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Leonora Carrington y el arte de construir un mundo propio en México

Leonora Carrington: obras y museo en México de la pintora, escultura y cuentista surrealista.

No tenía opción: ella debía construir su propio universo. Uno donde cupieran todas sus obsesiones, parte de sus locuras, sus lienzos, sus esculturas, sus tapices, su pluma y su visión única; una guarida de minotauros, bolas de cristal, velocípedos, conejos blancos y jardines rosas con aroma a té verde y hierba santa.

Y así lo hizo. Leonora creó su mundo con una argamasa de terquedad, clarividencia, coraje, un poco de melancolía y mucho, pero mucho surrealismo. Buscaba ahí un refugio para la pasión que no le cabía en el alma, la misma que, en lo que llaman el mundo real, le había costado expulsiones escolares, ingreso a siquiátricos, exilios e incomprensiones. Lo buscó, lo reclamó y lo defendió con uñas y dientes, pues era su única puerta a un lugar sobrado de libertad y carente de convencionalismos, donde no tendría que ser presentada en el Palacio de Buckingham para ser reconocida por la sociedad, ni llevar la etiqueta de una inglesa convertida en mexicana que alguna vez se enamoró de un alemán vuelto francés que terminó emigrando a Estados Unidos. ¿Para qué? Si, al final, tanto ella como su maestro y amante, Max Ernst, no eran más que un par de surrealistas extraordinarios.

“El mundo mágico de los mayas”, pintura de Leonora Carrington realizada entre 1963 y 1964. (Foto: De loppear – The Magical World of the Mayans, CC BY 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=42807435)

En el espacio que la artista creó no había más ley que la de la alquimia hecha arte, ni más habitantes que sus monstruos mitológicos y seres fantásticos, magos, personajes gigantes de cabello orientado al cielo, o cosa cualquiera, ajena a la realidad burda, bruta, al “aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo” (cuento Conejos blancos).

Ella creía merecer ese cosmos inmenso de sonidos dementes y aroma a libertad, para desplegar, a sus anchas, toda su genialidad; para entrar a múltiples mundos y hundirse en ellos; formarlos y deformarlos, y quedarse ahí para siempre, incluso después de aquel 25 de mayo de 2011, cuando fue abatida físicamente por una neumonía. Lo consiguió, porque el lenguaje de Carrington, los gritos de ingenio y originalidad que brotan de sus pinturas, de sus esculturas, de sus cuentos y novelas, aún se escuchan con nitidez.

“Cocodrilo”, estatua de Leonora Carrington donada por la propia autora a la CDMX. (Foto: De Carlos Valenzuela – Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=61756057)

Leonora Carrington no solo pervive en los grandes museos del mundo; su esencia se quedó en la casona de la colonia Roma que fungió como el último reducto material de su universo surrealista; en esa morada que, después de merodear mil coordinadas del planeta, vino a encontrar en México, el país cuyo surrealismo había asombrado al propio Salvador Dalí. Ahí, la artista se tomó seis décadas para terminar de esculpir su vida rebelde, su obra alucinante y su legado único. Ahí, entre patios, lagartos, cerdos con alas, gallinas y palomas esculpidas; entre libros, cuadernos de dibujo y fotografías; en su voluntaria soledad, consumó la construcción de su mundo propio; el mundo de una mujer que no tuvo tiempo de ser musa de nadie porque estuvo demasiado ocupada aprendiendo a ser artista.

Casa Estudio Leonora Carrington, vivienda y estudio de la artista por seis décadas en la Ciudad de México. Administrado por la Universidad Autónoma Metropolitana. (Fotografía: Tania Victoria/ Secretaría de Cultura de la Ciudad de México/Wikimedia Commons)

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