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Comida y pecado en La Regenta de Leopoldo “Alas” Clarín

En La Regenta de Leopoldo “Alas” Clarín, el amor, el deseo y la hipocresía se expresan a través de los alimentos, las mesas y las cocinas.

La Regenta de Leopoldo “Alas” Clarín es una clásica novela española del siglo XIX. En ella se narra la historia de la caída en desgracia de Ana Ozores, la Regenta, la más hermosa mujer de la ciudad de Vetusta.

Esta ciudad claustrofóbica (una ficcionalización de Oviedo), empuja a la protagonista a cometer adulterio con Don Álvaro Mesía bajo la mirada lasciva de un cura hipócrita, el Magistral. Una vez cometido el acto prohibido, toda la ciudad condena a la Regenta, la expulsa, la culpa y la humilla.

Entre los habitantes se encuentra un personaje cercano, el Marqués de Vegallana, un poderoso del pueblo con una portentosa cocina. Y en esa cocina se cuece la hipócrita culpa de un pecado compartido por todos y admitido por nadie.

I

Hay un bello momento, en el centro del capítulo octavo de La Regenta, en el que la narración se detiene para contemplar la lujosa despensa del Marqués de Vegallana.

Esta descripción de bellas sensaciones olfativas, visuales y táctiles, rica en detalles coloridos y espectros de luz, recuerda la vieja tradición de los bodegones en la pintura española.

El bodegón es una pintura que muestra objetos inanimados, una naturaleza muerta, de la realidad cotidiana. En él se mezclan, dentro del espacio del cuadro, los objetos naturales y los creados por el hombre: los animales muertos, las frutas y las flores frente a los utensilios de cocina, las antigüedades y los libros.

Esta hermosa descripción de la despensa del Marqués es muy importante para la lectura de la novela:

Aquel salmón que pescaba el colono del magnate a la luz de una hoguera portátil, era el mismo que ahora estaba sangrando, todo lonjas, esperando el momento de entregarse a la parrilla, sobre una mesa de pino, blanca y pulcra.
También de noche, cerca del alba, emprendía su viaje al monte el casero que se preciaba de regalar a su señor las primeras arceas, las mejores perdices; y allí estaban las perdices, sobre la mesa de pino, ofreciendo el contraste de sus plumas pardas con el rojo y plata del salmón despedazado. Allí cerca, en la despensa, gallinas, pichones, anguilas monstruosas, jamones monumentales, morcillas blancas y morenas, chorizos purpurinos, en aparente desorden yacían amontonados o pendían de retorcidos ganchos de hierro, según su género.
Aquella despensa devoraba lo más exquisito de la fauna y la flora comestibles de la provincia. Los colores vivos de la fruta mejor sazonada y de mayor tamaño animaban el cuadro, algo melancólico si hubiesen estado solos aquellos tonos apagados de la naturaleza muerta, ya embutida, ya salada. Peras amarillentas, otras de asar, casi rojas, manzanas de oro y grana, montones de nueces, avellanas y castañas, daban alegría, variedad y armoniosa distribución de luz y sombra al conjunto, suculento sin más que verlo, mientras al olfato llegaban mezclados los olores punzantes de la química culinaria y los aromas suaves y discretos de naranjas, limones, manzanas y heno, que era el blando lecho de la fruta.
Y todo aquello había sido movimiento, luz, vida, ruido, cantando en el bosque, volando por el cielo azul, serpeando por las frescas linfas, luciendo al sol destellos de todo el iris, al pender de las ramas, en vega, prados, ríos, montes…

Todo en esta descripción nos recuerda, entonces, a la naturaleza muerta, a la pintura y al bodegón. Los frutos maduros crean un contraste con los embutidos dotando de vida una naturaleza muerta que, sin ellos, caería en lo “melancólico”. La mesa “blanca y pulcra” de la cocina del marqués presenta el marco pictórico de fondo, como en los bodegones de Cotán lo hacía el cantarero.

La idea de “naturaleza muerta” remite, en la descripción de la despensa y la cocina del Marqués de Vegallana, a la tradición pictórica, claro, pero también a una concepción de los elementos que la enriquecen. En efecto, aquí encontramos una jerarquía de la vida: los embutidos, los alimentos ya salados, ya preparados, estarían más lejos de la “naturaleza muerta” que sus contrapartes, los frutos maduros y la fauna recién cazada, “naturaleza viva”.

Así, la despensa y la cocina del Marqués de Vegallana, plantean una relación cultural con la comida: este conjunto de alimentos que se dan cita sobre la mesa de pino blanco son el símbolo mismo del dominio de la cultura sobre la naturaleza. Se conjuntan lo crudo y lo cocido siempre con el fin de la preparación de alimentos: lo que no ha sido procesado, sirve ya como ingrediente, lo que no ha sido cocinado se prepara ya para su transformación en el fuego cultural de la cocina.

Y entremezclados en el cuadro que teje el narrador, están las descripciones de escenas de caza. Porque hombres trabajan para llevar el pescado a la mesa del Marqués, para surtir de perdices su lujosa despensa:

A media noche, cuando los hornos estaban apagados y dormía Pedro, y dormía el amo, y nadie pensaba en comer, allá a dos leguas de Vetusta, en el río Celonio velaba un pobre aldeano tripulando miserable barca medio podrida y que hacía mucha agua.

Si la cocina nos muestra al hombre dominando a la naturaleza, la cocina nos muestra también al hombre dominando al hombre: mientras unos descansan, otros trabajan; mientras unos arriesgan su vida “tripulando miserable barca medio podrida y que hacía mucha agua” con la única luz de un “haz de paja encendida”, otros sueñan; mientras unos trabajan por el pan diario, otros no necesitan pensar en comida.

La despensa de Vegallana es un paraíso fabricado, entonces, con el sudor de otros.

II

El dominio del Marqués sobre la provincia entera puede verse en su mesa, en aquella despensa en la que todos sus súbitos tiene que depositar lo que cazan, peligrosamente, mientras el patrón sueña.

Pero éste no es único símbolo del dominio del Marqués.

El Marqués de Vegallana limita sus aventuras sexuales ilícitas a los confines de lo externo, de la periferia, de las aldeas que ya domina con los pesados cargos de los tributos. Así es que Vegallana “tenía todos sus hijos ilegítimos en la aldea”.

El Marqués hacía lo que los gatos en Enero. Desaparecía por temporadas de Vetusta. Decía que iba a preparar las elecciones. Pero sus íntimos le habían oído, en el secreto de la confianza, después de comer bien, a la hora de las confesiones, que para él no había afrodisíaco mejor que el frío. “Ni los mariscos producen en mí el efecto del agua y la nieve.” Y como sus aventuras eran todas rurales, salía el buen Vegallana a desafiar los elementos, recorriendo las aldeas, entre lodo, hielo y nieve en su coche de camino.

La dominación final que impone el poder político de Vegallana representado por la naturaleza muerta de su cocina no es, como vimos anteriormente, la fuerza del tributo de peces y aves que pagan sus trabajadores, sino la posesión sexual de las mujeres de las aldeas aledañas.

El Marqués insemina en las aldeas, produce hijos que necesariamente no reconoce y luego recoge los frutos de las labores de los aldeanos para alimentar, con lujo de poder, a sus honorables invitados.

Los frutos exuberantes de la cocina de Vegallana quedan inmediatamente manchados por el deseo descontrolado, la inseminación y la recolecta de los frutos de su dominación. El Marqués somete simbólicamente a toda la provincia hasta el punto de convertirla en su terreno de goce sexual sin responsabilidades.

Las recompensas de estas acciones son los frutos de la tierra que mancha con su pecado. En toda la lógica de la culpa que está fuertemente presente en la novela, encontramos que la mancha con la que se tiñe la comida del Marqués en toda su exuberancia, se disemina más allá de los límites del cuadro, más allá de la despensa, más allá de las delicias.

III

En el marco del capítulo octavo, en donde encontramos el bodegón de la cocina del Marqués de Vegallana, existe una relación que, en especial, parece fuertemente simbólica. Ahí leemos el impactante retrato del personaje de Doña Visitación. Visita, como comúnmente se refiere a ella el narrador, es un agente importante en el desarrollo de la novela.

Con enojo contra sí misma, ella recuerda cómo, en un pasado remoto, tuvo alguna aventura extramatrimonial. Y este enojo se traduce en venganza contra la mujer más hermosa de la ciudad: la Regenta, Ana Ozores. Sus conjuraciones finalmente jugarán un papel esencial en la caída al adulterio y al consecuente desamparo de la protagonista.

Pero, antes de todo esto, Visitación queda caracterizada a través de su particular manía de sublimar el deseo sexual a través de golosinas de todo tipo; y, en particular, de las que le proporciona, como “urraca ladrona” que es, la cocina del Marqués de Vegallana.

Cuando Visitación era soltera, se dijo -¡de quién no se dice!- si había saltado o no había saltado por un balcón…, no por causa de un incendio, sino por causa de un novio que algunos presumían que había sido Mesía. Todas eran conjeturas; cierto nada. Como ella era algo ligera… como no guardaba las apariencias…
Ya nadie se acordaba de aquello; seguía siendo aturdida, tenía fama de golosa y de gorrona –según la expresión que se usaba en Vetusta como en todas partes-, pero nada más. Era insoportable con su alegría intempestiva; mas en materia grave, en lo que no admite parvedad de materia, nadie la acusaba, a lo menos públicamente. Por supuesto que no se cuenta tal o cual descuidillo…
Era alta, delgada, rubia, graciosa, pero no tanto como pensaba ella; sus ojos pequeñuelos que cerraba entornándolos hasta hacerlos invisibles, tenían cierta malicia, pero no el encanto voluptuoso por lo picante, que ella suponía. Al tocarla la mano cuando no tenía guante, notaba el tacto un pringue de alguna golosina que Visita acababa de comer.

La mancha permanece y se extiende en los convidados a las cenas del Marqués y de la liberal Marquesa, esa “celestina” de los sillones mullidos. Los paseos del Marqués transforman la comida en algo portador del pecado del adulterio y todos participan de esta mancilla al comer de los frutos de su cocina.

La mancha se expande…

IV

En nadie es tan constante el simbolismo de la mancha como en Visitación y sus dedos pringosos. El mito fundador de la caída ronda, con ella, la cocina del Marqués de Vegallana: al jugar el papel de la tentadora, de aquella que busca insidiosamente la caída de Ana, Visitación se transmuta en la serpiente; mientras Álvaro, el tenorio que personifica la mancha misma, aquél que profanó primero la cocina con sus aventuras entre las sirvientas del Marqués, aquél que hará caer a Ana en la tentación, el punto focal de la sexualidad desbordante, se convierte en el fruto prohibido del árbol del conocimiento.

¿Y qué fue primero, la prohibición de Dios o el deseo de Eva?

La ley incita al pecado porque incita al hombre a tomar su propia libertad. Y el precio de la libertad es la caída, tal y como lo experimenta Ana. Toda la sociedad de la ciudad de Vetusta asedia a la Regenta con sus prohibiciones. Desde la escena de la barca de trébol en la que le imputan una pérdida de la inocencia cuando, siendo apenas una niña, se escapa y termina contándole a su pequeño amigo, inocentemente, “cuentos de dormir”…

Le imputan la ley contra el pecado, una ley hasta entonces inexistente. Desde que la acusan, nace en ella la duda… la tentación. Es Vetusta misma la que lleva a Ana a la tentación del fruto prohibido, de la manzana-Mesía, el fruto que podría liberarla de su configuración como dama noble, como ser creado culturalmente, para darle la libertad sobre su propia vida.

Una mañana vio Ana que Petra y Pepe llenaban de la más colorada fruta un canastillo de paja blanca y de colores. Ana se acercó a ayudarlos. De pronto dijo:
-¿Para quién es esto?
-Para don Álvaro –contestó Petra.
-Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda –añadió Pepe sonriendo ya a la propina que veía en la lontananza.
Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquel contacto le pareció de repente más dulce y voluptuoso.
Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía, sin poder contenerse, como una colegiala enamorada, besó con fuego la paja blanca del canastillo. Besó las cerezas también… y hasta mordió una que dejó allí, señalada apenas por la huella de dos dientes.

La tentación de la fruta prohibida es la tentación de Álvaro que se personifica en las cerezas, que Ana palpa besando el canastillo de fruta como “colegiala enamorada”. La tentación que se enmarca, justamente, en la huerta del marqués de Vegallana; huerta que también surte la riqueza de su cocina y que no está exenta de la mancha.

Por la tentación de la serpiente-Visitación y del fruto-Mesía, a través de la cocina del Marqués y con toda la admiración que por sus festines tiene Vetusta, Ana cargará con la mancilla al final de la novela. La mancilla imborrable que exige su sacrificio dentro de la comunidad, su aislamiento, su caída, su expulsión de todos los lugares sagrados y públicos.

Para que todos puedan seguir gozando de los frutos prohibidos de la cocina del Marqués alguien tiene que admitir la caída del paraíso.

Ana, finalmente, muerde el fruto prohibido, el fruto que nace hipócritamente en las andanzas del Marqués; que se cambia en comida en su cocina; que se comparte entre sus invitados, que sublima el deseo frustrado de Visitación; que atormenta al Magistral; que representa, finalmente, a Álvaro Mesías, el Don Juan irresistible.

Y Ana queda expulsada del paraíso, debe ahora subsistir, firmar fórmulas de viudez, ser desechada incluso de la iglesia. A la Regenta se le acordona, se le expulsa, se le humilla, pero el paraíso anterior era nada más la mismidad del ser creado, de la dama obediente, de la mujer sometida a la ley.

El paraíso nunca fue un paraíso sino el vergel inerte de quien aún no es libre y sueña con algo más, de quien, sin saberlo aún, desea el deseo.

El hombre pecó para llegar a ser hombre; Ana, en cambio, para ser mujer, aceptó la culpa de la humanidad entera.

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