Gabriel García Márquez, el encontronazo entre la guayaba y el chile

CIUDAD DE MÉXICO, México, abr. 17-2014.- A través de un comunicado, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), y a nombre de su titular, Rafael Tovar y de Teresa, expresó el pésame a la familia por “la pérdida de uno de los escritores más importantes en la historia de la literatura”.

 

El escritor Gabriel García Márquez, nació en Aracataca, Colombia, el 6 de marzo, 1927; falleció la tarde de este jueves 17 de abril en su casa de la Ciudad de México.

 

El documento refiere que Gabriel deja querencias y amores, que vivirán eternamente, así como fulgores y oscuridades en los ámbitos a los que se dedicó en cuerpo y alma como la literatura, el periodismo y el cine. Sus lectores pueden regocijarse, porque a través de su obra seguirán teniendo al Gabo, lo han tenido siempre.

 

El buen-mal humor de Gabriel García Márquez fue siempre legendario. Podía lanzar diatribas amargas contra algún periodista que tratara de sortear su consigna de no conceder entrevistas, y segundos después sonreír y sacarle la lengua en son de tregua.

 

Aquella personalidad tenía mucho de sus raíces, de su contacto con una familia tan extraña, fantástica y arquetípica como los personajes de sus libros.

 

Durante su adolescencia, como todo joven ajeno a la era de la televisión, Gabriel se refugió en los libros de aventuras como “Viaje al centro de la tierra”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, pero sobre todo en los universos de Emilio Salgari a quien reconoció muchas veces como su primer amigo cálido e incondicional en su etapa de estudiante.

 

Años después, ya instalado en la ciudad de Bogotá para convertirse en abogado, afirmaría: “Los internados grises parecen perseguirme”. Nuevamente la literatura los salvaría del tedio, más esta vez la de hechura propia.

 

En las tabernas cercanas a la facultad conocería a jóvenes poetas, artistas, bohemios e idealistas. Álvaro Mutis, Plinio Apuleyo y Camilo Torres, lo animarían a darle cauce a esos cuentos a los que todas las noches dedicaba un par de horas. Sería en el periódico “El Espectador” donde por primera vez vería la luz una serie de relatos firmados con su nombre.

 

Irónicamente sus primeros escritos serían confiscados y quemados por la policía tras inspeccionar la pensión de estudiante donde vivía. Sin embargo se salvaron los borradores de algunos relatos y el esbozo de una novela a la que en principio tituló La casa y que años más tarde sería conocida como La Hojarasca.

 

MUJERES

 

Gabriel confesó a menudo sentirse siempre más cómodo con la compañía femenina. Las mujeres son más sabias, decía, más profundas, honestas y detallistas. Además huelen mejor, son compasivas por naturaleza y cuando están enojadas pueden transformarse en el enemigo más bello y formidable.

 

Sus amigos decían que Gabriel nunca marcó diferencias entre una prostituta o una princesa, porque a ambas las trataba como reinas. Con el grupo de Barranquilla solía visitar un prostíbulo al que llamaban La casa de la Negra Eufemia, donde previo al proceso de escoger muchacha, se organizaban animados bailes en un patio repleto de árboles de tamarindo que hacían más discreta la entrada a las pequeñas cabañas.

 

Pero a la par de su fama de pispireto, los amigos más cercanos de Gabriel lo tacharon siempre de comulgar en el bando feminista. Cuando el tema salía a flote en alguna reunión afirmaba estar convencido de que son las mujeres las que sostienen el mundo. “Mientras los hombres lo desordenamos con nuestra brutalidad histórica son ellas las que siempre ponen el orden”.

 

Su relación con Mercedes Barcha, la Gaba, tuvo muchos de esos elementos que el ensalzaba en las sobremesas. Algunas vez escribió “La relación con mi mujer me ha convencido de que el machismo en realidad forma parte de una sociedad matriarcal, en la que el hombre es el rey absoluto de su casa, pero en la que gobierna su mujer”.

 

MÉXICO

 

La llegada del escritor a la tierra del tequila a finales de la década de los cincuenta fue descrito por él mismo, con un sentido del humor muy colombiano, como “el encontronazo entre la guayaba y el chile para dar paso a un nuevo sabor“. Nuestro país fue fundamental en la vida del Gabo “Sin los recuerdos que me inspiró México nunca podría haber escrito Cien años de soledad, confesó en varias ocasiones a sus amigos más cercanos.

 

El poeta y escritor Álvaro Mutis se convirtió en su guía en tierras mexicanas cuando él y Mercedes llegaron con el pequeño Rodrigo de tres años y los alojó en el edificio  Bonampak de la calle de Mérida, en la colonia Roma y después en  Renán 21 en la colonia Anzures, el cual estaba amueblado solamente con un colchón doble en el suelo, una mesa, un par de sillas y  un moisés para el pequeño Rodrigo. Al cabo de tres años nacería en México su hijo Gonzalo.

 

Su primer contacto con la literatura mexicana fue gracias a dos libros que una tarde le trajo Álvaro Mutis llamados Pedro Páramo y El llano en llamas. “Tienes que leerlos para que aprendas como se debe escribir”, le dijo su amigo, sin saber el impacto que ocasionaría en Gabriel, quien quedó pasmado con la riqueza de estilo de Juan Rulfo.

 

Un día, Álvaro Mutis,  pasó por él a bordo de un viejo Ford rojo y le dijo que lo iba a llevar de viaje a un paraíso mexicano llamado Veracruz, que se asemejaba mucho a su tierra natal. El escritor se enamoró a primera vista de aquel lugar y decidió al poco tiempo instalarse con su familia en esa cálida región.

 

Cierta mañana, a bordo de un autobús, mirando los soleados paisajes de tierras jarochas, tuvo la visión de su tierra natal, y más aún, de una historia épica, arquetípica y fantástica desarrollada en el contexto latinoamericano como testimonio de su complejidad, riqueza y diversidad de culturas. Gabriel comenzó a escribir Cien años de soledad.

 

Se apartó  por completo de las reuniones sociales y de intelectuales. Se cuenta que durante el proceso de creación de Cien años de soledad sufrió de fuertes dolores de cabeza que no lo dejaban en paz hasta que la concluyó.

 

Tiempo después confesaría: “Me sentía poseído, como si mi cuerpo entero y mi alma estuvieran colonizados por la novela“.

 

Sus hijos Rodrigo y Gonzalo se acercaban al estudio de su padre sólo a la hora del almuerzo o cuando Gabriel interrumpía el libro para llevarlos al parque para despejar la cabeza. Pero ni así podía apartarse de la trama de la legendaria familia que habitaba en Macondo. Llegó al punto de sufrir en carne propia la muerte del personaje de Aureliano Buendía

 

Esa tarde subió al cuarto del dormitorio donde Mercedes dormía y le comunicó la muerte del coronel, su abuelo Don Nicolás Márquez. Se acostó a su lado y estuvo llorando dos horas. Cuando a mediados de 1966 finalizó Cien años de soledad, se confesó desconcertado, desnudo, se preguntaba en voz alta que iba a hacer en adelante.

 

Con la partida de García Márquez se va también una de las principales voces que predijeron la omnipresencia de la cultura latinoamericana en todo el orbe.

 

“El espíritu joven de América Latina late en mi alma como el corazón de un cancerbero”, afirmaría en una ocasión, comparando ese ímpetu con lo polvoso, herrumbrado y decadente de muchos perfiles del viejo continente, que en su opinión, tenía mucho que aprender de la sangre nueva de los latinos e inevitablemente legarles la estafeta como los futuros regidores del orden mundial, visión que conservó hasta sus últimos días y que expresó claramente durante su ya célebre discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura.

 

 

 

 

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