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Crítica: Blanco de Verano – Amor, odio y fuego adolescente

Con un singular cuidado formal y temático, Blanco de Verano de Rodrigo Ruiz Patterson es una de las mejores películas mexicanas del 2021.

Prometeo bajó del Olimpo el fuego para que los hombres pudieran comer, calentarse y crear. Se sabe: pagó muy caro por su descaro. Luego, los hombres, totalmente ajenos al sacrificio del titán, tomaron el fuego y lo convirtieron en un arma para entrematarse. Desde los mitos griegos hasta Hiroshima, el fuego es un símbolo doble en la cultura occidental: al mismo tiempo el principio de creación y la posibilidad de destrucción; Eros y Thanatos; pulsión de vida y pulsión de muerte.

En Blanco de Verano, Rodrigo Ruiz Patterson retoma el simbolismo mítico del fuego, la dualidad de la destrucción y de la construcción, para contar un drama familiar en otra escala. El amor y el odio dentro de un intenso microcosmos. Su propuesta, atravesando la esencia misma del humano desgarrado entre el cariño y la violencia, es también un melodrama contenido de la indefinida clase media mexicana. Esta película, usando viejos símbolos, escapando del realismo social más repetitivo, da una visión tormentosa de la educación sentimental masculina, de las familias modernas y de la compleja relación que mantienen los mexicanos con las figuras maternas.

(Pimienta Films)

I

Rodrigo es feliz en la casa de interés social que comparte con su madre. Ella lo llama “cachorro”. Cuando está inquieto, por las noches, va a dormir con ella. Juntos bailan frente al árbol de navidad. Ella le muestra cómo debe guiar en el baile, cómo ser el hombre. El truco está en el contacto visual, explica. La vida es buena entre estas cuatro paredes coloridas.

Pero nada es para siempre.

La madre decide ir a una cita. La cita va bien y regresa con Fernando a la casa. Duermen juntos y el cuarto materno se cierra, por una noche, para el cachorro. Poco a poco la vida familiar comienza a cambiar. Hay otra dinámica y Fernando cada día está más presente. Termina mudándose. Mete sus cosas, sus maletas, sus muebles. Con la madre, escoge un color para pintar la casa renovada. Sobre las coloridas paredes se impone el blanco de verano, la pintura que más refleja la luz.

(Pimienta Films)

Para Rodrigo no hay luz. Esta nueva casa, este ideal de familia de clase media, le parece opresivo. Su hostilidad hacia Fernando es cada vez más visible. Su enojo se manifiesta en silencio, con la necesidad de quemar cosas. Basureros, pinos de navidad, cerillos amarrados, basura. Su único escape es un terreno baldío en donde libera su deseo pirómano. También ahí construye una nueva casa en una camioneta abandonada. La llena de los símbolos de sus placeres secretos: mujeres, cigarros, revistas, un maravilloso encendedor de gasolina.

Pero Fernando está en todas partes.

¿Algún día regresarán los buenos tiempos con su madre?

¿Algún día el cachorro volverá a ser rey de la casa?

¿Qué puede hacer para que desaparezca el intruso?

(Pimienta Films)

II

Blanco de Verano es una película de recursos formales controlados. Hecha con tres actores en locaciones que se cuentan con los dedos de una mano, la cinta de Ruiz Patterson tiene una enorme confianza en una premisa formal tan sencilla como efectiva. La idea general de la película es, antes que nada, confiar en las imágenes más allá de los diálogos. El guión, en ese sentido, es profundamente cinemático: lo que importa es el movimiento, las expresiones corporales y la vivencia del espacio.

Ruiz Patterson y la talentosa fotógrafa Maria Sarasvati Herrera liberaron a la cámara del tripié para seguir a los actores. Esta movilidad le da a Adrián Ross, el joven actor no-profesional que interpreta a Rodrigo, un espacio para la naturalidad. Y su desarrollo libre, junto a dos actores profesionales como Sophie Alexander-Katz y Fabián Corres, es notable.

La cámara de Sarasvati Herrera se mueve con cercanía y curiosidad. La apertura de los diafragmas desenfoca el entorno y, de pronto, todos los personajes en escena quedan sometidos a claustrofóbicos close-ups. La sensación que produce esta propuesta formal es casi táctil. Hay una cercanía corporal con los actores, como si estuviéramos atrapados con ellos en la casa. La claustrofobia que empieza a sentir Rodrigo, entonces, se convierte en algo compartido, vívido, físicamente resentido.

(Pimienta Films)

Con esta cercanía, también, la cinta de Ruiz Patterson cuenta la historia a través de rostros y gestos, de cuerpos desplazándose en entornos. Los diálogos en este guión son escuetos y la verdadera intensidad emocional pasa por lo visual; todo centrado en el magníficamente expresivo rostro de Ross y en una dirección de actores que sabe canalizar su ira, desesperación, y desprecio altivo.

Frente a esta cámara en mano y estos acercamientos claustrofóbicos, Patterson propone dos liberaciones: los espacios de libertad de Rodrigo en el deshuesadero, lugar privilegiado de destrucción creativa, al que los lentes angulares dan una impresión de amplitud etérea; y el fuego filmado con la misma cercanía y curiosidad táctil.

Por un lado, los espacios abiertos, verdaderamente iluminados, se oponen al opresivo ambiente de la casa. Los coches que Rodrigo pretende manejar, esas carcasas descompuestas y polvosas, lo llevan por carreteras imaginarias que se oponen a las muy incómodas clases de manejo bajo el juicio masculino deL padrastro. En la imaginación recoge a mujeres en la carretera, tiene conversaciones casuales, fuma como un vaquero misterioso; en las clases de manejo es un niño mimado con una pobre coordinación motriz.

El fuego, finalmente, es un espacio de liberación como puro caos hermoso. Hay algo de gozo en ver una destrucción tan bella. El fuego empodera a Rodrigo, lo hace sentir en control, dios creador y dios vengativo. El fuego apreciado cinematográficamente como algo inevitable, indomable, profundamente estético, lleno de sonidos misteriosos. El fuego, finalmente, como un puente real entre lo formal y lo temático. El mismo puente que une nuestra necesidad de amor y nuestros violentos impulsos de destrucción.

(Pimienta Films)

III

En Blanco de Verano, no hay héroes o villanos. Los tres personajes de esta película están atrapados en la tragedia cotidiana de la comunicación: todos quieren entenderse, pero ninguno habla el mismo lenguaje. La sintonía de Rodrigo con su madre pasaba por un acuerdo tácito, por un entendimiento sin palabras. Cuando este acuerdo mudo se rompe, los canales de comunicación se tuercen.

Toda la película está entonces compuesta de gestos que sirven como función fática: gestos que quieren, una y otra vez, comprobar que los canales de comunicación no están rotos. Al regar pintura en los trajes de Fernando, Rodrigo está comunicando su recelo. Niega el acto no nada más para escapar al posible castigo, sino porque el gesto es elocuente. Al dejar que Rodrigo fume en el coche, al contarle viejas aventuras en antros de Acapulco, al enseñarle a manejar y a portar un traje, Fernando establece el único vínculo que considera posible: una transmisión paterna de códigos masculinos. Al pintar las paredes de la casa, Valeria hace un gesto de reconstrucción, extiende hasta Fernando el deseo de un nuevo comienzo, un lienzo en blanco, una nueva familia.

Si todos estos actos se comprenden entre interlocutores silenciosos, ninguno logra su propósito. Fernando no puede crear una complicidad paterna porque ésta nunca le ha interesado a Rodrigo, ansioso siempre de la atención materna. Rodrigo no puede imponer su voluntad con hostilidad porque el intruso ya vive en la casa familiar. Fernando nunca será bienvenido y esta casa nunca será un lienzo en blanco.

(Pimienta Films)

Entre todos estos intentos rotos, se articula algo hermosamente humano. Porque, dependiendo de la perspectiva, cualquier acto de amor puede ser un gesto de odio y viceversa. Para Rodrigo, lo que hacen amorosamente Valeria y Fernando tratando de complacerlo con viajes, regalos y convivialidad son gestos hostiles, que destruyen su libertad y merman la relación ideal que tenía con su madre. Para Valeria y Fernando, los gestos destructivos de Rodrigo parecen las más puras manifestaciones de un odio irracional adolescente, cuando en realidad son gestos de añoranza y celos, es decir, gestos de amor frustrado.

Al final de Blanco de Verano, todo regresa al principio. Y la nueva posibilidad de construcción en la familia anuncia futuras destrucciones. Porque todo esto dibuja el círculo constante de las relaciones humanas: destruimos y construimos, reconstruimos y destruimos de nuevo. El último gesto de amor y aceptación materna en la película de Patterson, encima de toda la destrucción, no muestra que Rodrigo haya ganado, sino que todos se rindieron al eterno retorno de las contradictorias emociones humanas. En ese sentido, el coming of age de Patterson tiene un sentido de la fatalidad muy real.

El realismo de Blanco de Verano no descansa en la obsesiva necesidad del cine nacional de particularizar la pertenencia geográfica y socioeconómica de sus personajes desde los acentos, los localismos, y el diálogo. Aquí, la clase media es evidente, pero también difusa. Se ve en el tipo de casa, en la posibilidad de los coches y de las escuelas privadas, en los viajes de vacaciones a Acapulco. Pero también se difumina porque no hay nada que la sitúe en un lugar en particular. Está ahí, en un desarrollo urbano periférico. Está ahí y está en todas partes.

(Pimienta Films)

El realismo de Blanco de Verano se cimenta, más bien, en un coming of age que no se resuelve. Al final, no sabemos si Rodrigo entendió una lección o superó los berrinches de la adolescencia. Tal vez ni siquiera se quitó la maña de preferir la catsup de sobrecitos; definitivamente no va a dejar de fumar. Aquí, entonces, la pretensión moralizante del bildungsroman, se trunca por el ciclo continuo de la vida en tropiezos, amor torpe, odio irracional, construcción y destrucción. Y eso es algo profundamente real: el melodrama cotidiano no necesariamente nos enseña un cambio trascendente. Vamos tambaleantes, sosteniéndonos con los muros, ciegos y sordos, sin entender lo que nos desgarra.

Desde un microcosmos perfectamente encuadrado en una lógica claustrofóbica, Ruiz Patterson creó una historia que se extiende a viejos mitos. Edipo es evidente, claro, pero más allá de eso, está la idea del fuego prometeico, creador y destructivo. La flama joven, irracional, que arrasa y se renueva, alimenta la vida del personaje de Rodrigo con todas las posibilidades audiovisuales del encierro y la libertad. El fuego, desde lo muy particular, teje relaciones con el mundo, con la historia y con el recuerdo íntimo del horror, por todos compartido, que fue habitar una mente adolescente.

Calificación: 3.5/5

(Pimienta Films)

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