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Petróleo Sangriento: manual para leer al Partido Republicano

A 10 años de su estreno, la cinta de Paul Thomas Anderson nos habla más fuerte, más elocuente

A 10 años de su estreno, la cinta de Paul Thomas Anderson nos habla más fuerte, más elocuente

En Petróleo Sangriento (There will be blood, 2007), el rito bautismal asemeja el acto de los exorcistas: aquí, en este desierto donde sólo hay piedras, hambre y sequía, la voz de Dios nunca es la agencia del bien. Esa voz, oscura y viscosa, proviene de la tierra bajo la forma del petróleo. El oro negro, como su eterna promesa de abundancia, no es otra cosa que la concreción de la soledad, la alienación, el infierno.

Hace una década, Paul Thomas Anderson estrenó Petróleo Sangriento, película que, para muchos, es su obra maestra. Cuenta el ascenso y la caída de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), petrolero víctima de su ambición, sus batallas y sus omisiones. En su camino a la riqueza, Plainview rompe el lazo con su hijo, pelea ferozmente contra un joven predicador, asesina. La cinta es una épica sin precedentes sobre el capital, la religión y el mal; sobre la ruina del sueño americano; sobre la técnica, el progreso y la orfandad.

Diez años después, en esta era de republicanos salvajes, la sangre sigue corriendo.

Oil!

Steve Rose dijo que, con Petróleo Sangriento, Paul Thomas Anderson hizo una exploración del alma estadounidense. Durante la administración de George W. Bush, cuando la cinta vio la luz, ello tenía que hacerse mediante una historia sobre petróleo, religión, dinero y familia. El resultado fue Daniel Plainview: petrolero ambicioso, padre complejo, monstruo vulnerable.

El relato ocurre entre 1898 y 1927. El prólogo, hipnótico, carece de diálogo y presenta al joven Plainview en todas sus dimensiones: avaro, tenaz, falible. Daniel Plainview comienza cavando minas para conseguir metales preciosos. Después puede hacerse de máquinas más complejas: el objetivo, ahora, es chupar el petróleo. El paso frenético de Plainview es, paralelamente, el del progreso de la tecnología industrial del siglo XX. Y toda técnica es falible: un trabajador muere golpeado por una viga, dejando huérfano a un niño. Daniel adopta al bebé, lo llama H.W.

Soy un hombre de petróleo, dice años después, al presentarse ante sus potenciales negociantes. H.W. (Dillon Freasier) ahora es un niño de unos diez años. Juntos llevan un negocio familiar: compran tierra, extraen petróleo, prometen ganancias a los propietarios de los terrenos. Pero Daniel nunca es enteramente honesto, se guarda información crucial sobre el verdadero valor del crudo y busca abaratar los costos de la tierra que compra. Una tarde, los Plainview reciben la visita de Paul Sunday, un joven que les vende información sobre un pueblo pequeño, olvidado de Dios: Little Boston, donde sólo hay rocas, polvo, promesas truncas.

Los Plainview llegan al Rancho Sunday, de la familia de Paul, en Little Boston. Daniel se presenta como cazador. Allí conocen a Eli, gemelo de Paul, que lidera la iglesia de la Tercera Revelación. Cuando Daniel y H.W. comprueban que hay petróleo en las tierras, buscan comprar el rancho a precio bajo. Eli, que conoce lo que vale el terreno, exige más: el dinero será para su iglesia. He aquí el germen de la lucha entre dos hombres que se disputan suelo y alma de los pobladores de Little Boston.

Daniel compra casi todo el terreno del pueblo, busca construir un oleoducto que llegue al mar y evitar así el pago de fletes de su petróleo. Eli ofrece misas en las que asegura curar lo incurable. Después de erigir un inmenso pozo, que no se bendice cuando se inaugura, hay una explosión. H.W. pierde el oído. Sólo hasta apagar el incendio, sólo hasta dejar claro que ni el fuego ni el derrumbe significan el fracaso de sus objetivos, Daniel consuela a su hijo.

La sordera del niño implica un vuelco en la relación con su padre: allí donde Daniel ya no puede ser escuchado, pierde el deseo de hablar. Eli, por su parte, exige el pago para su iglesia. El efecto es violento, el conflicto entre Plainview y Sunday llega a un punto de no retorno.

Daniel es dueño de un pasado nebuloso, nunca claro. Cuando H.W. provoca un incendio, su padre lo abandona: el niño debe ir a un internado especial. Entretanto, un hombre aparece clamándose como un medio hermano Plainview: su nombre es Henry, es un impostor. Al descubrir la mentira, Daniel lo asesina y cava su tumba. El petróleo brota, baña el cadáver.

Pero aún hay un terreno que Plainview no posee, el de William Bandy, indispensable para su oleoducto. Para obtenerlo, dice el propietario, Daniel debe bautizarse a manos de Eli, de la iglesia de la Tercera Revelación. El petrolero cede allí una de sus venas más íntimas: tragarse su orgullo, quedar bajo la supuesta tutela de su enemigo, someterse a un juicio con tintes de humillación, de exorcismo.

Plainview construye su oleoducto, H.W. vuelve del internado, pero la sordera todavía es un muro entre padre e hijo. H.W. debe buscarse otras compañías.

Hacia 1927, Daniel es rico y vive aislado en una mansión, lejos del mundo. Bebe demasiado. Una tarde recibe la vista de H.W.: su hijo, casado ya, viajará a México con su esposa, iniciará su propia compañía. Daniel se burla de su sordera y le habla del origen de su relación: él no lo engendró, lo adoptó para facilitarse la compra de tierras, ambos son ajenos uno al otro.

No es mi hijo, sólo un pequeño trozo de competencia, un bastardo en una canasta.

Daniel, ahogado, recibe una segunda visita. Eli lo busca para hacer negocios: quiere perforar la tierra del viejo Bandy. Plainview pone una condición: como si fuese una misa, Eli debe declarar que es un falso profeta y que Dios es una superstición. Después de la humillación, Daniel declara que esas tierras están secas, que ya no hay nada allí. Eli, lleno de pecado, duda de la bondad de Dios. Daniel ríe, se autoproclama la Tercera Revelación, asesina a golpes. Como el petróleo, la sangre corre en el cuadro.

Peter Bradshaw tiene razón: antes del asesinato de Eli, de la aparición de la sangre, las heridas son interiores, están cubiertas de otro líquido. En ese último acto, torpe y violenta persecución entre carriles de bolos, se resuelve la lucha entre un capitalista y un supuesto agente divino. No presenciamos un conflicto entre el bien y el mal, sino entre dos polos que se disputan la voz de Dios.

Tercera Revelación

En palabras de Alfonso Díaz de la Vega, podríamos pensar en Daniel Plainview como un hombre determinado a negar el reino de Dios para imponer el suyo: parece una figuración del diablo, pero es sobre todo un agente del capital. Para hacerse un lugar entre los pobladores de Little Boston, Plainview debe establecer una promesa de bienestar: agua, educación, familia, pan.

Plainview busca legitimarse mediante expectativas de desarrollo. Eli Sunday posee el amor de sus seguidores y, por lo tanto, sus corazones entre las manos. La llegada de Daniel le supone un riesgo: perder la agencia de su supuesta verdad. Pero Eli no es Dios, no hay Dios en Little Boston: no hay trigo, ni pan, ni bonanza. Hay voces, gruñidos que se autoproclaman divinos.

Eli no es el bien ni la templanza frente a la codicia del capital, sino otra forma de sed. En Little Boston, la voz de Dios se la disputan dos hombres, cada uno desde su esquina: la torre de perforación ha desplazado a la iglesia como emblema del pueblo. Pero ambos se sirven uno a otro: sin aval de la iglesia no hay pozo, sin pozo no hay oro para las manos de Dios.

Philip French hace una pregunta sensible: ¿es el comportamiento de Daniel el efecto de una psicosis, o bien, la consecuencia inevitable de un salvaje capitalismo? Como dice Díaz de la Vega, Plainview finalmente es capaz de ahogar a Dios en petróleo. El choque entre religión y capital está en el corazón de algunos de los conflictos más violentos del siglo XX. Esa rivalidad, sepámoslo, ha dejado una marca indeleble en la identidad corporativa estadounidense.

Sangre

En 1968, Stanley Kubrick estrenó 2001: una odisea en el espacio. Como Petróleo Sangriento, 2001 abre con un prólogo sin palabras: un grupo de hombres simiescos vive a merced de animales más fuertes y hordas más crueles. Un día, los primitivos descubren un artefacto a cuyo contacto no pueden resistirse: un monolito, un bloque negro y enorme.

Negro como petróleo, el monolito da a esos hombres un germen de inteligencia: un hueso puede servir como un arma, un arma puede significar la preservación de la horda. El petróleo y el monolito establecen el nacimiento de la tecnología, de la guerra, de la historia. El desarrollo de la técnica tiene efectos específicos: capitalización, poder, violencia, soledad. El sueño americano se compone de ello en alguna medida.

Petróleo Sangriento fue estrenada durante la administración de George W. Bush. El impacto de la película se debió, entre otros motivos, a su contexto: una guerra ejecutada, en gran medida, por móviles petroleros. Los Bush son una familia muy implicada en la política y, además, en el negocio de hidrocarburos. Gran parte de su fortuna proviene de allí. Se dice, además, que existe una relación entre los Bush y la familia de Osama Bin Laden, ex líder de Al Qaeda y responsable de los ataques del 11 de septiembre de 2001. The Carlyle Group es un conglomerado empresarial que invierte sobre todo en proyectos de defensa armada. En esta plataforma, el Bin Laden Group se relacionó de cerca con los Bush. ¿Hubo beneficios financieros para ellos a partir de la guerra, de los ataques terroristas? La pregunta, legítima, es crucial para la comprensión del las modalidades bélicas del siglo XXI.

Donald Trump, como Daniel Plainview, obtuvo por fin su oleoducto. El presidente de Estados Unidos anunció este año la autorización concedida a TransCanada para construir el oleoduto Keystone XL. A pesar de las protestas de grupos ecologistas, y al hecho de que Obama rechazara el proyecto durante su administración, Trump está seguro de que el oleoducto reducirá la dependencia estadounidense de petróleo extranjero. “Es un gran día”, dijo, y aseguró que el episodio abriría una nueva era en la política energética estadounidense. Allí donde el republicano más atroz prometió una época de esperanza -como Plainview mismo-, secciones ambientalistas han advertido del grave riesgo que implica la instalación.

En entrevista con James Pondsoldt, Anderson declaró que, durante la producción de Petróleo Sangriento, procuró deslindarse del ‘ser político’: permitamos que la historia haga su propio trabajo. Para él, lo importante era concentrarse en dos personajes aporreándose uno a otro. Sin embargo, reconoció que, en 2007, era prácticamente imposible no pensar en petróleo y religión. John Cameron Mitchell escribó a Anderson que “más allá del amor y la familia, es maravilloso ver el nacimiento preciso de la impía coalición moderna republicana. ¿Morirá de la misma forma?”.

Pero Daniel Plainview, al contrario de los Bush o los Trump, no tiene lazos de sangre.

Bastard from a basket

Nuestro demonio es más complejo que el fuego del capital. Es verdad: en él habita un deseo feroz de riqueza, de poder, de odio. Pero también es capaz de dar ternura a su hijo, antes del estallido. Darren Foley, en su agudo video-ensayo The search for family, hace algunas anotaciones valiosas. Entre el capitalismo y la avaricia de la fe, brota el tema de la familia, su búsqueda, su colapso. En la playa, Daniel confiesa una ilusión de infancia: deseaba una casa para vivir, para tener niños que jugaran en ella.

El fallo más grave de Daniel Plainview está en la fractura de su paternidad, en la incapacidad de crear un nuevo lazo con su hijo, después de la sordera. Tal vez allí esté el motivo ulterior de su descenso a la oscuridad, al odio rotundo. Sólo hasta que ha arruinado por completo la relación con H.W., sólo cuando ya no tiene nada que perder, se permite asesinar a Eli. Si Daniel llega a sonreír con dulzura, ello ocurre únicamente en compañía de su niño.

Paul Thomas Anderson contribuye a la historia del cine como hicieron Griffith, Murnau, Welles, Ford, Hitchcock, Buñuel, tantos otros. La hermosura de Petróleo Sangriento yace en la maestría de su forma y, sobre todo, en su facultad para tocar las fibras más íntimas de la historia del siglo XX y de las relaciones filiales. Un padre no es solamente una bestia. Anderson nos lleva de la mano en una épica sobre la industria y la fe estadounidense. Petróleo Sangriento es una pieza que, como casi toda la obra de su creador, habla de amor; amor atravesado por la red de la historia, por nuestros fallos continuos.

Y justo hoy, lector, Paul Thomas Anderson y Daniel Day-Lewis han arrojado a la luz otro trabajo conjunto, otro trabajo de amor. Se dice que quita el aliento.

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