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Luis Buñuel, la otra mirada

En tiempos de poderes reales y aplastantes, Luis Buñuel puede decirnos todavía más con el cine que hizo en México.

“Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba “malos pensamientos”, en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera.”

Luis Buñuel publicó estas líneas poco antes de morir. Creo que condensan la facultad de explosión y la ternura innegable que hay en sus películas. Su obra trajo imágenes indelebles en la memoria del siglo XX y, sobre todo, en el acervo de nuestros deseos, nuestras pesadillas. Buñuel legó espectros, sí, pero espectros carnales. He allí el alcance supremo del trabajo de un cineasta: que su imagen corrompa la cabeza y el corazón de sus espectadores. En el caso de Buñuel, esas imágenes nos han traído una noción deliciosa: el relato del poder, narrado por la burguesía o la iglesia o la ultraderecha, siempre es susceptible de desactivarse.

Con su faceta mexicana, que vio nacer una veintena de películas, Luis Buñuel tiene muchísimo para hacernos mirar.

Ojos rebanados

Buñuel nació en Calanda, España, el 22 de febrero de 1900. Sus amigos de infancia decían que era un niño travieso, casi malicioso. Durante su juventud, Buñuel vivió en la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde forjó amistad con Salvador Dalí, Federico García Lorca y Pepín Bello. Más tarde partió a París, eran los años veinte. Allí vio Las tres luces (Lang, 1921) y se dijo que quería hacer cine. Trabajó para Jean Epstein, pero fue despedido. Después, de la mano de Dalí, ideó su primera película: Un perro andaluz, de 1929. Ambos escribieron el guión a partir de sus sueños más extraños: había que incluir una nube cortando la luna y una navaja rebanando un ojo, también el cuadro de una mano que es, al mismo tiempo, un hormiguero.

La cinta posicionó a Buñuel como un nuevo autor, valorado sobre todo por el círculo parisino de surrealistas. Hacia 1930, Buñuel escribió y dirigió La edad de oro, una oda violenta contra la iglesia, la burguesía y la moral que imperaba entonces. Seis años después estalló la Guerra Civil española. En 1939 se mudó a Estados Unidos con su esposa, Jeanne Rucar, y su primer hijo. Trabajó para el Museo de Arte Moderno (MoMA) en Nueva York. Sin embargo, algunos periodistas estadounidenses comenzaron a señalar a Buñuel como un izquierdista. Tuvo que renunciar.

Llegó a la Ciudad de México en 1946 y, tres años más tarde, se convirtió en ciudadano mexicano. De principio, Buñuel dirigió películas por encargo que le sirvieron para subsistir. Fue hasta 1950 cuando pudo realizar su primera obra personal en México, Los olvidados. En ella trató la pobreza y la delincuencia entre los niños de la Ciudad de México. La cinta causó polémica y sólo se valoró en nuestro país hasta que ganó el premio Internacional de la Crítica en Cannes. Buñuel realizó 23 largometrajes en este país. A partir de 1967, con Bella de día, Buñuel inició la etapa francesa de su carrera. 1977 fue el año de su última película: Ese oscuro objeto del deseo. En 1982 publicó un hermoso libro de memorias titulado Mi último suspiro.

Buñuel falleció en 1983, en la Ciudad de México. En cada lugar que pisó, Buñuel cultivó amistades. Se sabe que era aficionado al alcohol, el tabaco y la charla, que era también un hombre celoso con su mujer, fascinado y temeroso de nuestro país, terco como un niño.

La imagen de la mano que rebana el ojo concreta uno de los ejes del cine y la postura de Luis Buñuel: hay una mirada, sí, pero escindida. La dislocación entre la realidad y el deseo inaugura huecos, ilusiones, incertidumbres. La edad de oro es paradigmática en este sentido. En ella habita el origen de algunos temas particularmente manifiestos en el cine mexicano de Buñuel. Más que una historia discernible, ella proyecta sentidos y sensaciones como torbellinos: un grupo de escorpiones sobre las rocas; dos amantes que forcejean en el lodo; un hombre que mata a su hijo porque le destroza un cigarrillo; una fiesta opulente, donde una pareja intenta copular en vano. La mujer, en algún momento, profiere un juicio feroz: “¡qué alegría, qué alegría haber asesinado a nuestros niños!”. El hombre, incapaz de colmar su deseo, destruye una de las habitaciones de la casa y arroja al Papa por la ventana. La película estuvo en cartelera menos de dos semanas. La prensa de derechas arremetió contra ella y, un día, un grupo de jóvenes fascistas acudió a verla: destrozaron la pantalla y una exposición de arte surrealista que estaba afuera de la sala. El gobierno de Francia prohibió la cinta durante cincuenta años.

José de la Colina habla de esos amantes que se acarician frenéticos sin poder culminar su acto. Su imagen nos hace pensar en el posterior cine mexicano de Buñuel: quizá nunca logró películas con más cuerpo, más carne viva, que en sus trabajos hechos en México. Octavio Paz comenta el desmoronamiento de las convenciones sociales, morales o artísticas en el cine de Buñuel: hay una nueva verdad allí, la del hombre y su deseo. La lucha entre ese deseo y la realidad es, en Buñuel, una tragedia. En palabras de De la Colina, su obra implica una reinvención del conocimiento: hay una dialéctica, una lucha entre la razón y la pasión, el sueño y la vigilia, la realidad y el deseo.

¿Qué hay de La edad de oro en el cine mexicano de Buñuel? Una mirada escindida, pero sobre todo un núcleo de crítica y amenaza a la ilusión de los poderosos.

México

En una grabación de archivo contenida en el documental A propósito de Buñuel (López/Rojo, 2000), el director dice a sus amigos que, en el cine, la visión directa le repugna. No le gustaba ver besos, por ejemplo. En sus memorias, además, cuenta que durante el rodaje de Nazarín (1958) peleó con Gabriel Figueroa, cinefotógrafo. Figueroa había preparado un encuadre del Popocatépetl que era “estéticamente irreprochable”. A Buñuel no le gustaba la “belleza prefabricada” en el cine, como escribió, así que dio media vuelta a la cámara, buscando un paisaje trivial, “más verdadero, más próximo”. Buñuel, como Hitchcock, siempre prefirió velar sugestivamente erotismo y violencia: he allí uno de los núcleos de su permanente tono de provocación. Con la imagen de nuestro país, Buñuel hizo algo paralelo: no miró las representaciones mexicanas convencionales –charros, raterillos, maternidades puras-, sino que se concentró en otro México.

Cuando Buñuel llegó a nuestro país, llevaba quince años sin colocarse tras una cámara. En México, dice, tuvo que obligarse a trabajar con rapidez: rodaba en un período de 18 a 24 días y montaba las películas en tres o cuatro. Casi siempre hubo poco dinero. En palabras de De la Colina, Buñuel tuvo que aprender el código de la establecida industria fílmica mexicana y, sólo entonces, tratar de vulnerar dicho código.

Los olvidados

Los olvidados es esa película en que Buñuel decidió voltear la mirada, no ver ese México representado enésimas veces. Cuenta la historia del Jaibo, Pedro, su madre y otros niños que habitan los márgenes de la Ciudad de México. Pobreza y delincuencia hacen aquí una herida irreparable. El Jaibo, que acaba de escaparse de un reformatorio, busca a Pedro para vengarse de Julián, su supuesto delator. En un ataque de ira, el Jaibo golpea a Julián por la espalda, una y otra vez, hasta matarlo. Pedro, un niño mucho menor, queda en la posición de cómplice. El final es aterrador: Pedro es asesinado por el Jaibo y el Jaibo es asesinado por la policía. El pequeño, descubierto en un granero por una niña y su abuelo, es arrojado en un tiradero de basura.

Los olvidados muestra otro paisaje mexicano, uno muy distinto del representado en la época del cine de oro. Ello consiste, según Paz, en “la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad […] lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro, un gran NO que les cierra el paso”. Pero no es una película realista: la noche, el sueño, el deseo y el horror se conjugan con los archivos penales que Buñuel estudió durante su preproducción. Para nutrirse de ese clima, el director se disfrazó y visitó las periferias de la ciudad: miró, escuchó, hizo amistad con la gente. Allí recogió lo que después configuró como espectros corpóreos: el sueño de Pedro, en que se reconcilia con su madre y ella, como regalo, le ofrece un trozo enorme de carne cruda; la muerte del Jaibo, que muestra su rostro agonizante y la sobreimpresión de un perro que camina hacia nosotros. Octavio Paz dijo, con razón, que “el valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda”.

Antes de la premiación en Cannes, la película duró sólo cuatro días en cartelera. Desde el rodaje, Buñuel advirtió que su equipo técnico se mostraba hostil a la historia: la peluquera, por ejemplo, renunció diciendo que ninguna madre mexicana podría ser tan cruel como la de Pedro. Buñuel buscaba una crítica rotunda de la ilusión de la modernidad y del progreso. Esto, en tiempos de Miguel Alemán Valdés, significaba una osadía admirable.

Él

Él, de 1952, puede pensarse como el rostro inverso de Los olvidados: ya no hay niños miserables matándose entre sí, sino un católico adinerado víctima de su propia psique. Francisco Galván es un paranoico invadido de celos. El objeto de su obsesión -¿de su amor?- es Gloria, prometida de un amigo de Francisco que rompe su compromiso para quedarse con el protagonista. Una vez casados, su vida se convierte en un infierno: él, delirante, la tortura como un sádico. Ella acude a su propia madre y al padre Velasco, confesor de Francisco, pero ninguno le cree. Una vez que él intenta atacarla con un hijo y una aguja –se dice que para coserle la vagina-, Gloria huye. Francisco, vuelto loco, la persigue y cree verla entrar en la iglesia donde se conocieron. Una vez dentro, alucina a todos los asistentes y al padre Velasco restregándole una burla cruel. En un episodio de cólera, Francisco ataca al sacerdote. Se interna después en un monasterio donde lleva una vida aparentemente apacible. No obstante, el último plano nos muestra que esa locura aún vive allí, en él.

Buñuel, que veía en esa película una de sus favoritas, escribió que “los paranoicos son como los poetas. Nacen así”. Hay algo de La edad de oro en Él: la subversión moral, la explosión de la locura. En este caso, Buñuel también sufrió un estreno desafortunado. El primer día de proyección se quedó con Óscar Dancigers, el productor, afuera de la sala. Dancigers entró a echar un vistazo y volvió después: “¡se ríen!”, dijo, y Buñuel entró para comprobar la carcajada del público. Era real. Pero hubo un consuelo: Jacques Lacan, rotundo renovador de Freud, vio la cinta en París. Lacan, que realizó un trabajo revolucionario sobre la psicosis paranoica, acudió a Buñuel para hablarle de la película. Allí, en términos de delirio, había cierta verdad.

Buñuel sostuvo una relación compleja con México. En sus memorias, apunta que uno de nuestros problemas es “un nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad”. Buñuel asistió nervioso al espectáculo de una ciudad cuyos habitantes, o muchos de ellos, iban siempre armados. Curiosamente, Buñuel se sentía en ese punto muy mexicano: le encantaban las armas. De la política en México, Buñuel mencionó que este parece un país inclinado al fascismo: la omnipotencia del presidente, como una corrupción endémica, hacen de México una especie de “dictadura democrática”. Pero más allá de su demoledora honestidad, Buñuel supo ver en este un país con “un sentido de la amistad y la hospitalidad que han hecho de México, desde la guerra de España (nuestro homenaje al gran Lázaro Cárdenas) hasta el golpe de Estado de Pinochet en Chile, una tierra de asilo seguro.” Buñuel murió aquí.

Actualmente

Para la redacción de este artículo decidí fotografiar dos de las locaciones clave en Él: el interior de la capilla de San Diego, donde Francisco conoce a Gloria y finalmente pierde la razón, y el jardín del Museo Nacional de las Intervenciones, que hace del monasterio donde se recluye al final de la película. Entre todos, Él siempre ha sido mi trabajo favorito de Luis Buñuel. Hay algo en Francisco Galván que me conmueve profundamente.

Por aquí debe estar la butaca donde pierde la razón.

Fotografía por Armando Navarro.

Y aquí el lugar en que ataca al padre Velasco.

Fotografía por Armando Navarro.

Fotografía por Armando Navarro.

Este es el pasillo en que, en el último plano de la cinta, Francisco camina en zigzag. No pude evitar hacer lo propio.

Fotografía por Armando Navarro.

Mientras tomaba las fotos, pensé en el precioso cierre de Mi último suspiro.

Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba.

Han pasado varias décadas desde el estreno de Él. Buñuel vio y atacó el efecto del fascismo desde que tomó la pluma o corrió la cámara. Hoy, frente a los desastres del mundo que habitamos, valdría la pena visitar su tumba, esto es, leer otra vez la potencia y la belleza ofensiva de sus imágenes.

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