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El día que las mexicanas tomaron las urnas

Voto de la mujer en México (1955): Historia de este logro democrático en nuestro país.

El 3 de julio de 1955 estaba lejos de ser un domingo cualquiera en México. Era uno de esos días en que a la historia le corre prisa y a las conciencias les brota el arrojo. En todo el país, había un espíritu festivo, inédito, renovado…

Por primera vez, las mujeres tendrían voz y voto en unas elecciones federales; dejarían de ser ciudadanas con derechos restringidos o personas de segunda clase, como dirían quienes no gustan de eufemismos.

Las casillas electorales, en las que se definiría la composición de la Cámara de Diputados para la XLIII Legislatura, mostraban una afluencia inusitada a lo largo de toda la República. María Luisa, Mélida y Augusta se habían arreglado desde muy temprano y a eso de la media mañana hacían fila en Pedregal 72, al sur de la capital del país, en el entonces Distrito Federal. Ana, Francisca y cientos de mujeres más hacían lo propio en Tulyehualco, allá por Xochimilco, en una casilla instalada junto a una vivienda de piedra; mientras en el distrito 18, en San Ángel, varias religiosas, con sus hábitos bien planchados, depositaban su voto en la urna. Había que rezar, sí, pero la democracia no se construye con rosarios.

Estas estampas se replicaron en el norte, centro y sur del país. Así, en tropel, millones de mexicanas que tenían “un modo honesto de vivir”, con 18 años cumplidos si eran casadas o a partir de los 21 años para el caso de las solteras, acudieron a su cita con la historia.

Las nuevas electoras, algunas con sus hijos en brazos o prendidos de sus faldas, otras acompañadas por sus esposos, en grupos de amigas y familiares, o en un solitario acto de conciencia, lograron la participación ciudadana más copiosa y entusiasta que hasta entonces se hubiese registrado, si bien no exenta de acusaciones de fraude por parte de la oposición. Además, prácticamente todos los partidos políticos tenían mujeres en sus candidaturas a las curules. Era el gran desfile de mujeres en plena metamorfosis ciudadana.

Tres años después de que Adolfo Ruiz Cortines lo prometiera en su campaña por la presidencia, aquel día de mediados de 1955, en cada urna se escribió el nuevo capítulo de un México más justo, más igualitario y más comprometido con la modernidad, aunque, en honor a la verdad, la conquista nacional llevaba una considerable demora desde la perspectiva global.

En gran parte del mundo, el voto femenino ya era un logro consolidado. Tenía alrededor de medio siglo de ser ejercido en países como Nueva Zelanda (desde 1893), en Australia (1902) y en Finlandia (1906). En las dos primeras décadas del siglo, se habían sumado el Reino Unido, Estados Unidos, la Unión Soviética, Alemania, Polonia y Suecia, entre otras naciones que se subieron a las primeras olas de la equidad sufragista. Y aunque varios de estos Estados se reservaron algunas limitantes de edad, raza, nivel educativo o requisitos de propiedad, su liderazgo en materia de equidad en derechos políticos sería incuestionable.

En América Latina, Ecuador abrió la brecha en la región desde 1929 al integrar formalmente a sus leyes este derecho electoral de la mujer.

Matilde Hidalgo, ecuatoriana y la primera mujer en América Latina que vota en una elección nacional. (Foto: De Colegio Nacional de Artes Plásticas “Dra. Matilde Hidalgo de Procel”. Machala – El Oro – Ecuador – http://colmati.krauserwin.info/web/wueb-matilde-43_4.JPG, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=17510445)

Para mediados del siglo XX, concretamente en 1952, la Organización de las Naciones Unidas había manifestado que ningún país podía considerarse democrático si más de la mitad de su población carecía de una ciudadanía plena.

Pero si bien es verdad que cuando México dio el gran paso, la lucha en el contexto internacional había avanzado un largo tramo; también es cierto que los movimientos feministas en nuestro país llevaban tiempo apuntalando la causa. Testimonio de ello dio desde 1884 Laureana Wright en su revolucionaria revista Violetas del Anáhuac, donde se promovía la necesidad de garantizar la participación política de las mujeres.

(Imagen: “Violetas del Anáhuac”. (1888). Imprenta de Aguilar e Hijos. Recuperado de https://repositorio.unam.mx/932270)

Durante el periodo revolucionario, principalmente a través de los clubes antirreeleccionistas, las mujeres continuaron con la reivindicación de su derecho a participar en la vida pública y política de la nación.

En 1916, en Yucatán, el gobernador Salvador Alvarado, aliado de Venustiano Carranza, alentó dos congresos feministas cruciales en los que se discutió la integración de la mujer al progreso de México, su potencial liderazgo social y su derecho a votar y ser votadas. Fue ahí donde Hermila Galindo se atrevió a hablar de igualdad de derechos entre hombres y mujeres, incluidos los que tienen que ver con política y sexualidad.

Hermila Galindo. (Foto: Archivo de Rosario Galindo Topete – https://docplayer.es/43485167-Hermila-galindo-sol-de-libertad.html, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=104436036)

En 1922, el gobernador en turno de esa entidad, Felipe Carrillo Puerto, inspirado en la lucha feminista de su hermana Elvia, la “monja roja del Mayab”, envió una iniciativa al Congreso local que hizo pasar de quimera a realidad el derecho de las mujeres a elegir a sus gobernantes y representantes. Pero tuvieron que pasar tres décadas para que ese derecho fuera reconocido a nivel federal.

Tarde o temprano, la gran mayoría de mujeres mexicanas, asumiendo un solo nombre: “ciudadanas” y un nuevo apellido: “demócratas”, había tumbado parte de los muros del sistema machista y había dado un buen arañazo a la absurda concepción del sexo débil.

Elvia Carrillo Puerto. (Foto: De Desconocido – Archivo familiar. Fotografía de 1901., Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=15471834)

Al día siguiente de la jornada trascendental de 1955, la mañana del 4 de julio, las hembras políticas habían acaparado las primeras planas de los principales diarios del país. Las ediciones de ese día trascendieron el convencional protagonismo femenino limitado a las secciones de sociales o de espectáculos: la “amable reunión para agasajar a la señora Tamara”, el “aristocrático matrimonio” de la señorita Laura Casablanca, el “magnífico té de la Cruz Roja” organizado por doña Libia Zapata de Hinojosa o la despedida de soltera de Atala V. Ruvalcaba.

Era la toma de un territorio que, por más de un siglo, estuvo vedado para ellas, como lo estaban las cantinas o los tinacales, por aquello de que el pulque podía “cortarse”. Ciertamente no era un triunfo absoluto. Para las mujeres en México, la simple aspiración a ser personas en plenitud todavía era un desafío. La ley les daba la oportunidad de divorciarse, pero la sociedad se los reprochaba de por vida; los pantalones todavía eran mal vistos en el cuerpo femenino y aún no era tiempo de hablar de trabajo remunerado o de realización profesional.

Sí, faltaba mucho para que todas ellas pudieran disponer de sus propiedades o salir a las calles sin el permiso de sus maridos, para participar en causas que salieran de los márgenes de la tertulia social, la beneficencia o el voluntariado o para opinar de política sin que fuera un acto desafortunado por el hecho de que las mujeres no entendían esos temas. Faltaban casi cinco lustros para tener una gobernadora en México y casi dos décadas para que la igualdad jurídica entre hombres y mujeres fuera consagrada en el artículo cuarto de la Constitución (1974).

Sí, aún faltaba mucho y sigue faltando un larguísimo trayecto, con escalas jurídicas, sociales y de seguridad. Falta llenar más espacios de la vida pública, falta que más mujeres lleguen a cargos públicos por vía directa, sin necesidad de cuotas de género. Falta vencer los usos y costumbres que las intimidan, combatir la violencia política y garantizar plenamente sus derechos a la vida, a la educación, a la salud, al trabajo con salario equitativo, al desarrollo y a la sexualidad libre y plena.

Falta salvar a las 11 mujeres que son asesinadas cada día, falta tipificar como feminicidio los casos que así lo reclamen y falta acabar con la peor de las violencias que han padecido y siguen padeciendo: la impunidad. Además de votar y ser votadas, falta que las mujeres puedan salir a las calles sin temor y que no sean violentadas en circunstancia alguna.

Sí, queda aún un trecho largo, pero es innegable que aquella fiesta de julio de 1955 ha sido una de las más jubilosas zancadas hacia la equidad y la justicia de género en México.

María Luisa, Mélida, Augusta, Ana, Francisca y las más de tres millones y medio de mujeres que salieron a votar cumplieron una misión trascendental. Ese día, después de la ocupación de las urnas pudieron haber ido, con todo y su conciencia rebosada, a disfrutar El tren expreso, “la historia de dos almas perdidas en un mundo de maldad y de farsa”, que se exhibía en el Palacio Chino, o ver a Lilia Prado y a Pedro Infante en La vida no vale nada, en su segunda semana de éxito en El Nacional, o quizá el mano a mano de Tin Tan y Palillo, con el toque musical de María Conesa y el Charro Avitia, que se anunciaba en el Follies al dos por uno.

El día podría terminar como ellas quisieran. Las ciudadanas habían empezado bien y habían reclamado, con su terca y valiente feminidad, su legítimo lugar en un país que había iniciado su despegue económico y estaba a punto de conocer a Pedro Páramo.

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