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La pelea que convirtió a Muhammad Alí en leyenda

Muhammad Alí es un símbolo de lucha contra la intolerancia y el racismo. Esta es la historia de la pelea que lo hizo leyenda.

Es 1974 en Kinshasa, capital del Congo (entonces llamado Zaire). La noche calurosa afuera del Hotel Intercontinental en donde se hospeda George Foreman, el campeón mundial de peso pesado, no basta para acallar los gritos rítmicos y desquiciados de uno de sus sparrings, Elmo Henderson: ¡Oyé! ¡Boma yé, Foreman boma yé!

Revirtiendo el cántico que adoptó Muhammad Alí para darse valor frente a una de las peleas más importantes de su carrera, el extrañamente corpulento y espigado Elmo grita sin reposo: ¡Oyé! ¡Boma yé, Foreman boma yé! (traducido, burdamente, como: “¡Escuchen! ¡Lo va a matar Foreman, lo va a matar!”). Le grita al entrenador de Alí, el carismático Bundini, aquél también altísimo personaje con peculiar calva y una panza de chícharo que resalta en su alta y flaca figura. Pero también le grita a la noche calurosa que quiere callar su garganta estertórea, vocifera contra el mundo, como una amenaza mítica.

En su grito leal vive, como mantra, la seguridad de una batalla que se pensaba decidida. Foreman tenía que superar, fácilmente, a un Muhammad Alí veterano y cansado. 

Ahí, en el lobby del Hotel Intercontinental, los gritos se intercambian diariamente, insultos cotidianos entre los partidarios de Alí y los seguidores de Foreman. Y en medio de todos destaca la figura de Elmo, esa “especie de enjuto vagabundo vestido de colorines” –como lo describió Norman Mailer– un tipo extraño que “caminaba a largas zancadas como un bufón medieval”.

“Por los pasillos y en el ascensor, en la entrada para taxis del Inter-Continental y junto a la piscina, dice también Mailer, junto a las mesas del restaurante al aire libre y toda la noche en el bar, se escuchaba el grito de Henderson a veces contra el oído de uno y a veces desde el otro lado de alguna pared “oyé…”

El desquiciado sparring transmitía la locura frenética que se respiró en Kinshasa, entre el campo de entrenamiento de Alí construido por el terrible dictador Mobutu y el Hotel Intercontinental, en las calles y en los alrededores del enorme estadio central, antes del icónico encuentro de dos titanes negros que viajaron de Texas y Lousiville para llegar a enfrentarse en el corazón del desgarrado continente africano.

Frazier v Ali. (AP Photo)

Alí tuvo muchas peleas gloriosas. En particular se recuerda su primera pelea con el terrible Joe Frazier como “la pelea del siglo” por los más reconocidos críticos del pugilismo. Y, sin embargo, la pelea entre Alí y Foreman en Zaire seguirá siendo, tal vez, el momento más icónico en la carrera de un boxeador que se convirtió en mito.

Había algo que flotaba en el ambiente, había una magia única, un rebosante espíritu en donde se mezclaba miedo y expectativa, júbilo anticipado y dolorosa espera. Es por eso que la crónica de Mailer sobre ese encuentro es tan iluminadora. El gran representante del nuevo periodismo, el polémico ganador de dos Pulitzer, tan querido y criticado, sintió en él mismo las poderosas fuerzas que estaban en obra antes de la pelea:

“[Foreman] era más bien un genio físico que empleaba los métodos de la catatonia (silencio, concentración e inmovilidad). Dado que Alí era un genio en otro sentido completamente distinto, cabía anticipar la más insólita de las guerras: una colisión entre distintas encarnaciones de la inspiración divina. La pelea sería por tanto una guerra religiosa.”

Norman Mailer. (AP Photo/Ron Frehm)

La realidad social de un África sensible y exaltada por las independencias de las colonias y, en particular, por el gobierno de Zaire a manos del terrible dictador Mobutu, se mezclaba, en este preciso momento, con el fin de la guerra de Vietnam y la cercana dimisión de Nixon, con la lucha constante por los derechos civiles en Estados Unidos, por un patriotismo decepcionado que se enfrentaba a golpes en las posturas conservadoras de Foreman contra el hijo de la Nación del Islam antes conocido como Cassius Clay.

Éste no era un combate cualquiera: las fuerzas mágicas del mundo estaban invertidas en la suerte de los dos boxeadores, el dinero corría entre sus puños, la sangre debajo de la lona en que se enfrentaban se regaba por los calabozos del estadio en los que Mobutu asesinó a decenas de criminales como escarnio para que no dieran mala publicidad al país durante la pelea.

John Carlos y Tommie Smith, levantan el puño con guante negro. (AP Photo/File)

Ésta era tanto una lucha deportiva como una lucha ideológica. Muchos abuchearon a Foreman cuando, en México 68, agitó una bandera estadounidense: en el Estadio Olímpico Universitario, en el mismo momento, John Carlos y Tommie Smith, los atletas negros que ganaron el oro y el bronce en los 200 metros planos, levantaban un puño enfundado en un guante negro mientras protestaban el himno nacional de Estados Unidos.

Alí, por su parte, acababa de ser reinstalado, sólo cuatro años atrás, al boxeo profesional. El gobierno le quitó el título mundial y la posibilidad de pelear al haberse negado a acudir a la guerra de Vietnam: “Yo no tengo nada contra el Viet Cong, dijo, ellos nunca me llamaron nigger, ni me esclavizaron, ni violaron a mi madre”.

Mailer explicó, mejor que nadie, esta lucha ideológica implícita entre Foreman, el patriota, y Alí el rebelde:

“Sí, la locura de África resultaba muy fértil, y en aquella locura de África dos púgiles percibirían cada uno cinco millones de dólares, mientras que a mil quinientos kilómetros de distancia, al borde del hambre mundial, los negros se morían de inanición. (…) Era lógico en aquella locura que uno de los boxeadores fuera un revolucionario y un conservador, es decir, un musulmán negro cuya finalidad última era la cesión por parte de los Estados Unidos de una extensa porción de su territorio con destino a la formación de una nación negra, y que este adinerado revolucionario conservador (…) se enfrentara a un defensor del sistema capitalista cuya madre había sido cocinera y barbera y cabeza de una familia de siete miembros hasta que tuvo que ser internada en un hospital psiquiátrico.”

Con Foreman sucedió lo mismo que con Joe Frazier en distinto tono: Alí los llamó a ambos Uncle Tom para insultarlos como negros que se alinean con los blancos para promover la esclavitud de su propia gente. Pero Frazier y Foreman habían crecido en lugares más peligrosos que Alí, habían tenido una infancia llena de violencia y segregación, habían pasado por más dificultades que él y se sentían particularmente heridos de ser denigrados por su propia gente. En ellos se cocinaban las contradicciones de los movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos: la separación entre Malcom X y la Nación del Islam, la radical violencia de las Panteras Negras y la postura moderada e integracionista de Martin Luther King.

La victoria de Alí sobre Foreman fue entonces una declaración política enmarcada por el exaltado clamor de un estadio en medio del África negra, cerca de la estatua gigantesca de Patrice Lumumba, con la voz resonante de Marcus Garvey: la victoria de un revolucionario contra un conservador, del favorito del gobierno contra el separatista militante, del musulmán contra el católico, del origen frente a la esclavitud.

Foreman v Ali. (AP Photo/Ed Kolenovsky, File)

Pero también hubo deporte. Si comparan la pelea de Alí contra Foreman en el 74 y su primera pelea de campeonato contra el temible Sonny Liston en el 64, verán que las diferencias son notables. Lo que separa las dos peleas de campeonato son más de 10 años en los que Alí no pudo pelear de forma constante. Foreman era más fuerte, pesaba cuatro kilos más y tenía una mejor preparación física.

Por eso, en la pelea de Zaire no vemos a Alí bailando en el centro del cuadrilátero, escapando de las esquinas y alejando a su contrincante con su mítico jab izquierdo. No, en esta pelea Alí decidió emprender todo lo enseñado por la filosofía del boxeo de su más importante –y poco reconocido- maestro, Archie Moore, que fue, según Mailer:

“El primero en afirmar que no todos los golpes fuertes eran tan fuertes, que no todas las trampas merecían evitarse, que no todas las oportunidades tenían que aprovecharse, que no todos los agotamientos debían considerarse definitivos, ni todas las cuerdas molestas para la espalda de uno, ni todos los rincones exentos de espacios para pelear, que ningún golpe que le derribara a uno era parecido a cualquier otro y que no se producía ninguna paradoja sin su correspondiente compensación de potencia.”

Foreman en la izquierda, Archie Moore en el centro. (AP Photo/LES)

Es por eso que si Moore es, para Mailer, el equivalente a Nimzovitch en el ajedrez, Alí era el Bobby Fisher del pugilismo. En esa pelea se demostraron los paralelismos de Mailer con el regreso de un campeón maduro y completamente distinto, lejano del “flota como mariposa y aguijonea como abeja” que lo había hecho tan célebre en sus primeros combates.

Aquí Alí desquició a Foreman como Fisher desquiciaba a sus contrincantes, lo obligó a sacar toda su furia, aguantó durante ocho rounds el constante castigo y terminó acabando la pelea con una rápida combinación de izquierda derecha que mandó a su contrincante, agotado, corajudo, perdido y vacío a besar la lona como muñeco de trapo.

Moore, en ese entonces, entrenaba a Foreman pero, sin duda, encontró en Alí la máxima realización de su pensamiento: el boxeo es también estrategia, es ceder y atacar, es encontrar los momentos oportunos, conocer las ventajas de los oponentes y las desventajas propias, cultivar, sobre todo, la paciencia por encima de la pasión.

Foreman representó la fuerza sin concesiones, el enojo de un golem asesino que se agotó bajo su propio peso. Alí representó la inteligencia y la abnegación, el sacrificio de sí mismo y la espera del momento. El ganador tal vez orinó sangre durante una semana; el perdedor, sin duda, acabó con su gran carrera pugilística después de esta derrota. Lo que se derrumbó no fue solamente su corona: con él, cayó a la lona todo un estilo.

(AP Photo)

Finalmente, esta pelea fue tan importante, fuera del combate ideológico y pugilístico, porque convirtió a Alí en un verdadero mito. Antes había sido un campeón polémico, un gran boxeador que se había enfrentado a peleas con extrañas circunstancias: el corte de ceja de Henry Cooper, el hombro dislocado de Liston y el supuesto ojo picado de Ernie Terrell habían tirado una sombra sobre su corona. A partir de la pelea con Foreman, Alí recuperó el campeonato y consolidó su leyenda con una bella historia de revancha después de muchos reveses, de probabilidades nulas sobrellevadas, de inteligencia única sobre la fuerza bruta.

Cuando Foreman estaba cayendo a la lona, Alí siguió el movimiento de su cara desprevenida reteniendo el último puñetazo fatal que todo boxeador, sin dudarlo, daría. Pero él no lo dio y eso fue un verdadero gesto estético que convirtió a esta pelea en pura literatura.

A partir de ahí Alí se convirtió en el espejo del mundo.

Algunos veían en él la grandeza de las naciones africanas nacientes, otros lo tomaron como el portador de la palabra de Elijah Muhammad o la continuación de las enseñanzas de Malcom X con el respeto pacífico de Luther King. Norman Mailer vio en él el reflejo de un racismo ancestral que se cultivó en su ser y que intenta exorcizar, a golpes de filosofía africana, con la escritura. Bien lo dijo Malraux, leyendo los curiosos caminos de las leyendas: “la muerte convierte la vida en destino”.

Así, como toda gran obra literaria, después de este combate, Alí se consolidó como una página abierta para el libre juego de la interpretación.

Ahora, años después de su muerte, vemos que estos deseos literarios en espejo se multiplican, que algunos cuentan la historia del gran pacifista, del humanitario, del luchador herido por las mil batallas o del propagador de conciencia frente a la terrible enfermedad del Parkinson. Muchos otros lo ven, simplemente, como el más grande atleta del siglo, como un hombre que supo cambiar su estrategia, adaptarse, bajo el peso de los golpes, para ser un boxeador más fluido e inteligente.

Ahora, con la islamofobia en Estados Unidos, con el racismo que no se agota, la figura de Alí sigue reivindicando, también, la lucha contra la inagotable intolerancia. El gran loco de Louisville, el hombre que no podía dejar de hablar y que fue callado por la enfermedad, nos legó a todos, con su silencio final, un espacio para escuchar, sobre el murmullo sordo de la violencia, el eco vivo de todas las voces.

(AP Photo/Kurt Strumpf)

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