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Quema la bruja

Sobre los linchamientos en Facebook y el sistema de justicia en México.

Los linchamientos en Facebook y el sistema de justicia en México

No recuerdo exactamente el asunto, lo que recuerdo es que un chico de secundaria atacó a una de sus compañeras y la escuela se negó a tomar medidas. De alguna manera, el asunto trascendió y algunos miembros del colectivo Anonymous México se enteraron. Yo me enteré porque en mi muro de Facebook apareció la información completa de aquel joven, su fotografía, sus redes, su teléfono, incluso la dirección de su casa. Anonymous consideraba que se había hecho justicia, porque cualquiera podría ir a aquella dirección y hacer lo que quisiera. Lo que quisiera.

Hace un par de años, el #GamersGate en Estados Unidos condenó a un grupo de videojugadores que acosaron y filtraron la información de una diseñadora de videojuegos. ¿Su delito? Zoe Quinn diseñó un juego basado en una experiencia personal con la depresión. Su expareja publicó información que, verídica o no –aunque me inclino más bien a la segunda opción– atacaba su integridad y su trabajo como diseñadora de juegos. El resultado fue la viralización del asunto y una retahíla de insultos y acoso de la que solo internet es capaz. Quinn tuvo que huir de su propia casa y cambiar su información en línea, porque su dirección y su teléfono se habían filtrado a una horda enardecida compuesta por sujetos que amenazaban con violarla y matarla.

Zoe Quinn, Crash Override — XOXO Festival (2015) (Youtube/ XOXO Festival, CC BY)

Las dos historias se desarrollaron de manera similar. La diferencia más señalada es que en el primer caso lo que disparó la locura fue un delito y un acto moralmente condenable, pero es todo. Una vez puesto en marcha el aparato de la quema de la bruja en internet, no importa ya si el origen es “legítimo” o “infame”: el resultado tiende a ser el mismo. Desde la cómoda distancia de quien escribe y de quien lee, podemos estar de acuerdo en que ambos linchamientos fueron exagerados y estuvieron fuera de proporción. Si bien es cierto que el joven del primer caso cometió un delito y una ofensa que debe ser atendida, es cierto también que no se gana nada mandándolo al patíbulo, así no crecerá para volverse un hombre empático con las mujeres ni preocupado por la equidad.

Algunas zonas grises aparte, podemos estar de acuerdo que el actuar de la multitud en los dos casos anteriores es, al menos, condenable. Ahora bien, ¿qué ocurriría si en lugar de un niño o una diseñadora que no hizo nada malo, nos encontramos con un delincuente de verdad, un político corrupto, un acosador, un violador, un asesino? ¿En tales casos estaría bien publicar sus datos y acosarlo en línea?

Después de la marcha #NosQueremosVivas –que, dicho sea de paso, es una de las más creativas e incisivas que he visto en este país– se llevaron a cabo numerosos actos en línea, todos ellos encaminados a mostrar la violencia sistemática que viven las mujeres mexicanas de cualquier edad y condición. Aunque legítimos y justos en su origen, algunos posts mostraban lo que normalmente llamamos “denuncia en línea”, que, aunque queramos pensar que es diferente, tiene los mismos principios de los casos narrados anteriormente. Resulta lastimoso, porque muchas mujeres violentadas encontraron que la única manera de hablar de lo que les sucedió y desenmascarar al ofensor era precisamente a través de un post en redes que, en muchos casos, exhibía datos concretos que abrían la puerta a que alguien, cualquiera, cobrara factura de maneras peligrosas. Los exhibían, sí, pero eso no quiere decir que con ello se hubiera hecho justicia.

Burn the Witch

(AP Photo/Matthias Rietschel)

[En uno de los más recientes sencillos de Radiohead se aborda el tema de la privacidad y los linchamientos públicos. Entre un arreglo de cuerdas que rememora la paranoia previa al ataque del monstruo en las películas de terror, Burn The Witch/Quema a la bruja relaciona los viejos actos de asesinato “piadoso” en masa con el control que ejercen los gobiernos y las agencias de seguridad actuales]

[Stay in the shadows, Cheer at the gallows/Permanezcan en las sombras, aclamen el patíbulo] Los linchamientos en línea no son tan distintos a los linchamientos fuera de la red. Tienen el doble componente de frustración individual y de experiencia masiva. Como en los sacrificios del chivo expiatorio (capaz de asumir todas nuestras culpas) o los juicios por brujería celebrados entre 1450 y 1750, los linchamientos públicos brindan a la comunidad la oportunidad de purificarse. Se trata de una práctica muy antigua y poderosa, en donde el grupo identifica al enemigo individual y lo destruye como una forma de permanecer.

Elisa Godínez, experta en linchamientos en México, asegura que una de las condiciones previas para que una comunidad decida linchar a los que considera delincuentes o decida entregarlos a las autoridades es su nivel de frustración ante la justicia. Los pueblos que viven una experiencia de esta naturaleza generalmente no lo hacen la primera vez que identifican o atrapan a un delincuente; normalmente la violencia se desata porque los mismos habitantes han entregado a los inculpados a la policía y terminan, según sus propias palabras “paseando por el pueblo dos días después”.

l mecanismo que aquí se desata tiene que ver con la frustración acumulada y la neurosis desencadenada en un solo acto voraz y terrible. La indignación es acumulable, y llega a un punto tal de ebullición, que es capaz de cualquier acto de violencia extrema, incluso el de despedazar un cuerpo humano. Los perpetradores no son gente “mala” o normalmente violenta, son los dependientes de las tiendas, las amas de casa, los artesanos y las artesanas, los jóvenes que asisten a la escuela y sacan buenas calificaciones, el señor que te da el paso o la señora que te ofrece algo de comer. Pero en el momento colectivo en que la neurosis se desata, se desvanece la identidad individual y se sustituye por un hambre colectiva de restitución. No se trata de un fenómeno atípico para las culturas humanas. Desde hace milenios, la humanidad ha llevado a cabo este tipo de prácticas con la esperanza de restaurar un “cosmos roto”. Muy en el fondo de las cabezas de esta gente “normal”, el linchamiento provee de una sensación pacífica de que el universo está en orden otra vez. No necesariamente tiene que ocurrir de esta manera, no todas las frustraciones de esta naturaleza terminan igual. Sin embargo, para que el desenlace sea un linchamiento, el primer paso es la sensación de que “algo” en el orden justo se encuentra roto. [Stay in the shadows, Cheer at the gallows/Permanezcan en las sombras, aclamen el patíbulo]

Linchamiento de Samuel Whittaker y Robert McKenzie en 1851 en San Francisco. (Wikipedia/
The Loyal West in the Times of the Rebellion, Dominio público)

[Loose talks around tables, Abandon all reason, Avoid all eye contact, Do not react/ Charlas triviales en las mesas, Abandonen toda razón, Eviten mirar a los ojos, No reaccionen] La principal cualidad de aquel que asume la culpa o la frustración del grupo es su completa falta de humanidad. La bruja a punto de ser quemada no es un ser humano, no es posible entablar una relación de empatía con ella porque su sacrificio es condición necesaria para que el grupo que la perpetra recupere la humanidad y, ulteriormente, sea capaz de cualquier empatía. Se trata de una operación que no se encuentra a nivel racional, sino simbólico. Un símbolo no sangra como lo hace una persona, ni siente dolor, ni muere realmente. ¿Es condición necesaria deshumanizar a los criminales para sentir empatía por las víctimas? En el contexto de un linchamiento, lo es. Así se percibe cuando se comparte una “denuncia” en Facebook, cuando parece que el escarnio al victimario es la única manera de expresar empatía a la víctima. ¿Lo es? [Loose talks around tables, Abandon all reason, Avoid all eye contact, Do not react/ Charlas triviales en las mesas, Abandonen toda razón, Eviten mirar a los ojos, No reaccionen].

[This is a low flying panic attack, Sing a song in the jukebox that goes/ Esto es un ametrallamiento de pánico, Canten la canción que suena en la rockola] Los linchamientos en el mundo real son más frecuentes de lo que pensamos, al menos en nuestro país. Tienen su correlativo en las ejecuciones extrajudiciales que lleva a cabo el Estado. Es decir, ante una justicia en la que nadie cree, la única manera de combatir al crimen es asesinando a las personas que lo cometen, sin más ni más. La imagen de los criminales proyectada en los últimos diez años está dibujada con trazos deshumanizantes. Las capturas que las policías presentan en los medios de comunicación se esfuerzan en mostrar el sometimiento de los inculpados, no un proceso justo.

El caso de Tlatlaya es sintomático. Para los medios de comunicación ha sido difícil hacer llegar esa nota en la que miembros de las Fuerzas Armadas mexicanas abatieron a un grupo de personas y sembraron evidencia; y para los lectores ha sido difícil consumirla. Es un escándalo que supuestos miembros del orden ejecuten personas de esta manera, pero el escándalo se ha atemperado porque los muertos supuestamente eran “criminales” y por lo tanto merecían la muerte. Hace un par de meses, el Ejército Mexicano se vio envuelto en otro escándalo cuando se hizo público un video en el que elementos de la armada de México torturaban a una mujer para “sacar información”. La Sedena pidió disculpas por el caso, pero en esos días se popularizó una imagen en forma de “meme” en el que aparecía la misma mujer sosteniendo un rifle de alto calibre. El mensaje más o menos implicaba que la condena al Ejército era exagerada porque la mujer era una criminal y por tanto merecía lo que le ocurrió.

¿Por qué es importante Tlatlaya? (Youtube/ FACTICO, CC BY)

En un territorio tan lastimado por la falta de justicia es fácil propagar la idea de que los criminales no son seres humanos completos. Desde el sexenio de Calderón el enfrentamiento entre partidos y posturas políticas ha sabido dividir a los mexicanos en casi cualquier asunto político importante; en cambio, existe un consenso casi generalizado de que los criminales son enemigos que no merecen nuestra compasión. Se ha permeado en asuntos en los que el Estado ha intervenido, pero también entre particulares, incluso entre los que sostienen las posturas más progresistas. Por ejemplo, cuando se hace una “denuncia pública” en Facebook sobre un caso de acoso sexual. [This is a low flying panic attack, Sing a song in the jukebox that goes/ Esto es un ametrallamiento de pánico, Canten la canción que suena en la rockola].

[Burn the witch, We know where you live/Quemen la bruja, Sabemos dónde viven] Los linchamientos en línea no son iguales a un linchamiento en la vida real o una ejecución extrajudicial, pero forman parte del mismo fenómeno. Estamos acostumbrados a ver escarnios colectivos como el de todas las #Lady-lo-que-sea, lo mismo que a abusadores, criminales o gente que simplemente expresa lo que piensa o siente sin ofender a nadie, como Zoe Quinn. Parte de la deshumanización de la bruja nos lleva a trivializar la justicia. En última consecuencia, las personas que participan en un linchamiento no están buscando justicia, sino una forma simbólica de restaurar el orden. Al deshumanizar al criminal, hacemos irrelevante si la falta que supuestamente cometió es un crimen o no, o si realmente merece semejante castigo. Muchos linchamientos en México se llevaron a cabo en contra de personas inocentes, como el de Ajalpa, Puebla, donde dos estudiantes perdieron la vida simplemente porque se cruzaron con la frustración acumulada de los pobladores.

Algo semejante ocurre con los linchamientos en línea, se vuelve irrelevante si la causa es justa o no, si los señalados lo merecen o no; simplemente por el hecho de estar expuestos en redes ya son culpables. De manera que no hay forma de distinguir entre una víctima que acusa a su victimario, de una diseñadora, por ejemplo, cuyo único “delito” fue hacer enojar a su expareja. En el mundo virtual, ambas son igual de legítimas y encuentran a la comunidad dispuesta a condenarlos. La denuncia en línea, de cualquier naturaleza, no busca justicia sino una forma de patíbulo público. Aun cuando el delito haya sido cometido, el tipo de reacción colectiva no activa procesos de justicia, ni de restauración…, ¿entonces para qué compartimos esas imágenes [Burn the witch, We know where you live/Quemen la bruja, Sabemos dónde viven].

La justicia de ellos, la justicia de todos

Policía Federal. Mérito y Reconocimiento 2015 (Flickr/Presidencia de la República Mexicana, CC BY 2.0)

Resulta perfectamente comprensible que en un país como el nuestro se activen de manera tan rápida los mecanismos de un linchamiento, real o virtual. La injusticia y la impunidad es parte de nuestra vida cotidiana. Desde los presidentes que no renuncian, acorde a la ley, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos no aprueban su gestión; hasta la alianza entre crimen organizado y partidos políticos; el dudoso actuar de las fuerzas del orden; o la parcialidad de los jueces y abogados prestos a la mordida; la impunidad es la marca de la vida política.

Solemos pensar que la sensación de frustración que produce nuestro sistema judicial parte de su mal funcionamiento. Si de alguna manera omitiéramos la corrupción, la indiferencia y la impunidad podríamos sentirnos en un ambiente de justicia. Al menos por eso se supone que existe y sostenemos dicho sistema. Pero qué tal que no fuera así, qué tal que el sistema entero está diseñado sin darle importancia a la frustración. Los mismos problemas que operan en los linchamientos suelen operar en el sistema judicial: deshumanización de las víctimas y los ofensores, total desinterés por la comunidad, y sentimiento de frustración por parte de las personas involucradas. Todo ello ocurre incluso en procesos que supuestamente se llevaron a cabo de manera correcta.

Javier Duarte en una imagen después del multihomicidio de la Narvarte. (AP Photo/Eduardo Verdugo)

Nuestros patrones de conducta a la hora de justificar una ejecución extrajudicial, señalar a un criminal en Facebook o unirnos a un grupo furioso en un linchamiento están relacionados con la manera en que percibimos la justicia en nuestra vida cotidiana. Sabemos que en México las denuncias son pocas, muchos menos los casos que se resuelven y mínimos los que dejan a los involucrados la sensación de que se ha hecho justicia. Sin ir más lejos, nuestro país ocupa el segundo lugar en impunidad en el mundo, según el Índice Global de Impunidad. Así vivamos en el campo o en la ciudad, lo que entendemos por justicia está más relacionado con instituciones caducas y corruptas que con una práctica efectiva.

El sistema judicial mexicano y de gran parte del mundo occidental parte del supuesto que cuando se comete un delito se atenta contra el Estado, como entidad, y es el Estado, como institución, el responsable de perseguir y castigar ese delito de acuerdo a principios más o menos claros (que son las leyes). De manera que aunque entendamos al Estado como representante de la sociedad, no involucra necesariamente a la sociedad en sí. Con ello se suprime la dimensión social del delito en nombre de instituciones encargadas de castigar, pero no de restaurar el daño cometido. En otras palabras, se deja fuera a personas directamente involucradas en el crimen, como la víctima o la comunidad; por lo que la restauración no es una prioridad sino una necesidad marginal que puede o no ser atendida en paralelo al proceso de hacer justicia. La injusticia y la frustración no son un destino que debamos cargar irremediablemente, sino que son producto de la forma en que se imparte justicia desde el Estado y cómo es percibida por la ciudadanía.

CIDH visita Ayotzinapa (Flickr/Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CC BY 2.0)

En un proceso legal no se atienden las necesidades de las víctimas, se pueden atender de manera paralela, pero no específicamente dentro del proceso. No hay reparación del daño, ni atención específica a las víctimas en los mismos procesos; cuando las hay, se llevan a cabo de manera aislada y fuera del ejercicio de la justicia. En lugar de considerar al delito como lastimoso en contra de una sociedad, el actual sistema convierte el proceso en un trámite burocrático en el que el ofensor sólo puede ocuparse de sus propios intereses frente a una entidad abstracta que lo acusa.

Frente a estas formas dudosas de justicia se han trabajado e implementado modelos de justicia restaurativa. En lugar de enfocarse en el delito y en las instituciones, este tipo de justicia se enfoca en las personas y en los procesos de restauración del equilibrio que representa para una comunidad la justicia, sin la necesidad de actos violentos. La justicia restaurativa no implica la obligación de que la víctima “perdone” a su ofensor, más bien considera los derechos de todos los involucrados y pone como primer objetivo atender las necesidades de la víctima y promover la responsabilidad y la empatía en el ofensor. En medio se encuentra la comunidad, como principal representante del orden dañado. La misma hambre que empuja a actos terribles en los linchamientos empuja aquí a la comunidad a fomentar el sentido de pertenencia y una ética del cuidado y la prevención. ¿Cómo la comunidad atiende las necesidades de las víctimas?, ¿cómo busca justicia para ella?, y ¿cómo fomenta que los ofensores asuman su responsabilidad?

Es imperativo que la sociedad participe en sus propios procesos de justicia, pero al mismo tiempo es importante que encuentre los medios apropiados para ello; sin deshumanizar ni a las víctimas ni a los ofensores, y con la intención de reparar el daño antes que con la sensación de frustración. Las ofensas sexuales, por ejemplo, no se van a terminar enviando al patíbulo o a la cárcel a los ofensores; es necesario tener un enfoque mucho más restaurativo que tenga como eje principal las necesidades de las víctimas, el cuidado y la empatía. Una persona señalada por un delito de esta naturaleza en el estado actual de las cosas, va a la cárcel sin necesariamente darse cuenta de que lo que hizo lastimó a otro ser humano.

Auto retrato, Howard Zehr (Wikipedia/Howard Zehr, CC BY 3.0)

Uno de los principales teóricos de la justicia restaurativa, Howard Zher, propone que el crimen es una ofensa contra las personas y las relaciones, no contra el estado y la ley, como lo dicta la justicia penal. Asimismo, para la justicia restaurativa las ofensas generan responsabilidad, no culpabilidad. De manera que se pretende que el proceso de justicia involucre a víctimas, ofensores y miembros de la comunidad en un esfuerzo por enmendar el daño, no que margine a los participantes para que el Estado determine un castigo. Frente a las preguntas del sistema penal: ¿qué leyes se violaron?, ¿quién lo hizo?, ¿qué castigo merece?; la justicia restaurativa propone preguntarnos: ¿quién ha sido dañado?, ¿cuáles son sus necesidades?, ¿quién tiene la responsabilidad de atender esas necesidades?

La justicia restaurativa hasta el momento es una proposición teórica que solo excepcionalmente se ha llevado a la práctica. No cuenta con un manual infalible, sino que depende de la participación ciudadana, pues es altamente contextual.

Más allá de condenar el momento en que le ponemos like a un post de Facebook porque denuncia a alguien que maltrata animales, a un acosador, a un corrupto o a un criminal de cualquier tipo; necesitamos reconsiderar toda nuestra idea de justicia. No podemos permitir que la frustración que padecemos por vivir en un sistema de escasa justicia nos conduzca a quemar a la bruja. La sensación de que algo está roto en nuestra sociedad y las ganas de encontrar justicia son deseos legítimos que pueden encauzarse en forma diversa y restaurativa. La indiferencia ante la justicia, la deshumanización de quien comete un crimen y la completa marginación de las víctimas son vicios de nuestro sistema de justicia; no es raro que se reproduzcan día a día en nuestras propias concepciones y muros de Facebook, si no es que más allá.

Representación de los juicios de Salem, lithografía de 1892 (Wikipedia/Joseph E. Baker, Dominio Público)

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