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Fatih Akin: El hombre que se vengó del racismo

¿Quién es Fatih Akin, el cineasta que ha ejercido venganza contra el terrorismo, el racismo y el odio en su país?

Fatih Akin sorprende a la vista. Es un hombre apuesto, tiene un porte elegante y rasgos árabes; viste un traje ligero y se mueve como aquél que tiene pena de ser reconocido y quiere regresar a su barrio para sentirse en casa.

Hoy, lo están homenajeando 902 personas de pie en el Teatro Juárez al centro de la ciudad de Guanajuato. Es el Festival Internacional de Cine de la ciudad y él es, junto a Brigitte Broch -enorme diseñadora de arte de González Iñárritu- e Isela Vega, uno de los invitados de lujo.

Brigitte Broch e Isela Vega rebasan ya los setenta años, ¿por qué un festival está rindiendo altos homenajes, junto a estas grandes figuras de larga vida, a un hombre de 45?

¿Quién es Fatih Akin? ¿Quién es este hombre misterioso que ha ejercido venganza contra el terrorismo, el racismo y el odio en su país?

(AP Photo/Andrew Medichini)

Cabeza de turco

En 1980, el periodista alemán Günter Wallraff se hizo pasar por un inmigrante turco para acceder a los peores trabajos de Alemania Occidental. Se disfrazó con unos lentes y una peluca y pidió trabajo en la industria farmacéutica, la limpieza industrial y, para probar la máxima hipocresía de las oportunidades, a un McDonald’s. Lo que descubrió fue impactante.

Wallraff pudo vivir lo que sus congéneres nunca viven. Y lo reportó en forma de relatos inmersivos y brutales. La xenofobia, el racismo, la explotación no son males de un pasado que se puede olvidar bajo una capa tentadora de buenas intenciones. No, la discriminación vivía y palpitaba en esa parte occidental y próspera de la capital alemana.

El peligro de los grandes reportajes de Wallraff en su libro Cabeza de Turco, es que puede cumplirse la advertencia que plantea el autor: en la prosperidad del gigante económico que es Alemania, se olvida frecuentemente la suerte de los marginales y los excluídos. La generación joven de Alemania nació de padres que sufrieron esta discriminación; son la segunda, la tercera, la cuarta generación de migrantes que pertenecieron a otro continente.

Trabajadores turcos esperan un camión en Frankfurt, 1978. (AP Photo/Rolf Boehm)

En 2011, el 12.3% de la población alemana tenía familia de origen extranjero y 7.7% eran migrantes. Es decir que 1 de cada 5 habitantes de Alemania era migrante o hijo de migrantes. Y, por supuesto, con las recientes crisis humanitarias en Medio Oriente, estas cifras no han dejado de aumentar.

La realidad en la que nació Fatih Akin es ésta. Pero él no nació en una situación precaria, nunca tuvo que pedir trabajo en un McDonald’s o hacer humillantes tareas de limpieza industrial como las descritas por Wallraff. No, Fatih Akin nació en una familia de migrantes pero tuvo la oportunidad de estudiar arte en la Universidad de Hamburgo.

A pesar de esto, la realidad de Akin siempre estuvo confrontada a su etnicidad. No había forma de separar al turco del alemán. Antes  siquiera de conocer Estambul, la primera identidad de Fatih Akin estaba en su barrio, en el puerto, en Hamburgo. Ahí fue donde filmó su primer largometraje, Short Sharp Shock, que lo puso en la mira del cine nacional. Ahí es donde todavía, después de todo su éxito internacional, sigue teniendo sus oficinas.

Pero ese largometraje personal, cercano, filmado en el patio trasero de su barrio, trata también sobre un tema apremiante: la vida de los hijos de migrantes y su difícil lucha contra la discriminación. Como hizo Mathieu Kassovitz con La Haine, Akin narró en su primera cinta la dura situación de tres jóvenes amigos con tres distintas procedencias: uno es de ascendencia turca, otro es serbio, otro más es griego.

Fatih Akin y sus actores en la filmación de Short Sharp Shock. (Zagreb Film Festival)

Y, a partir de ahí, las tensas relaciones de la herencia y de la pertenencia, del pasado y de la identidad presente, han sido un motivo continuo en sus películas. A Fatih Akin no le gusta que lo cataloguen, solamente, por el hecho de ser de ascendencia turca. Él mismo lo ha dicho:

Imagina que soy un pintor, y que pasamos más tiempo hablando sobre la pared en la que está expuesta mi pintura o del marco de mi pintura, que de mi pintura. Claro que es frustrante y es por eso que voy a dejar esos temas tarde o temprano.”

La puerta de Brandenburgo con la bandera turca proyectada. (AP Photo/Markus Schreiber)

Pero Fatih Akin hace películas personales, crudas, violentas, que nacen de su propia experiencia. Parece imposible que las haga de otro modo. Ahí mismo, en el Teatro Juárez, frente a cientos de personas que lo escuchan, Akin dice:

Hago películas sobre mis emociones. No soy un intelectual, no hago cine de intelectuales… a pesar de que ya tengo lentes y a veces los uso.”

Y su última película no es la excepción. La magnífica y muy criticada In the Fade cuenta una historia de venganza, de violencia y de racismo que toca muy hondo en los miedos alemanes al terrorismo y al pasado de una nación que no quiere recordar su racismo.

Fotograma de In the Fade

Fatih Akin hizo una película sobre el terrorismo para darle un papel de vengador a las víctimas y para hablar de la justa retribución violenta… aunque sea sublimada, a través de una pantalla.

¿Sabes qué? lo que quería decir con esta película es simplemente “¡Jódanse!” ¿Sabes? “¡Jódanse todos!” Digo, no ustedes, sino a los que les concierne, a esos hombres que no piensan que cabemos todos juntos en este mundo; que no piensan que este mundo basta para todos.”

Jódanse

In the Fade cuenta la historia de una familia peculiar. Katja y Nuri se casan en la cárcel. Ella es alemana y él es turco. Se conocieron porque, mientras ella estudiaba la universidad, fue a comprarle hashish para diversión casual. Y, poco tiempo después de que iniciaran un romance, a Nuri lo arrestan con más de 50 kilos de esta droga. Los cargos son por narcotráfico y pasa 3 años en la cárcel.

A Katja no le importa la espera: está enamorada de este apuesto y enorme turco. Se casa con él en prisión y tienen un pequeño hijo.

Fatih Akin recibiendo el homenaje del Festival de Cine de Guanajuato 2017. (Noticieros Televisa)

Tiempo después, Nuri sale de la cárcel y aplica lo aprendido en un curso de administración: pone una pequeña oficina de traducción y ayuda a migrantes en cuestiones de impuestos. El negocio prospera, la familia prospera, la vida sigue como un ejemplo de reinserción social y cariño familiar.

Pero llega la tragedia.

Al dejar al hijo en la oficina de su marido, Katja ve a una mujer rubia que abandona una bicicleta en plena banqueta. No lo piensa y se aleja. Minutos después, el paquete amarrado a la parte posterior de la bicicleta estallará matando a su familia de la manera más violenta: es una bomba casera echa con fertilizante, diésel y clavos.

Ataque terrorista neonazi en Alemania, 2015. (Roland Halkasch/dpa via AP,file)

Katja tiene que sufrir la investigación y el juicio cuando encuentran a los culpables: una pareja de neonazis alemanes que querían atacar el centro de un barrio turco. Y la justicia no le hace justicia. A pesar+ de que las evidencias son enormes, a pesar de que encuentran los materiales de fabricación de la bomba en el garage de la pareja neonazi, a pesar de su testimonio, todos se inclinan a culpar a las víctimas.Ella es culpable por consumir drogas. Él es culpable porque un convicto seguirá siéndolo siempre. Ambos son culpables por tener un hijo y ponerlo en peligro en sus esquemas de drogadicción.

Nada de eso es cierto. Pero la verdad ya no importa: las instituciones que rápidamente juzgan un ataque de radicalismo islámico como terrorismo, no quieren hablar de terrorismo blanco, de neonazis, o de recuerdos históricos incómodos. Nadie quiere volver a hablar de Hitler.

Cuando liberan a los asesinos de su marido y de su hijo, Katja queda devastada. Frente a ella queda una imposible elección: matarse para acabar con su sufrimiento, continuar un proceso legal imposible de ganar o vengarse por mano propia. Cansada de las instituciones, Katja decide armar una bomba con el coche de juguete de su hijo, utilizar el mismo fertilizante, el mismo diésel, los mismos clavos y explotarse junto a la pareja de neonazis.

Lo último que se ve en la cinta es un árbol incendiándose progresivamente por la explosión. Primero se queman las ramas inferiores, luego se prenden las ramas intermedias, de pronto, todo el árbol está en fuego. La metáfora es clara: la violencia llama a la violencia y nada puede detenerla, como nada detiene a la luz, al agua o al fuego trepando por las ramas de un árbol.

Manifestación neonazi en Alemania, 2009. (AP Photo)

(AP Photo)

Con este final violento Fatih Akin quiso quitarle la victimización a las víctimas y, al menos, en el imaginario del cine, vengarse de unas instituciones a las que considera discreta pero certeramente racistas. Para Akin, el juego está arreglado y hay una disposición a olvidar el terrorismo blanco en un mundo que solo habla de terrorismo islámico.

Éste es el mismo pensamiento de Aimée Cesaire cuando decía que solo se llama a una masacre un genocidio cuando se trata de blancos muriendo. Nadie llamó genocidio a la colonización africana y el mundo tardó décadas en reconocer el genocidio armenio en Turquía (que Akin también trató en The Cut)…

En esta cinta, Fatih Akin quiso darle armas a las víctimas del terrorismo blanco, quiso decirles que son visibles, que existen y que importan, que las nueve personas que murieron por ataques racistas en Alemania entre 2000 y 2007 son también víctimas de terrorismo, que existe el racismo radical en Europa.

Fotograma de la película The Cut de Fatih Akin

Es cierto, al visión de Akin no habla del terrorismo en una gran escala, no trata de muchísimas cuestiones de peso y no es una reflexión profunda sobre la violencia. Pero es una obra que muestra el enojo de un director viendo a los grupos de odio racial crecer en el lugar en donde nació; de un ciudadano inquieto que nota que nadie hace nada al respecto. Grecia, Alemania, Polonia, Holanda, Francia, son sólo algunos países en donde, a pesar de los estigmas de la Segunda Guerra Mundial, la ultraderecha ha crecido considerablemente.

El crecimiento de los grupos de odio blancos en Estados Unidos es también preocupante, claro. Pero las acciones antiterroristas proponen leyes para prohibir que migrantes sirios lleguen a suelo americano. Ningún grupo ha matado a más personas en ataques terroristas en suelo americano que los grupos de odio blancos; pero sólo se habla de los ataques inspirados en un islamismo radical mal definido.

Protesta neonazi en Alemania, 2009. (AP Photo)

Akin sabe que no puede acabar con los grupos de odio con una película. Es un romántico, pero no es ingenuo. Y, sin embargo, sabe que la realidad cambia cuando se visibiliza lo invisible. Hay algo políticamente terrible en olvidar, colectivamente, a ciertas víctimas para volver a otras mártires.

Para Akin el cine es también un arma; el arma que le da venganza personal contra el odio que ha vivido en su vida; el arma que no tuvieron sus padres o los trabajadores turcos de un McDonald’s; el arma que no tienen los refugiados sirios. Y esa arma es abstracta pero violentamente necesaria: es el arma simbólica del discurso; es la capacidad de indignación de las víctimas; es el arma que vuelve el dolor de otros visible, que lo vuelve presente, le da textura. Es el arma que da la capacidad tan libre de decir, simplemente, a aquellos que quieren restringir el mundo:

“Jódanse: no seremos sus víctimas”

(Flickr/ Anders Henrikson, CC BY 2.0)

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