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La cultura no es como la pintan: la alocada vida de grandes directores de orquesta

Exploramos aquí la vida alocada de los directores de orquesta para mostrarlos desde sus pasiones, celos, romances y excesos.

La figura del director de orquesta está llena de clichés e incomprensiones. Muchos los imaginan, de entrada, como hombres rígidos, viejos, de enorme carrera cultural, vanidad y altanería ególatra. La imagen se formó con fuerza y, por eso, triunfan las ideas de directores diferentes en la cultura popular (piensen nada más en el papel de Gael García Bernal en Mozart in the Jungle).

En cualquier caso, no todos los directores son como los pintan. Muchos de los más grandes exponentes del arte de conducir una orquesta fueron rockstars culturales, fascinantes personajes de extravagancia única, sibaritas vividores o mujeriegos irredentos. Aquí, exploramos la otra faceta de la vida alocada de seis directores para mostrarlos desde nuevos mitos de pasiones, celos, romances y excesos.

Herbert von Karajan

Herbert von Karajan (a la izquierda) juega con una espada falsa en la Scala de Milán. 1955. (AP Photo/Raoul Fornezza)

Una anécdota cuenta que, en una ocasión, Herbert von Karajan se subió a un taxi. Cuando el conductor del vehículo le pidió una dirección, Karajan respondió: “no importa, me quieren en todas partes”. Si bien es difícil verificar la autenticidad de la anécdota, no hay duda de que corresponde al carácter impetuoso del director de orquesta que dominó la vida cultural europea en los años cincuenta y sesenta.

Tenía un estilo peculiar: se subía al podio y cerraba los ojos para leer la partitura en su mente. Así, obsesivo de la notación musical, Karajan llevó con manos de hierro la Orquesta Filarmónica de Berlín desde 1955 hasta 1989. Algunos criticaban su falta de contacto con los músicos (todos lo respetaban, pero nadie quería ser su amigo); otros, su absoluta necesidad de convertirse en espectáculo (filmaba falsos ensayos para que el mundo lo viera dirigiendo en la intimidad); algunos más, criticaron su oscuro pasado como miembro del partido Nazi.

En cualquier caso, Karajan nunca estuvo lejos de las controversias. Le encantaba volar aviones y su enorme pasión eran los coches deportivos. Se le podía ver, en ocasiones, cortando el aire a 200 km/hr en alguna carretera del norte de Italia o bajando, ataviado con una inmaculada bufanda blanca, de una avioneta de destino privado. Karajan creó un estilo y popularizó la figura del conductor de orquesta. Al mismo tiempo, se convirtió en un extravagante rockstar de la alta cultura con caprichos constantes, derroches, mujeres y la interminable construcción de un ego sin límites.

Herbert von Karajan junto a su tercera esposa, la modelo francesa de 19 años, Eliette en Berlín. 16 de octubre de 1958. (AP Photo)

Arturo Toscanini

Todos le tenían miedo a Toscanini. Y no era el mismo miedo respetuoso que infundía Karajan en su orquesta. No, con Toscanini era probable ganarse una golpiza. O recibir, al menos, un trozo roto de su batuta quebrada en el rostro. Porque el gran maestro italiano era propenso a hacer enormes y visibles pataletas. Se enojaba con quien no respetaba la sacrosanta partitura, contra músicos, promotores y habladores políticos. Se enojaba con cualquier nota falsa porque había nacido con oído absoluto. Se enojaba con todos porque sus desplantes creaban un aura de respeto violento sólo lograda antes por el gran Mahler.

Toscanini en Nueva York. 1939. (AP Photo)

Republicano, garibaldista y profundamente nacionalista, Toscanini era un verdadero ídolo en su país. A partir de la Scala de Milán, se vendió como un enorme director en todo el mundo. Claro, muchos criticaban su necio rigor y la falta de inventividad que mostraba frecuentemente. Karajan se decía “perfeccionista como Toscanini pero fantasioso como Furtwängler”. Y ese justo medio era algo absolutamente desconocido para el famoso director italiano que siempre vivió al extremo de sus convicciones.

Toscanini solía mostrar su violencia extrema en la manera que trataba a las mujeres. Se sabía que era brusco y mujeriego, que respondía con crudeza y que no se tocaba el corazón frente a nadie. Al final de un aburrido ensayo, en una ocasión, les dijo a sus músicos:

Después de morir me reencarnaré en el portero de un burdel y no dejaré entrar a ninguno de ustedes”

(AP Photo)

Se negó a tocar para Mussolini, al que despreciaba, viajó a América para reformar la música clásica en Nueva York y se enriqueció en la ciudad de Buenos Aires, que tanto quería. En medio de las muchas anécdotas de su vitalidad enojona hay una que muestra bien la intensidad con la que vivió sus 90 años de vida. Mientras tocaban un ensayo de La Bohème, la sección de metales entró tarde. Toscanini paró todo y les dijo a sus músicos, desconsolado:

No puedo sino taparme la cara de vergüenza. Después de lo que ha sucedido esta noche, mi vida se ha acabado. Ya no puedo mirar a nadie a la cara. Pero él, él —dijo, mientras señalaba a uno de los músicos—, dormirá esta noche con su mujer, como si no hubiera pasado nada”

Carlos Kleiber

Se podría decir que Kleiber era el absoluto opuesto de Toscanini. No porque no fuera un perfeccionista, sino porque nunca tuvo la vocación de director para las masas. A Kleiber lo llamaban “El rebelde de la música clásica” porque no quería firmar contratos con ninguna orquesta fija, porque cancelaba presentaciones de último minuto, porque era un absoluto excéntrico en un mundo formado por rígidos ejemplos.

El padre de Carlos Kleiber, Erich Kleiber, era un reputado director de orquesta. Siempre le dijo a su hijo que no servía para la música, a pesar de que al joven Carlos le apasionara esta materia. Su padre siempre se negó a que siguiera una formación musical y, finalmente, lo orilló a estudiar química en Zurich. Pero Carlos era un hombre dotado de una enorme sensibilidad musical que no quería dejarse aplastar por la imposición paterna. Así que estudió música a escondidas y, casi de manera autodidacta, se convirtió en un increíble mito de la música contemporánea.

Mientras que muchos directores hacían cuatro o cinco ensayos antes de una representación, a Kleiber le gustaba tener alrededor de treinta. Y los llevaba con absoluta pasión siempre dejando a los músicos con extraños comentarios sobre la música: les pedía colores, sensaciones, sentimientos, roces, caricias y sabores; sus indicaciones musicales eran, en sí, una obra poética.

Kleiber en Munich. 1998. (AP Photo/Diether Endlicher)

Contrariamente a Toscanini o Karajan, a Kleiber le gustaba ser invisible. Cuando murió, en algún lugar perdido de Eslovenia, se le enterró en un cementerio local para que nadie lo visitara. Karajan mismo decía que el genial Kleiber “sólo aparecía cuando no le quedaba nada en el refrigerador”. Y sí, a pesar de ser el director más buscado del mundo, a Kleiber no le gustaban las entrevistas, no le gustaba la vida pública, no le gustaban las cámaras y los reflectores. Con el tiempo se fue alejando cada vez más de la música hasta que desapareció por completo.

En algunas cartas, sin embargo, queda el recuerdo de su brillante intelecto rebelde:

Con buena técnica, te puedes olvidar de la técnica. Es como con los modales. Si sabes como comportarte, puedes portarte mal. ¡Y eso es divertido! (Al menos, esa es mi teoría)”

Kleiber en Bayreuth, 1974. (AP Photo)

Eduardo Mata

En nuestra lista de extravagantes directores, no podía faltar uno de los más grandes músicos mexicanos del siglo XX: Eduardo Mata. Mata nació en la Ciudad de México en 1942, fue jefe del departamento de música de la UNAM durante siete años y director de Bellas Artes durante más de diez años. Apuesto de una manera extrañamente original, elegante y culto, Mata se convirtió en un símbolo internacional: viajaba todo el año, en todas fechas, como director invitado.

Rescató en México la música de otro rebelde, Silvestre Revueltas. Porque, como a Revueltas, a Mata le apasionaba su propia cultura. Se sentía particularmente ofendido cuando veía cualquier tipo de comentario despectivos en Europa y, alguna vez, defendió a gritos a la filarmónica de Venezuela que había sido tratada injustamente en Italia. Pero sus viajes por el mundo no le bastaban. Mata también se dejaba encantar por sus otras dos pasiones: la comida y las mujeres.

Dicen que, cuando descansaba en su casa de Tepoztlán, Mata no podía estar quieto y pronto empezaba a buscar razones para viajar. Muchas veces, esto acababa en que el director se subía a su avión privado y que él mismo manejaba hasta el Istmo de Tehuantepec para comer platos tradicionales oaxaqueños. De hecho, así murió Mata, repentinamente, en un trayecto sobre Temixco, Morelos. Iba acompañado por su amante Marina Anaya y su avión, sin razón aparente, se desplomó. Tenía 52 años y se perdió una vida rica en música… y extravagancias.

Mata en 1985. (AP Photo/John Redman)

Gustav Mahler

Mahler creó, con su figura, un viejo estereotipo del director de orquesta contemporáneo. Esa figura dibujada, con los pelos alborotados y la batuta inquieta, con largo smoking de pingüino, sobre un templete, fue creada sobre sus propias interpretaciones. Porque, antes de ser el importante compositor que ahora se reconoce en todas las filarmónicas del mundo, Mahler era un prominente director de orquesta.

Para dirigir, Mahler se enseñó a sí mismo. Y, de alguna forma, aprendió a las malas. Mucho más sensible que Toscanini pero igualmente inflexible, Mahler solía pelearse constantemente con los músicos que dirigía. También, lo corrieron de distintas óperas y filarmónicas por su carácter y el estilo dictatorial con el que le gustaba liderar a sus orquestas. Además, Mahler era un hombre de pasiones violentas.

Ilustración de Gustav Mahler en 1902. (Wikimedia)

Después de sus fallidas relaciones con la soprano Johanna Richter, con la esposa de su colega y amigo Carl von Weber y con toda mujer joven y bella que aspiraba a convertirse en cantante bajo su batuta, Mahler conoció a la horma de su zapato: Alma Schindler, su futura esposa. Con Alma -que, “podía tomarse una botella de Benedictine entre el desayuno y la comida”-, Mahler tendrá una relación tormentosa, llena de infidelidades, peleas, muerte y decepciones.

Mientras su prestigiosa carrera crecía en reconocimiento internacional, Mahler se convertía progresivamente en un ser cada vez más oscuro y aislado. Atacado por dolores de cabeza agudos y crisis terribles de hemorroides, el gran compositor sufrió mucho en sus últimos años de vida. Murió a los cincuenta años dejando un enorme legado musical y el recuerdo fundamental de un hombre que se agitaba apasionadamente mientras dirigía. El estilo y la vida de Mahler fundarán el mito contemporáneo del genio musical; y su figura es un fantasma enorme que pesa, sobre todo director, desde la vieja gloria romántica.

Ilustración sobre el estilo histriónico de dirigir de Gustav Mahler. (Wikimedia)

Sergiu Celibidache

En alguna entrevista, Celibidache dijo, con completa y violenta sinceridad: “No sabemos ni sabremos jamás qué es la música. No es una emoción. No es una comunicación. No hay una lógica intelectual en ella”. Éste era un hombre que no podía quedarse callado. El director prodigio causó el rencor de Furtwängler quien sintió rencorosa aversión por considerarlo demasiado joven… y demasiado talentoso para su juventud. En venganza, el titular de la filarmónica de Berlín, eligió a Karajan, como su sucesor.

Celibidache dirigiendo en 1945. (AP Photo/Jim Pringle)

A pesar de perder el gran honor de dirigir a la orquesta más reputada del mundo, este gran maestro rumano se convirtió, por razones muy distintas, en una leyenda. A diferencia de von Karajan, Celibidache odiaba las cámaras y las grabaciones. De hecho, hoy nos separa un inmenso e inevitable silencio de las grandes intrepretaciones de este director: negándose siempre a lo que desafió como una trampa para fabricar dinero, no tenemos muchas grabaciones de Celibidache dirigiendo.

Como siempre lo hizo, al final de su vida seguía manteniendo sus posturas radicales:

(Los discos) nos han sumido en un gran vacío. La música no es el sonido, sino un hecho trascendente. La música no es sonido, sino que éste, en condiciones especiales, se puede volver música. Copiar el sonido es falso. Algún día explicaré que el disco sólo es la posibilidad de cantar lo incantable. Toda la perfección de los medios técnicos no ha bastado para hacer comprender lo que se puede y no se puede hacer.”

Gran maestro, gran humanista, gran defensor de lo inefable en la música, Celibidache tampoco se guardaba críticas sobre sus colegas. Sobre Karajan dijo que era “un director elegante pero superficial” y que parecía “un genio del marketing. Como la coca-cola, tiene poco de músico y mucho de ministro de asuntos exteriores”; de Riccardo Muti dijo que “tiene un talento extraordinario aunque es tan ignorante como Toscanini”; y con Toscanini remató: “Toscanini era un idiota que gobernó durante sesenta años, el peor músico de todos los tiempos”.

Celibidache en 1948. (AP Photo/HvN)

Celibidache encarnó el espíritu crítico y generoso de los directores de orquesta que dejaron el protagonismo para reflexionar sobre la música en ensayos y clases. Para Celibidache el fenómeno mismo importaba, el hecho de que la música existiera y, allá afuera, se esparciera por el mundo.

¿Cómo no reconocer a este gran personaje que se negó a la gloria de sus colegas para tratar de salvar lo imposible, lo inexistente, lo efímero en la experiencia musical?

Celibidache es, para los directores de orquesta, el hombre que sacrificó la fama para buscar, en el complejo universo de las notas, un imposible absoluto.

Dibujo de 1914 para ilustrar el estilo de conducción de Mahler (Wikipedia)

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