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El otro padre de la patria que México olvidó

Ésta es la triste historia de Epigmenio González que, a pesar de dar su vida por la nación, México olvidó por completo.

En una tarde lluviosa de 1858, doce personas seguían un ataúd negro, humilde, remachado con clavos. Era la triste procesión para el entierro de Epigmenio González en Querétaro. Este héroe de la Independencia va al cementerio sin funcionarios públicos, sin que nadie toque trompetas o fanfarrias, sin que nadie cante sus alabanzas.

El sepelio deposita al ataúd en una bodega llena de basura y cajas viejas, abandonadas a la humedad. Huele rancio en el oscuro cuarto en donde reposan los restos de Epigmenio. Pronto lo llevarán a otra parte. Su último reposo será en el “Patio de las Gallinas”, la parte del cementerio reservada a los heterodoxos y los suicidas; el lugar en donde se entierra a los parias de ultratumba.

No hubo honores para la muerte de Epigmenio González. Y, sin embargo, muchos dicen que él fue el verdadero detonador de la independencia de México, el primer mártir de la naciente patria, el más obstinado de los rebeldes del círculo de Hidalgo y Allende.

Ahora, en el balcón del Palacio Nacional y en los miles de municipios que conforman la República, nadie grita “¡Viva Epigmenio González!”. El nombre de este padre de la patria fue borrado de los libros de historia. Y, sin embargo, en los resquicios del recuerdo nacional sigue apareciendo la figura del mártir revolucionario que se opuso a la corona española para pudrirse en una cárcel de Asia.

Una historia triste que nos recuerda la ingratitud de los símbolos patrios… y de nuestros olvidadizos cariños patrióticos.

Celebración del Grito de Independencia en el Zócalo de la Ciudad de Mexico. 1992. (AP Photo/Joe Cavaretta)

El jubiloso de Manila

En el fondo de una cárcel en Manila, Filipinas, se amontonan cuerpos de hombres desventurados. Es una cárcel para penas graves, una cárcel de exilio bajo el yugo poderoso de la Corona Española.

Ahí hay hombres de todos los rincones del mundo, presos de un imperio colonial en decadencia. Si el poder del imperio mengua, el frío de los grilletes no cambia. Y en el fondo de esa prisión filipina, con el calor y la humedad, los hombres se convierten en menos que bestias.

Intramuros colonial de Manila en el siglo 19. (CC)

Un buque español se aproxima al puerto de Manila. Se llama “El Feliz” y trae noticias tristes para la Corona: Iturbide ha conseguido la independencia de México. La noticia empieza a circular con indiferencia entre los presos hasta que uno exclama de júbilo y empieza a llorar. El hombre se alza, torpe con las cadenas que le atan los pies, y parece que quiere echarse a volar.

Ese hombre viejo, en harapos y con la barba blanca, es Epigmenio González, el primer mártir de la Independencia. En esa cárcel nadie lo conoce… y nadie entiende su súbito júbilo. Epigmenio acaba de cumplir su sueño: después de una década preso, sabe que México es libre y soberano.

Pero hay algo que falta a este sueño que lo hace llorar de alegría… porque Epigmenio no tiene ninguna esperanza de volver a ver su tierra natal.

Bastión en el intramuros colonial de Manila en el siglo XIX. (CC)

El viejo olvidado del Palacio

Después de cumplir 26 años preso, Epigmenio González es por fin liberado de su prisión en las Filipinas: la Corona Española acaba de aceptar la Independencia de México. A sus 57 años, Epigmenio tiene el aspecto de un hombre viejo, impedido por las enfermedades. Tantos años de grilletes dificultan su andar y causan un salpullido permanente en la parte baja de sus piernas. No tiene un solo peso y está perdido en un país extranjero del que solo conoce una celda.

Pero Epigmenio tiene una resolución de fierro y quiere regresar para ver su patria libre del “yugo gachupín”. Vaga por las Filipinas hasta que logra encontrar a un comerciante caritativo que, conmovido por su historia y su humilde simpatía, decide llevarlo del otro lado del mundo.

Convento en la ciudad de Querétaro. (Flickr / CC)

Y Epigmenio regresó entonces a su ciudad natal.

Dirigido por las sensaciones familiares de un país que lo había olvidado llegó frente al Palacio de Gobierno. Ahí, algunos historiadores novelan que fue recibido por un guardia. El guardia, evidentemente, le impidió el paso a este hombre de vestido simple y sombrero de jipi. Epigmenio, orgulloso, exclamó entonces: “Yo soy uno de los padres de la patria, el primer armero de la revolución”.

El guardia, desprevenido, mira al pobre hombre, sucio y descuidado, con 10 años más en la cara de los que realmente tiene.

– ¿Quién?- contesta incrédulo. Epigmenio comienza a explicar, el guardia lo escucha con cierto recelo, a instantes se distrae, se aburre y de repente vuelve al relato, al cabo de unos minutos termina de narrar toda su historia.

–Pues mire, aquí la lista de los padres de la patria ya está hecha. Ahí le van: Aldama, Allende, Morelos, pero usted no figura, además… – se detiene un segundo el guardia
– ¿Quién es usted?- Le interroga

–Ya le dije que yo soy Epigmenio González-, el guardia sonríe ligeramente, un poco engreído –Exacto, que es lo mismo a no ser nadie.”

Mapa de la ciudad de Querétaro en el siglo XIX. (CC)

La pulpería de la pólvora maldita

De padres españoles, Epigmenio González nació en la ciudad de Querétaro en 1778. Fue, junto a su hermano Emeterio, un comerciante próspero. Juntos, atendían, con algunos empleados, una pulpería o abasto de Indias, como se les llamaba a las tiendas de abarrotes y alimentos. Estaba casado con Doña Anastasia Juárez y tuvo tres hijas con ella.

Era un hombre de vida próspera y normal… pero de fuertes convicciones libertarias e independentistas.

En los albores de la independencia, él y su hermano empezaron a ir regularmente a las tertulias literarias o “chocolateras” que se organizaban, públicamente, en la casa del Dr. Sánchez y, de manera privada, en la casa del licenciado Parra. En estas reuniones se comenzaba a fraguar la revuelta popular que conduciría, tantos años después, a la independencia de México.

Asistieron a estas tertulias los famosos personajes de la historia oficial: el corregidor Miguel Domínguez, su esposa Doña Josefa Ortiz, el cura Miguel Hidalgo y Costilla, Juan Aldama e Ignacio Allende. También asistieron a ellas personajes mucho menos conocidos por la historia: Galván, Luis Frías, Luis Gutiérrez, el Alcalde de Querétaro y el cura Gil de León.

Mural de José Clemente Orozco que representa al cura Miguel Hidalgo. (CC)

Pocos de ellos resistieron a la presión y al acoso de la corona… y hubo diversos soplones en el grupo. El corregidor ya no podía ignorar las presiones de sus subalternos, fieles a la corona, y tuvo que escuchar a los delatores.

Varios dedos señalaron a los hermanos González, dueños de una pulpería en el centro de Querétaro…

Epigmenio González solía decir “Estoy dispuesto a sacrificarlo todo en bien de mi patria”. Y eso fue exactamente lo que hizo. Por sus conocimientos en química, se convirtió, junto a su hermano, en el principal fabricante de pólvora para los insurgentes. Guardó cartuchos, armas y espadas dentro de las bodegas de su tienda…

La noche del 13 de septiembre, el corregidor fue obligado a proceder contra algunos de sus amigos para no ser tachado, él mismo, de conspirador. El escribano de la ciudad pidió veinte hombres y se dirigió, con él, a la tienda de los González. Apostó a hombres en los techos aledaños y cerró todos los escapes… los hermanos González no pudieron ser salvados, siquiera, por el mismísimo corregidor que vio como se desvanecían las esperanzas de la revuelta.

Entre los muchos encarcelados de esa noche, solamente los hermanos González declararon con orgullo ser conspiradores. Los llevaron a una celda del Convento de La Cruz y, poco tiempo después, a la Ciudad de México, humillados, sobre una mula, con la cara vuelta a la grapa.

Grabado del inicio de las luchas revolucionarias en 1811. (CC)

Los hermanos no vieron cómo su encarcelamiento sacudió al país; no fueron testigos del mensaje que envió Josefa Ortíz al alcalde Ignacio Pérez; ni de la cabalgata de Pérez para avisar a Aldama; ni de la prisa de Aldama por llegar a Dolores y transmitir el mensaje que inició la revuelta, el 16 de septiembre, a Ignacio Allende y al cura Hidalgo.

Mientras el creciente ejército de Hidalgo vaciaba las cárceles en su camino a la Ciudad de México, los hermanos González sufrían en aislamiento. Y el ejército de Hidalgo frenó sus esfuerzos antes de tomar la capital, retrasando el fin de la Independencia por más de 10 años.

Y se desvanecieron las esperanzas de libertad para los hermanos González. Pero, en un presidio que apenas comenzaba, Epigmenio no fue ocioso: junto a su hermano, fraguaron una nueva conspiración dentro de la cárcel. Los españoles la descubrieron y fusilaron, ahí mismo a Emeterio. A Epigmenio no lo mataron, pero lo condenaron al exilio permanente de América: tendría que partir a Acapulco para ser embarcado hacia una prisión en Manila, Filipinas.

La suerte del incitador de la revolución, del hombre olvidado de los anales de la historia, estaba echada: sería condenado a no ver los frutos de su labor y el fin de todos sus sufrimientos. Mientras la independencia seguía su curso, González se pudría en una prisión, del otro lado del mundo.

Retrato del Rey Fernando II de España. (Wikimedia // CC)

El viejo liberal del sombrero

Epigmenio González pasó 26 años en prisión. Es la misma cantidad de tiempo que pasó encerrado, en circunstancias muy distintas, Nelson Mandela. Durante esos años, sufrió innumerables sufrimientos y privaciones. Cuando regresó a México el héroe patrio olvidado era un viejo extraño al que nadie reconocía y que sólo mencionaba a amigos muertos.

En 1939, el presidente Nicolás Bravo reconoció sus aportes a la lucha de independencia y lo nombró vigilante de la Casa de Moneda de Guadalajara. Un periodista lo fue a buscar y escribió su historia en el periódico La Revolución. Aún así, no se le hizo ningún reconocimiento público, local o federal.

Así que Epigmenio siguió viviendo de manera humilde. Trató de pagar deudas que ya habían sido olvidadas. Trabajó durante años, por ejemplo, para pagar la suma de mil pesos que le habían dado como donación a la iglesia y que había entregado a Allende para financiar la revuelta. No quiso reclamar los bienes que le quitó la corona y siempre vivió discretamente, en Guadalajara, la ciudad que finalmente lo recibió.

Base de la estatua a Epigmenio González en la Rotonda de los Hombres Ilustres en Querétaro. (Wikimedia / CC)

Paseaba por las calles, este viejo afable, con un sombrero blanco de jipi y holgadas prendas de algodón blanco en verano y pesadas capas negras, anacronismo extraño, en invierno. Caminaba con dificultad por sus pies magullados y tenía que dormir con las piernas colgadas a un extraño aparato para que la sangre no fluyera a sus extremidades lastimadas.

Nunca le hizo daño a nadie y nunca reclamó nada. Pero, cuando los conservadores llegaron al poder, le quitaron la pensión de cien pesos que le había otorgado el estado. Porque claro, Epigmenio nunca se desdijo de sus ideas liberales y siguió gritándolas a los cuatro vientos.

Murió en la pobreza y fue enterrado, en un sepelio triste, en la parte del panteón para los que no tenían gloria oficial ni religión admitida. Mucho tiempo después se le llevó, como única gloria póstuma, a la rotonda de los hombres ilustres de Guadalajara y, finalmente, sus restos acabaron en el panteón de su ciudad natal, Querétaro.

La ciudad de Querétaro al final del siglo XIX (CC)

En esa vida de ochenta años, Epigmenio González tuvo pocas alegrías. Perdió a su familia y a sus amigos, perdió su patrimonio y vivió casi tres décadas en prisión.

Ahora, después de tantos sacrificios, nadie lo recuerda como héroe de la independencia.

Tal vez, a este hombre humilde y liberal convencido, le hubiera gustado este desenlace: su memoria queda entre notas, como la de todo un pueblo que murió anónimamente, en tan cruenta guerra.

Festejo del Grito de Independencia en Los Ángeles. 1996. (AP Photo/John Hopper)

 

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