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HISTORIA

Mi Madre: ama de casa y heroína. Crónica de una familia que vivió de cerca la matanza del 2 de octubre

Muchas son las historias y testimonios surgidos tras la masacre estudiantil que tuvo lugar en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968.

Entre todo este mar de anécdotas está la que vivió Lorena Arrambide, quien entonces sólo tenía sólo 6 años y vivió este evento desde el edificio Sonora, del Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco.

Este es su relato:

Recordando el 2 de Octubre del 68, por Lorena Arrambide

“Mi madre Laura Diaz estaba seriamente entusiasmada ante el prospecto de poder asistir al mitin en la Plaza de las Tres Culturas en Ciudad Tlatelolco. En días recientes, el movimiento estudiantil se había vuelto tan popular, que todo mundo, incluyendo amas de casa como mi mamá, querían ser parte de él. Por fortuna, como todos los miércoles por la mañana era día de mercado y después de una limpieza intensiva en la cocina, mi mamá estaba tan exhausta que mejor decidió descansar y olvidarse de participar en tan socorrido evento.

Nuestro edificio -El ‘Sonora’- era una de las estructuras de tamaño mediano en la Tercera Unidad de ese conjunto habitacional. Hecho de ladrillo rojo, estaba ubicado perpendicularmente en el costado trasero del edificio Chihuahua, por lo que mi madre permaneció optimista en poder oír a los líderes arengando a las masas desde la comodidad de nuestra [casa].

Esa tarde del 2 de Octubre esperábamos el regreso de mi padre, que en esos tiempos trabajaba en Aeromexico y que regresaría de uno de sus tantos viajes. Mi mamá nos encargó a mis hermanas Laura Mónica, Roxana y a mí que fuésemos a la carnicería, ubicada en el edificio Tamaulipas, a comprar comida para mi padre. Ahora que lo pienso, no había que cruzar calles para llegar, pues todo el complejo de edificios en la 3ra sección estaba unido por parques y senderos, y la mayoría de los comercios se encontraba en la planta baja de los edificios.

Si había tensión en el aire, definitivamente no lo noté, pues tan sólo tenía 6 años y mis hermanas, uno y dos años mayores que yo, tampoco notaron nada. Lo que nos alertó de que el conflicto venía en camino fue una señora que desesperada iba de tienda en tienda gritando ‘ahí vienen los granaderos’. Ni mis hermanas ni yo sabíamos qué era un granadero, pero la urgencia con la que fue transmitido el mensaje bastó y sobró para que pusiéramos pies en polvorosa y olvidáramos la compra. Le informamos de la situación a mamá, y ella decidió que nos quedaríamos en casa esperando a papá, sin siquiera imaginar la violencia que se desataría pocos minutos después.

Una querida tía, que también vivía en Tlatelolco, obtuvo mejor información que nosotros sobre lo que estaba ocurriendo (quizá miró por la ventana y observó la ola de tanques y vehículos militares sitiando la tercera unidad) y logró evacuar a toda su familia antes de que todo iniciase.

El tiroteo comenzó poco después de que regresamos de la carnicería. Era un tronido tan fuerte que de pronto saturó el aire con olor a guerra.

Todo lo que ocurrió en las siguientes horas son para mi viñetas llenas de confusión, miedo e incredulidad, una serie de cuadros donde mi madre se volvió protagonista y héroe. Al comenzar el tiroteo la gente buscó refugio en los edificios aledaños a la manifestación. Los obvios fueron el Chihuahua y otros dos edificios más ubicados a un costado de la Plaza de las 3 Culturas. Mucha gente se rehusó a abrir sus puertas a los manifestantes, porque según uno de ellos, los soldados estaban entrando a los departamentos y abrían fuego ante la mas ligera sospecha de que alguien habían participado en el evento y de paso se cargaban a las familias que los acogían.

Nuestro edificio, a discreta distancia de la plaza, tuvo la suerte de no ser blanco de estas brutales invasiones. Si los soldados hubieran entrado a mi edificio mi familia no hubiera sobrevivido: mi madre le dio refugio a todo aquel que lo pidió. Había de todo un poco: Una señora que lloraba de dolor en una silla de nuestro comedor pues tenía vidrios incrustados en la espalda, producto de una bomba molotov; una sirvienta, que preocupada tomaba de la mano a los dos pequeños hijos de su patrona. Con las lineas telefónicas suspendidas en toda la zona era imposible comunicarle a nuestros familiares que estábamos a salvo.

Recuerdo la casa llena de jóvenes desesperados por destruir toda evidencia de su participación en el mitin. En grandes ollas de agua hirviendo mi madre les ayudaba a disolver la propaganda, para después, y sin mucha ceremonia, ser arrojada a la taza de baño. Credenciales universitarias fueron escondidas diligentemente. También recuerdo a alguien recriminando a mi madre sobre porqué había permitido la entrada a tanto prófugo. Mi madre contestó: ‘son tan solo estudiantes, y podrían haber sido mis hijos. Si algún día mis hijos estuvieran en esta situación, yo desearía que alguien les ayudara de igual manera’.

Durante todo este tiempo mi madre nos instaló a mis hermanas y a mi en el pasillo viendo la televisión. Teníamos prohibido entrar a las habitaciones, ya que al parecer, soldados estaban disparando a las ventanas de los edificios. Esos ataques a las ventanas fue real, ya que hubo agujeros de bala en los ladrillos del 5o piso, aunque ningún cristal de nuestro departamento sucumbió a la balacera.

Después de un rato de serias explosiones, gritos de dolor e intenso tiroteo, vino un silencio sepulcral: se había establecido una tregua. Mi madre aprovechó para enviar a casa a los jóvenes: los proveyó de bolsas del mercado para que simularan ir de compras y que no aparentaran ser estudiantes, pues serlo, dada la situación, era casi como ser criminal. Dias después de la matanza, los estudiantes a quién mi madre dio refugio, regresaron para agradecerle su ayuda.

Mi padre regresó a casa durante la tregua. Al llegar sacó su micrófono y grabó por cerca de 30 minutos la balacera que se desató una vez que se reanudaron las hostilidades. No se quiso arriesgar a sacarnos a la calle esa noche para escapar de Tlatelolco. No fue sino hasta el día siguiente que nos dirigimos al estacionamiento y al pasar por la Plaza de las Tres Culturas vimos imágenes que jamás olvidaríamos: el suelo lleno de cal donde habían estado cuerpos; cientos de veladoras cubriendo el suelo en memoria de las víctimas y la presencia amenazante de tanques y armamento mancillando la histórica plaza.

Es difícil para una niña de 6 años de edad comprender el por qué de toda esta violencia. En un país que ha vivido tantos años en un ambiente de paz, el 2 de Octubre de 1968 fue una probada para recordarnos cuan frágil es esta paz y la importancia de cuidarla y atesorarla”.