libre circulación de la luz solar y el aire. Se ensayó, incluso, con enormes edificios móviles en los que, por medios mecánicos, los pacientes podían estar acostados recibiendo, de frente y durante todo el día, los rayos solares.

(X-Ray Architecture/Beatriz Colomina)

El interior higiénico de los edificios se reproducía también en el mobiliario. Empezó a surgir una corriente del diseño de interiores que privilegiaba las superficies curvas, los materiales ligeros de fibra de carbono y láminas de metal que son fáciles de limpiar y diametralmente opuestos a las sillas imperiales de madera y tela. Se crearon lavabos curvos que evitan el ruido. Se integraron, también, gimnasios a las casas.

Los sanatorios se convirtieron en lugares de habitación y las casa se convirtieron en sanatorios. Nació, a la par, una preocupación por el bienestar corporal y mental. No se trataba solamente de curar la tuberculosis, sino de prevenirla. Así, las casa se despojaron de mobiliario innecesario, los ventanales se abrieron, proliferaron las terrazas para tomar el sol y hacer ejercicio.

Sanatorio de Purkersdorf (Wikimedia/CC)

Le Corbusier detestaba cualquier tipo de ornamento. Para él, la arquitectura era una perversión del verdadero arte de la ingeniería; la estructura debería prevalecer sobre la fachada:

“Hay una gran escuela nacional de arquitectos (…) que confunden la inteligencia de los jóvenes y les enseñan lo falso, lo fastuoso, la zalamería de los cortesanos. (…) Los ingenieros son sanos y viriles, activos y útiles, morales y alegres. Los arquitectos están desencantados y desocupados, son habladores o melancólicos. Y es que pronto no tendrán nada que hacer. No tenemos más dinero para andar reconstruyendo recuerdos históricos. Es necesario que limpiemos el pasado.”

Así, Le Corbusier soñaba con ciudades de grandes edificios espaciados por jardines; enormes estructuras pensadas para nunca oscurecerse con la sombra de otra construcción; urbes de mentes sanas en cuerpos sanos.

“En lugar de crear ciudades en masivos rectángulo con callejuelas estrechas ensombrecidas por siete pisos de edificios que rodean patios malsanos, sin aire y sin sol, deberíamos trazar, ocupando la misma superficie y para la misma densidad de población, casas sobre avenidas axiales. Ya no más patios interiores, sino departamentos que se abren, de todos los lados, hacia el sol y la luz y que tienen vista hacia el pasto, terrenos de juego y plantaciones y no hacia árboles enfermos como en las calles actuales.”

Nacieron las primeras escuelas al aire libre y el mundo se reorganizó para combatir una enfermedad. Todo cambió a partir de ese momento y las ciudades nunca volvieron a ser las mismas.

Le Corbusier, incluso, llegó a sugerir que se extirpara quirúrgicamente el centro de París para construir una nueva ciudad moderna, higiénica y salubre. Víctor Hugo, después de su eterno encono con Haussman, hubiera pegado el grito en el cielo.

El sanatorio para tuberculosis del estado de Arkansas (Wikimedia/CC)

Por supuesto, todas estas propuestas radicales de los arquitectos modernos tenían algo mesiánico. Ahí está la herencia de Morris y su idea de que la arquitectura podía salvar al ser humano de sí mismo, cambiar la vida política, crear un mundo más justo. Ahí está también el primer manifiesto del Bauhaus:

“Hemos de idear, estudiar y crear unidos el nuevo edificio del futuro que reunirá todo en una creación integral: arquitectura, pintura y escultura, y que habrá de elevarse hasta el cielo surgiendo de las manos de un millón de artesanos, símbolo de cristal de la nueva fe en el futuro.”

Ese mesianismo se mezcló en los años de la entreguerra con el pensamiento fascista que nacía en Europa. Los cuerpos sanos en mente sana de Hitler y las construcciones masivas, simétricas y de estructura aparente de Albert Speer no están lejos.

Es por eso, también, que la arquitectura moderna levanta pasiones encontradas. A pesar de su importancia y utilidad, los sueños de Le Corbusier y compañía también tenían un lado oscuro y el paisaje urbano en el que nacimos se muestra ahora, sin la imagen opresiva de la tuberculosis en cada esquina, como un páramo frío de metal, vidrio y concreto con delirios de higiene.

(Wikimedia/CC)

La lucha sigue

Muchos de los principios de la arquitectura moderna siguen rigiendo al mundo. La arquitectura moderna creó un pensamiento duradero que, después de la Segunda Guerra Mundial, proliferó en todas las urbes del mundo. El paisaje urbano que hoy conocemos con edificios de geometría sencilla, fachadas de concreto liso, vidrio y metal, es una herencia directa de este pensamiento. Y el origen de todo esto fue una pandemia. Aún ahora, la perspectiva arquitectónica sigue informando el combate contra la tuberculosis.

El 27% de los enfermos con tuberculosis en el mundo vive en la India. Y esta realidad apremiante se relaciona directamente con las condiciones de hacinamiento en los barrios urbanos más desprotegidos del país.

En Mumbai, por ejemplo, en la colonia de migrantes y refugiados conocida como Natwar Parekh, viven más de 10 mil personas en 53 edificios. Los edificios están construidos unos sobre otros, con pequeños pasillos oscuros apenas separándolos.

Es el ambiente perfecto para la reproducción de la bacteria que causa la tuberculosis; una bacteria que puede simplemente eliminarse con la exposición directa a la luz solar. Pero en estos edificios que se alzan entre corredores oscuros de apenas tres metros de ancho, la enfermedad florece.

(Ketto.org)

El 80% de los enfermos de tuberculosis en esta zona adquirieron la enfermedad después de mudarse a Natwar Parekh. Ahora, Mumbai es la capital de la India para la tuberculosis resistente a los medicamentos.

La mala planeación urbana, entonces, sigue estando íntimamente relacionada con la salud. Y, si la arquitectura moderna se fundó bajo la premisa de un combate constante contra la enfermedad, podemos preguntarnos ahora cómo es que va a cambiar el paisaje urbano después de la más grande crisis sanitaria que haya visto el mundo en los últimos cien años.

Muchos hospitales, construidos en el siglo XX bajo diferentes preocupaciones, no consideraron la capacidad necesaria para tratar a miles de pacientes en días y semanas. Tampoco tenían previstas áreas de espera para evitar los posibles contagios.

(cuartoscuro)

Los departamentos y casas que habitamos no fueron fabricados para vivir dentro de ellos durante días, semanas o meses sin interrupción. Son espacios reducidos en los que, muchas veces, deben convivir familias numerosas; espacios pensados para tiempos reducidos de reposo en el trajín cotidiano de la ciudad.

Las oficinas fueron planeadas, con los cada vez más comunes conceptos de “open office”, para recibir a setenta empleados en un piso sin barreras físicas. La convivencia laboral, de la misma forma, se organiza alrededor de la cercanía y desconoce la distancia.

Muchos han visto las modificaciones actuales en los centros comerciales. Las entradas y las salidas cambiaron, la manera de acceder a un espacio comercial es absolutamente distinta, los filtros son una necesidad de seguridad que se mantienen, apenas, de forma precaria.

Pensando en todo esto, ¿qué es lo que hemos aprendido con las pandemias anteriores? ¿Y cómo va a afectar el COVID-19 la forma en que construimos espacios?

Sanatorio de Brockley Hill para la Tuberculosis (Wellcome Library, London/Wikimedia/CC)

¿Una nueva arquitectura?

En una entrevista reciente, Beatriz Colomina se mostró reticente al hablar de una nueva arquitectura después de la presente pandemia. La investigadora explicó que todo es una cuestión de tiempo, influencias culturales y perspectivas a futuro.

“¿Cuánto cambiarán las ciudades de una forma permanente? Pues depende también de cuánto tarde esta situación: si nos liberamos de esto pronto, no tendrá tanta repercusión; si dura más, sí que nos habrá impactado de una manera importante.”

Por supuesto, la tuberculosis fue una enfermedad muy presente durante el siglo XIX; una enfermedad que, sin embargo, no desapareció y que sigue causando estragos entre ciertas poblaciones vulnerables del mundo. El impacto de una pandemia así no puede demeritarse. Sobre todo en un siglo de expansión demográfica y económica tan importante.

Ahora mismo, el paisaje es distinto. Los grandes centros urbanos concentran zonas de población muy densas con construcciones masivas. La infraestructura de las ciudades ya no son fácilmente modificables y las poblaciones no pueden reorganizarse de manera inmediata. Además, no sabemos cuánto tiempo durará esta pandemia, ni el impacto cultural que tendrá.

Por lo pronto, es evidente que esto no es una cuestión de meses: ha pasado casi un año del inicio del confinamiento y parece difícil pensar en una reapertura total con constantes rebrotes en Estados Unidos y Europa.

(Cuartoscuro)

Tal vez nunca regresaremos a la normalidad del pasado. Es casi imposible volver a pensar los conciertos y eventos públicos como antes; o imaginar la despreocupación en el transporte público que conocíamos. Ésta es una nueva normalidad que, lo queramos o no, cambió la forma en que nos relacionamos con el mundo.

En arquitectura, parece que las tendencias contemporáneas de diseño modular, de espacios prefabricados, de separaciones flexibles y de estructuras ligeras continuará. Principalmente porque se demostró que se necesitan edificios que pueden ser fácilmente modificables, transformar sus espacios, ampliarse, abrirse y desplazarse.

En este sentido, también, se está pensando más en la reconversión hospitalaria. No nada más porque los hospitales que conocemos no están preparados para el número de pacientes que supone una pandemia, sino porque los hospitales no están pensados para evitar los contagios.

Consideren solamente la sala de urgencias. La sala de urgencias es una de las puertas de entrada principales al hospital. Además, es el lugar en donde se hace el triaje y se elige qué prioridad tienen los pacientes. La sala de urgencias, sin embargo, como un embudo humano en el que las personas deben esperar en una sala cerrada, no está pensada para un flujo desbordado de pacientes contagiosos.

Así, tal vez, una de las estructuras arquitectónicas que más son susceptibles de cambiar en los próximos tiempos son los hospitales. Uno de los proyectos que puede mostrarnos cómo se modificarán los centros de salud es el de la firma de diseño ICRAVE en el Centro David H. Koch para el Tratamiento del Cáncer en Nueva York.

En este edificio del Upper East Side de Manhattan, los arquitectos de ICRAVE quisieron cambiar la experiencia de los pacientes. Principalmente cambiando la dinámica de las salas de espera que están, aquí, distribuidas como “vecindarios” por todo el hospital. Así, los pacientes pueden circular entre estas zonas y no están recluidos en una sala de espera o en un ala limitada. Este tipo de organización permitiría, por supuesto, que, en caso de una pandemia, los pacientes infecciosos puedan esperar en una sala aislada de las otras tantas zonas de pacientes.

(MISS3)

Por otra parte, en los últimos meses, han surgido diferentes proyectos para cambiar la organización de los espacios públicos. El Gastro Safe Zone de la ciudad de Brno en República Checa busca la cooperación de las autoridades urbanas para reactivar la economía. La idea es que los espacios públicos puedan reorganizarse para permitir la activación de restaurantes y comercios. Esta propuesta dibuja áreas bien definidas en las que las personas puedan comer en el exterior, en pequeños grupos, sin riesgos de infección.

(MISS3)

De la misma manera, en Vienna, la firma de diseño Studio Precht propuso una innovadora idea para replantear la construcción de parques.

Parc de la Distance (Studio Precht)

El llamado “Parc de la distance” (o parque de la distancia en francés), tiene un diseño que, a través de un intrincado laberinto en forma de huella digital, obliga a los paseantes a mantener una distancia sana mientras fomenta las caminatas solitarias, la relajación y el aislamiento en compañía. Una idea tomada, claro, de los jardines barrocos franceses.

Parc de la Distance (Studio Precht)

Por otra parte, los espacios de oficina deberían de cambiar radicalmente después de la pandemia. ¿Pero qué otras opciones existen para la construcción de un espacio de oficinas? ¿Cómo podemos evitar regresar a las ratoneras modulares?

Una opción interesante es la que ha desarrollado David Dewane en los últimos años. El concepto de Dewane es lo que él llama “La máquina de Eudaimonia” refiriéndose, por supuesto, a la idea de Aristóteles para el epítome de la eficiencia humana.

Dewane considera que las oficinas abiertas fomentan la pérdida de tiempo y el agotamiento social. Así que decidió separar la oficina en varios espacios aislados e interconectados: una biblioteca para la investigación y la lectura en la que no hay aparatos electrónicos; un salón pensado para el intercambio social en el que no se permite trabajar; una oficina con una mesa central aireada para las juntas y escritorios separados para hacer trabajo de mediana concentración (responder mails, llenar formularios, etc.); y una oficina separada por una puerta sin ningún tipo de distracción, para encerrarse a hacer el “trabajo profundo” que requiere toda la concentración.

(Story)

Por supuesto, esta idea es para las oficinas y muchos trabajos manuales serán potencialmente reemplazados por la creciente automatización de las fábricas. Aquí, la planeación arquitectónica y cualquier otra medida parecen insuficientes para parar el constante perfeccionamiento de los robots y las inteligencias artificiales.

Finalmente, si el coronavirus se mantiene como una amenaza constante o surgen nuevos amenazas epidemiológicas, la forma en que pensamos los hogares puede cambiar completamente.

En Japón, una tradición medieval que se ha resistido a la occidentalización del país exige que las personas, antes de entrar a una casa o un departamento, se quiten los zapatos en una suerte de lobby llamado el Genkan. Podríamos imaginar, fácilmente, que esta tradición japonesa se reproduzca en las casas y departamentos del futuro: podríamos necesitar, en efecto, una zona para quitarnos los zapatos y desinfectarnos antes de entrar a un lugar de habitación.

Un genkan tradicional en un departamento japonés (Wikimedia/CC)

En cualquier caso, las puertas automáticas serán cada vez más frecuentes, los elevadores posiblemente van a integrar controles de voz, las luces y los termostatos pronto se activarán con sensores y la vida, en general, deberá optimizar los controles a distancia. Cada vez habrá más espacios abiertos y ventilados (evitando así la permanencia del virus en el aire) y se eliminarán muchas superficies horizontales innecesarias para evitar que reposen ahí las partículas infecciosas.

También, habrá nuevas tendencias en los materiales de construcción. Veremos cada vez más materiales porosos (que guardan menos el virus que las superficies listas) y más acabados con materiales antimicrobianos como el cobre (que ha sido efectivo, por ejemplo, en el combate al E-Coli, al Staphylococcus aureus, la influencia tipo A, el adenovirus y los hongos).

Conforme los nuevos hábitos de la pandemia se vayan convirtiendo en costumbre, también irán cambiando las formas en que construimos nuestros espacios. Ya es absolutamente normal ver a todos en la calle con cubrebocas. Todo esto, a largo plazo, se verá reflejado en la manera en que planeamos espacios, cercanías y afectos.

Tal vez podríamos soñar con más calles peatonales y menos coches; tal vez podríamos repensar la necesidad de más parques y grandes explanadas públicas; tal vez podríamos considerar qué es lo que está causando la cada vez más densa población de las ciudades.

Depende de nosotros que estas nuevas formas de relacionarnos mejoren la caótica vida de las grandes urbes en este siglo naciente.

(MaxPixel/CC)

Ilustración principal: esepe1

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