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2018: Odisea del espacio-tiempo – Hawking, Kubrick y por qué dejamos de explorar el cosmos

¿Por qué no exploramos el espacio? Las obras de Stephen Hawking y Stanley Kubrick buscan despertar entusiasmo por la ciencia en los millennials.

¿Cuándo fue la última vez que saliste de noche para ver las estrellas? Si vives en una ciudad tan grande como la capital mexicana, tal vez tengas que pensar un rato en tu respuesta. Sabemos que están allá arriba, pero los efectos de la contaminación nos han privado en gran parte del placer de ver este espectáculo montado en la bóveda nocturna. Encima de esto, la contaminación también nos impide participar en una de las maravillas del cosmos: la contemplación del pasado.

Más allá del atractivo de un cielo estrellado, dicha actividad también es una forma de viajar en el tiempo. ¿Por qué? Es muy simple. Porque la luz de las estrellas que podemos ver con nuestros propios ojos desde la Tierra es luz que fue emitida hace cientos, miles o incluso millones de años.

Un momento, ¿millones de años? ¿Pero cómo es eso posible si la luz no envejece? No, la luz simplemente se desplaza por el universo a una velocidad constante, pero lo hace tan rápido que requerimos de una dimensión adicional para poder medirla con algo de precisión.

Las antiguas nociones de tiempo absoluto y espacio absoluto no nos sirven para algo tan vasto, misterioso y magnífico como el universo. Es por eso que la astrofísica recurre a la cuarta dimensión, el tiempo, como complemento de la tres dimensiones del espacio que ya conocemos para generar un espacio tetradimensional: el espacio-tiempo. Carl Sagan lo explica de una manera muy elegante en el video de abajo.

…TODO ES RELATIVO

Pasemos al día. Como bien nos enseñaron en la escuela (o eso espero), el Sol es la estrella más cercana a nuestro planeta. Tan cercana, de hecho, que su luz puede llegar aquí en tan solo 8 minutos. Eso es todo lo que necesita para cubrir una distancia de 149.6 millones de kilómetros. Échale un ojo a tu ventana o sal al jardín. La luz que te permite ver los brillantes colores de los árboles o el rojo de tu coche tiene 8 minutos “de edad”.

¿Pero qué podemos decir de las otras estrellas en el cielo que parecen de adorno? Sabemos que nuestra vecina más cercana es Alfa Centauri, una estrella un poco más grande y vieja que el Sol (de hecho, cuenta con dos hermanas, pero no nos vamos a meter en ese drama familiar). Claro, decir que Alfa Centauri es nuestra vecina más cercana es muy relativo. Es decir, si nosotros fuéramos capaces de viajar a la velocidad de la luz, llegar al Sol nos tomaría ocho minutos; pero digamos que quieres planear unas vacaciones en el sistema de Alfa Centauri. No suena mal pero no te apures porque para llegar hasta allá te tomaría 4.37 años, con todo y velocidad luz.

Por si fuera poco, existe un problema adicional. De acuerdo a la teoría general de la relatividad de Einstein, no hay cuerpo en el universo capaz de moverse a la velocidad de la luz, ya ni se diga superarla (aunque sí puedes acercarte considerablemente, teniendo un acelerador de partículas a la mano).

Por eso la comunidad de físicos mira con aburrimiento estas noticias de último minuto sobre avistamientos de OVNIs. Para que una forma de vida inteligente pueda ser capaz de llegar a nuestro solitario planeta, tendría que emprender viajes interestelares de cientos o miles de años, asumiendo que sus naves son capaces de viajar a una velocidad cercana a la luz y sin hacer escalas.

Por lo tanto, la noción de que algún día, como raza humana, podamos escapar de este planeta -al cual hemos condenado a una destrucción temprana- con el fin de colonizar otros planetas, parece absurda. Vecinos de nuestro sistema solar como Venus, Marte o Júpiter son incapaces de albergar vida, por lo que debemos apuntar nuestras ambiciones hacia las profundidades de la Vía Láctea.

Pero eso no ha impedido que los seres humanos emprendan misiones que excedan los medios de producción en su haber o que desafíen las convenciones de la razón. Después de todo, cuando los estadounidenses y los soviéticos se dispusieron a poner un hombre en la Luna en la década de los 60, quién iba a pensar que alguien lo iba a lograr, apenas 24 años después de la guerra más destructiva de la historia.

Desafortunadamente, en el siglo XXI somos testigos de ciertas tendencias peculiares en una sociedad mimada por la ignorancia. En casos extremos, hay sectores de la opinión pública que cuestionan logros científicos que van desde el aterrizaje en la Luna (en una encuesta de 1994, 9% de jóvenes afirmaban que el alunizaje del Apolo 11 fue montado, en contraste a una encuesta de 2009, donde el 25% de una nueva generación de jóvenes opinaba lo mismo) a conocimiento que data de los griegos antiguos como la forma que tiene la Tierra (adeptos de la Sociedad de la Tierra Plana aseguran que nuestro planeta tiene la forma de un disco… rodeado de muros de hielo; es difícil saber si se trata del sarcasmo de trolls de internet o si lo dicen en serio).

Pero todavía más alarmante que estos ruidos en los márgenes son la creciente desconfianza popular en la opinión científica, el poco entusiasmo de la clase política por invertir en las disciplinas académicas de la CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) y nuestro extraño abandono del espíritu explorador de la condición humana.

Con respecto a éste último factor, vale la pena preguntarse, ¿qué fue de aquel espíritu de nuestros antepasados, ansioso por cruzar fronteras, descubrir nuevas tierras y conquistar horizontes? Hoy parece que la sociedad está más empedernida en explorar mundos virtuales que los mundos del cosmos, pero de vez en cuando ocurren breves despertares entre la generación millennial de aquella curiosidad por el universo que solo puede ser satisfecha por la ciencia.

Y por si alguien andaba con el pendiente, NO, la Tierra no es un disco plano. El universo, por medio de la gravedad, favorece a la figura redonda. Incluso el origen del universo es curvo, según nos explica el profesor Hawking:

BREVE HISTORIA DEL TIEMPO, ABREVIADA

En el primer capítulo de su Breve historia del tiempo, Stephen Hawking cuenta la historia de un científico que dio una conferencia pública sobre temas astronómicos. Al terminar su ponencia sobre cómo la Tierra gira alrededor del Sol y éste, a su vez, gira alrededor del centro de una galaxia con millones de estrellas, una anciana se levantó de su asiento para regañarlo:

Lo que nos está diciendo son pamplinas. El mundo en realidad es plano, apoyado sobre el caparazón de una tortuga.

El científico le ofreció una sonrisa y le preguntó: “¿Sobre qué está parada la tortuga?”. “Muy astuto, jovencito, muy astuto,” dijo la señora. “Pero son tortugas hasta el fondo.”

El 1ro de abril de 1988, Hawking publicó su primer libro, Breve historia del tiempo, un éxito de ventas y una de las obras cumbre en lo relativo a la divulgación científica. Tras la muerte de Hawking el 14 de marzo de este año, mucho se escribió sobre su vida, su enfermedad, su participación en películas y series de entretenimiento, y la cinta biográfica inspirada en todo eso. Pero en realidad, poco se dijo sobre su contribución específica como divulgador de la astrofísica y menos aún sobre su trabajo académico y científico (este artículo de la BBC lo resume adecuadamente).

(¿Si fue tan brillante por qué nunca ganó el premio Nobel de física? El astrofísico José Franco responde esta pregunta en Es la hora de opinar, minuto 9:50)

Pero más allá de los descubrimientos y las teorías, queremos entender lo que realmente implica su trabajo para la comprensión de nuestra existencia. En torno a toda esta discusión, mucha gente se pregunta: ¿De qué me sirve entender la composición de una estrella colapsada transformada en agujero negro? ¿Cómo me puede ser útil saber datos como la edad del planeta o que el universo se expande? ¿Cuál es la ganancia de entender cómo se aplica la segunda ley de la termodinámica a la concepción del tiempo?

En una sociedad sumergida en el materialismo, estas preguntas son legítimas. Pareciera que saber de teorías como la curvatura del origen del universo apenas puede servir para impresionar a tus amigos en una fiesta pero poco puede influir sobre tus expectativas salariales (a menos, claro, de que te dediques a la astrofísica o a un campo relacionado). ¿Pero qué pensarías si te dijera que conocer y entender los secretos del cosmos nos pueden abrir las puertas a un despertar espiritual?

Tener conciencia de nuestro origen y nuestro humilde lugar en la estructura del universo nos brinda un marco de referencia importante. Nos damos cuenta de que no somos más que polvo estelar, una mera chispa perdida en la métrica del espacio-tiempo, una mancha azul escondida entre una de las millones de galaxias en el cosmos. Todas las guerras, todos las asesinatos, todos los generales y los presidentes, todas las luchas por el poder, todos los grandes eventos de la historia reducidos a un abrir y cerrar de ojos en la existencia del universo.

Pero no creas que el discurso de la cosmología simplemente retrata a la raza humana como un insignificante accidente en la desorganización entrópica del universo. Hawking nos ilustra sobre los auténticos efectos de la cosmología al señalar que, a lo largo de los 13.8 mil millones de años que ha existido el universo, nunca había surgido un organismo con la inteligencia suficiente para interrogarse ¿de dónde soy? ¿qué es la vida? ¿cómo se originó todo esto que nos rodea?

Piensa en eso. Tuvieron que pasar 13.8 mil millones de años para que por fin pudiera aparecer alguien en un diminuto rincón del universo y se preguntara… ¿y todo esto para qué?

Stephen Hawking y su ex-esposa Jane Hawking en 1989 (AP Photo/Lionel Cironneau)

Desde que existe la comunicación entre las personas, hemos intentado explicar los orígenes de la raza humana, del mundo y del cosmos. Y desde que se tiene memoria, hemos observado las estrellas para guiar, primero nuestra imaginación, luego nuestros instrumentos, como el telescopio, el satélite o la sonda espacial. ¿Qué pensarían las civilizaciones antiguas de nuestra cercanía actual con sus dioses?

Hawking nos recuerda que el objetivo primordial de la física consiste en dar una respuesta a estas preguntas elementales. Al poder plantear una teoría del todo, capaz de explicar y predecir todos los fenómenos físicos registrados por la ciencia, las teorías parciales como la relatividad general o la mecánica cuántica -las cuales influyeron enormemente sobre los avances tecnológicos del siglo XX- podrán ser unificadas (dentro de los límites interpuestos por el principio de incertidumbre).

Aunque una teoría del todo podrá ayudarnos a explicar el cómo, muy poco podría hacer para responder una cuestión más filosófica: ¿por qué? En su conclusión, Hawking reflexiona al respecto:

Incluso si hay una posible teoría del todo, solo es un planteamiento de reglas y ecuaciones. ¿Qué es lo que infunde fuego en las ecuaciones y crea un universo para ser descrito por éstas? […] ¿Por qué se molesta el universo en existir?

Por supuesto, no tenemos esperanza de comprender la razón de la existencia del universo sin entender por completo el cómo. La filosofía cósmica tendrá que esperar un poco más en el ámbito de la imaginación mientras nos quebramos la cabeza con modelos matemáticos.

CIENCIA Y NO-FICCIÓN

Seguro en tu infancia alguna vez pensaste que tú eras la única persona real en la vida y todos los demás eran creaciones de tu poderosa imaginación, o ilusiones manipuladas por un dios o un programa de computación. Por supuesto, tú no puedes ser una ilusión porque estás consciente de tí mismo. A ti te consta que estás vivo. Lástima que no puedes decir lo mismo sobre los demás.

No creas que fuiste algún psicópata por pensar así. Es normal que hayas jugado con esta idea en tu niñez. Esta creencia incluso tiene un nombre en el pensamiento filosófico: Solipsismo. Pero con el paso de los años y para fortuna de todos, el cerebro se desarrolla y la persona adulta le deja de dar tanto peso al ego. Nos damos cuenta que el mundo no gira a nuestro alrededor, por así decirlo, y lo mejor que puede hacer uno es compartir el planeta en el marco social y ambiental.

¿Todos nos damos cuenta de eso, no?

Lo mismo podríamos decir sobre la historia de la civilización. Al principio se creía que el universo y la Tierra fueron creados, literalmente, en unos cuantos días, seguido por el hombre en un fin de semana (por mencionar solo una entre las diversas historias de cada religión y cultura). A estas alturas, la raza humana apenas estaba consciente de sí misma y su aparente dominio sobre todas las cosas, por lo que la Tierra, claro, fue colocada al centro del universo, mientras que el Sol y los otros planetas tendrían que girar alrededor del nuestro (creencia que quedó tan arraigada que hoy todavía decimos “salió el sol” o “puesta de sol”).

Tiene sentido, la civilización estaba en su infancia y se puede justificar en eso. Si la teoría geocéntrica le parecía lógica a un genio de su tiempo como Aristóteles, para qué cuestionarlo (¿Aristarco quién?). Y así fue por cientos de años. Por lo menos hasta que la autoridad del conocimiento empezó a ser cuestionada por astrónomos como Nicolás Copérnico, Giordano Bruno y Galileo Galilei.

(De NASA/Apollo 17 crew; taken by either Harrison Schmitt or Ron Evans – Dominio público))

De esta antesala al génesis de la ciencia moderna tenemos que regresar al génesis de la vida inteligente, el amanecer del Hombre, uno de los grandes misterios del cosmos. ¿Cómo fue el desarrollo del razonamiento en la mente humana, aquella característica que nos distingue de los animales? ¿Acaso fue también producto de un proceso evolutivo que tomó millones de años? ¿O tuvo lugar alguna singularidad que detonó el nacimiento de la inteligencia, un Big Bang del intelecto?

En la película 2001: Odisea del espacio, Stanley Kubrick aparentemente nos plantea la teoría del detonante. Los antepasados de los cuales evolucionó el homo superior no eran más que unos primates que recolectaban frutas, se movían en grupos y hacían lo posible por sobrevivir, al igual que cualquier otra especie animal.

Pero digamos que un día, un grupo de primates despierta y son testigos de la manifestación de un fenómeno ajeno a su comprensión. En la visión de Kubrick -basada en la novela del mismo nombre de Arthur C. Clarke- la manifestación adopta la forma de un monolito negro de ángulos precisamente rectos. ¿De qué se puede tratar? La audiencia tiene libertad de interpretación: ¿Una intervención alienígena? ¿Un obsequio de Dios? ¿O una representación visual del principio de incertidumbre de Heisenberg?

Stanley Kubrick (Evening Standard/Getty Images)

El caso es que, con el nuevo don de la inteligencia, la curiosidad del ser humano adopta una nueva dimensión. Si antes se miraba un objeto con curiosidad para averiguar si era seguro para comerse, con la inteligencia, se puede determinar si un objeto puede ser útil. La materia se transforma en herramientas para cultivar o en armas para cazar. Domesticamos y domamos a los animales que nos convienen y exterminamos a nuestros enemigos naturales. Y aprovechamos la fuerza de los elementos para facilitar nuestras vidas.

En 2001, Kubrick da uno de los brincos temporales más fascinantes en la historia del cine, cuando el hueso de un animal da corte a un satélite espacial, secuencia acompañada por “El danubio azul” de Johann Strauss. ¿Por qué? Desde que la película tuvo su estreno en abril de 1968, cada cuadro ha sido analizado y cada escena interpretada hasta el agotamiento. Pero igual se sigue prestando para ello.

El tema del debate puede variar, desde las advertencias sobre la inteligencia artificial, la posibilidad de viajar en el tiempo a través de un wormhole, la necesidad del Hombre de desafiar a Dios por medio de la ciencia y la armonía de la música clásica con la elegancia de la tecnología espacial, un ballet intergaláctico.

Arthur C. Clarke (AP Photo/Files)

Pero a continuación vamos a cerrar esta parte con una observación no tan profunda. Cuando 2001 fue proyectada en cines por primera vez hace 50 años, la misión Apolo 11 todavía estaba a un año de aterrizar en la Luna. La representación de la Tierra que vemos en la cinta es producto de la imaginación del cineasta.

Fotos desde el espacio del planeta en su totalidad y a todo color aún no existían en 1968. Es difícil de creer que la Tierra no tenía una imagen completa de sí misma sino hasta 1972, cuando la tripulación del Apolo 17, en su trayecto a la Luna, tomó la foto de “la canica azul”, una de las imágenes más reproducidas en la historia (ver foto arriba). Hoy, el mundo no solo tiene conciencia de su lugar en el universo, también puede admirarse en el contexto apropiado.

Desde el punto de referencia de la sociedad de los 60, uno podría creer que para el año 2001 ya tendríamos asentamientos en la Luna y naves espaciales capaces de ser piloteadas hasta Júpiter. Y en aquel entonces se tenía la impresión de marchar al paso adecuado para llegar a esas metas. Entre 1969 y 1972, las misiones Apolo de la NASA aterrizaron en la Luna no una, ni dos, sino seis veces. Una misión a Marte ya estaba siendo contemplada.

Pero al final de ese periodo pasó algo muy típico del comportamiento humano. Todo interés y entusiasmo se había esfumado. Llegamos, vimos, nos fuimos y nunca más volvimos. ¿Por qué?

(Con motivo del 50 aniversario de 2001: Odisea del espacio, el Festival de Cannes tendrá una proyección no restaurada de la película, en su corte original de 70 mm, presentada por el director Christopher Nolan)

EL SIGLO DE MARTE, SÍ O SÍ

Cuando Cristóbal Colón emprendió su viaje en 1492 para cruzar el océano su incentivo era principalmente económico. Encontrar otra ruta marítima para llegar a las Indias y así ofrecerle una nueva ventaja comercial al reino español. En su lugar se topó con otro continente, uno rico en recursos naturales, tierras fértiles y metales preciosos en abundancia. Con tales recompensas sobra decir cómo se dio la Edad de Oro de la exploración.

La carrera entre Estados Unidos y la Unión Soviética por llegar a la Luna podría remitirnos a ese viejo espíritu aventurero de los explordores de los siglos XV y XVI. Sin embargo, los incentivos no eran del todo económicos sino políticos. En la década de los 60, ya se sabía que la Luna no era más que una roca gigante en órbita con la Tierra con escasas posibilidades de esconder en su interior algún recurso valioso.

¿Quién en su sano juicio quisiera vivir permanentemente en la Luna? No obstante, la Unión Americana no iba a permitir que el régimen comunista fuera el primero en pisar la superficie lunar. La NASA jamás sería capaz de sobrevivir la vergüenza de otro suceso como Sputnik, Laika o Yuri Gagarin, el primer hombre en viajar al espacio exterior.

Plantar la bandera de las barras y las estrellas en nuestro satélite natural era un objetivo de suma importancia en el contexto de la Guerra Fría y eso se reflejaba en el presupuesto que gozaba la NASA en aquel entonces. Durante la era de las misiones Apolo, a la NASA se le otorgaba el 4% del presupuesto federal; en años recientes, la agencia se las tiene que arreglar con el 0.4% (fuente: Washington Post).

¿Qué fue lo que ocurrió? En dos palabras, Richard Nixon fue lo que ocurrió.

La última misión del Space Shuttle (AP Photo/John Raoux))

Con las presiones de una guerra en Vietnam, las elecciones presidenciales de 1972 y una crisis doméstica tras otra, la opinión pública percibía el programa espacial como un capricho oneroso del gobierno y un desperdicio del erario público. Pocos estaban al tanto de que el programa espacial era capaz de pagarse por sí mismo a través de la creación de innovaciones tecnológicas.

Una vez concluido el programa Apolo, y ya con un presupuesto reducido, la NASA inauguró el programa del transbordador espacial. De 1981 a 2011, la NASA y otras agencias espaciales se limitaron a pasearse por la atmósfera, realizando experimentos en cero gravedad, arreglando satélites o dando mantenimiento a estaciones espaciales. Por 30 años, los astronautas no podían alejarse más de 400 km de la superficie planetaria. Pero el transbordador STS tenía la ventaja de ser reutilizable y, por lo tanto, una opción económica que le daba algo qué hacer a la agencia.

De vez en cuando se aparecía algún presidente en alguna oficina de la NASA, y en un momento de inspiración, pronunciaba un discurso esperanzador sobre reanudar las misiones exploradoras de la agencia espacial y revivir su espíritu aventurero. Pero al poco tiempo les caía el cubetazo de agua fría al escuchar la palabra de cuatro letras más temida por la comunidad científica: costo. Es mucho más barato que los robots lleguen a Marte y desde un centro de comando se explore la superficie vía control remoto.

Mars rover, “selfie” de 2018 (NASA/JPL-Caltech/MSSS via AP)

Afortunadamente, el presidente Barack Obama abrió las puertas a la iniciativa privada para que su objetivo de llegar a Marte a mediados de los 2030 parezca una meta factible. Aunque los Estados Unidos carezcan de un rival serio en la carrera por conquistar el planeta rojo (Rusia y China parecen estar contentos con sus estaciones), quizás los contratistas privados como SpaceX, Boeing o Lockheed Martin se vean más dispuestas a invertir en proyectos espaciales.

El gran innovador en esta materia ha sido SpaceX, la empresa de transporte aeroespacial dirigida por Elon Musk. En los últimos años, SpaceX ha experimentado con cierto tipo de cohete cuya potencia es capaz de transportar y propulsar un vehículo fuera de la órbita terrestre, como los de la nueva misión Orión, diseñados para trasladar astronautas hasta Marte. Este cohete es el Falcon, y a diferencia de los costosos cohetes anteriormente usados por la NASA, éste tiene la enorme ventaja de ser reutilizable (siempre y cuando se logre atinarle al difícil aterizaje).

Un logro como el exitoso lanzamiento y aterrizaje del Falcon Heavy en febrero inyecta una nueva y muy necesaria dosis de entusiasmo a la generación millennial, que ignoraba la existencia de una intención real por parte de NASA de llegar a Marte. En la actualidad, Musk habla sobre la posibilidad de llegar a la superficie del planeta rojo, no en los 2030 sino en los 2020, y si los jóvenes se juntan para exigirle al gobierno de EE.UU. un mayor presupuesto a NASA, no hay razón por la cual el objetivo no se pueda alcanzar.

Ahora bien, todo esto suena muy optimista, pero la realidad se vuelve a asomar para situar nuestros pies en la tierra. Para un gobierno como el de Donald Trump, hay problemas más urgentes en su país que invertir en un programa espacial a Marte. Ante la mentalidad de corto plazo de las industrias del capital, es más rentable seguir explotando los recursos del planeta y quemando combustibles fósiles, lo que conlleva un aumento de la contingencia ambiental, la misma que nos impide ver las estrellas en las grandes metrópolis, como la Ciudad de México.

Si ver las estrellas nos permite ver la luz del pasado, resulta apropiado que los desechos del progreso industrial nos arruinen el deleite del cosmos y nos encierren bajo una capa de gases tóxicos. Así, todos nos quedamos atorados en el presente, incapaces de aprender de los errores y los logros de otro tiempo.

Ilustración principal: @esepe1

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