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El amor del que mira: carta abierta a Alonso Ruizpalacios

El ensayista Armando Navarro escribe una carta abierta al director mexicano, Alonso Ruizpalacios, sobre la relación personal que tiene con su cine.

El ensayista Armando Navarro escribe una carta abierta al director mexicano Alonso Ruizpalacios sobre la relación personal que guarda con su cine.

 

Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?”

Ricardo Piglia

Corrí a ver Museo un día después de su estreno con la mujer que estaba conmigo entonces. Corrí, en efecto, pues dos años atrás había visto Güeros por primera vez. Entre las imágenes iniciales, llenas de niños que hacen digitaciones, apareció el archivo: la extracción de Tláloc, el despojo, el coraje de Coatlinchán, la llegada del monolito, el relato del padre. Y luego, en los créditos iniciales, vino Silvestre Revueltas intervenido con sintetizadores; un Revueltas, digamos, proveniente de un futuro anterior. No puede ser cierto, me dije, y me descubrí atravesado de nuevo por esa luz del pasado, es decir, por su luz, Alonso Ruizpalacios. Hacía tanto tiempo que una obra no me tocaba así.

La idea de esta carta anidó en mí hace seis meses. Cuando por fin declaré el deseo de escribirle, caí en cuenta de que mis letras no son una exageración. Y si lo son, se trata de una exageración honesta. Pienso en Juan, en la ofrenda enterrada en el suelo de Palenque. Pienso en Gallo, en el impulso de abandonar la parrilla y decir “basta”. Pienso en Tomás, en el llanto de Dylan, en la reconstrucción del padre. Pienso en Ulises, que fallece en los brazos del mar. Pienso en Ariel, en el robo, en el hijo futuro y exigente de crimen. Pienso en el resarcimiento que hay en esos cuadros. Entonces comprendo que yo también necesito enunciar algo. La razón es simple, pero honda: su cine, señor, me ha hecho bien.

En huelga de la huelga

Del terremoto de 2017 aún guardo el estremecimiento. A la fecha cualquier alarma derrumba mi pulso. La memoria se lleva en la carne. Lo que nuestros hijos llamarán “historia” no se irá nunca del cuerpo que somos. Me pregunto, pues, en qué víscera cargo Tlatelolco, o el Ángel caído de 1957, o la huelga estudiantil que estalló hace veinte años. Vi Güeros en 2016. Vuelvo a ella cada cierto tiempo y, lo reconozco, no deja de fascinarme como la primera vez. Pienso en Tomás, que huye aterrado después del incidente del globo. Recuerdo su sombra, visible gracias a un ojo giratorio. Siempre debemos huir de casa, siempre volvemos al mar. Mientras tanto, la Ciudad nos ahoga con su brutalidad de concreto, de policía, de juventud silenciada.

En su reconstrucción del 99, como en toda su obra, percibo un discurso sutil pero innegable sobre la vulnerabilidad de los jóvenes. ¿Qué edad puede tener Gallo, parrillero inmigrante, cuando ensaya su escena sobre la igualdad de la mierda, o cuando sueña con el paraíso en la costa, con dejar de esconderse? Verde, quizá su pieza más compleja, lo toca también: aunque no sean precisamente unos niños, ¿qué tan viejos pueden ser esos hombres armados, dolorosas herramientas de un sistema que los despoja y a la vez los transforma en sirvientes?, ¿qué necesita ese niño, el hijo pendiente de Ariel, para que se le permita nacer? Y en Navidad, Juan hubiera preferido disfrazarse de Quetzalcóatl. Sus protestas fueron ignoradas, como durante años se ha callado la voz de la juventud en este país. Yo aún estudiaba en la Universidad del Claustro de Sor Juana cuando explotó #YoSoy132. Como Fede y Santos, pero sin saberlo en ese momento, decidí no hacer militancia. Estaba en huelga de la huelga, por ponerlo en términos más dignos que los que sostenía entonces. En esos días, como en 1968, la voz de mis contemporáneos fue estridente, pero relegada. Recuerdo aquel primer día de diciembre, el gas, la sangre. El régimen había vuelto. Estoy seguro de que aún puede hacerlo, bajo su forma más aberrante, si no nos cuidamos unos a otros. Hoy asesinan a mujeres jóvenes dentro de las escuelas. El fantasma de la hegemonía se arrastra aquí, entre nosotros.

El padre más terrible es el padre inmortal, ese que llevamos a cuestas y cuya mirada hemos fijado más arriba de la nuestra. Y sin embargo hay otro padre posible, fuera del terreno de lo brutal: el padre reconstruido, descubierto a través del recuerdo, la rememoración. Toda memoria exige, digámoslo así, un viaje.

¿Está lejos Texcoco?

Nunca viajé de esa forma, en la Ciudad o fuera de ella, de la mano de un cineasta. Es mejor caminar en la colonia Roma, disfrutar del color que posee y que nadie debería quitarle. Pero para ir a Satélite, Santa Fe o Texcoco, se necesitan ruedas. Cada una de sus películas, señor, es un desplazamiento no sólo territorial, sino también óptico, subjetivo. Gallo está en un punto del que necesita largarse. Ulises, después del umbral de la muerte, se hunde en el agua y la sal. Güeros y Verde son, aunque de formas opuestas, travesías por la Ciudad de México: en la primera, un grupo de “vagos” (de hermanos) construye un hogar por donde sea que lleven el auto, la casa habita en ellos; en la segunda, una horda de esclavos protege riquezas ajenas mientras relata la bestialidad del padre. “Hasta que por fin me trajiste una güerita a la casa”.

El pavimento esconde viajes más íntimos, desplazamientos hacia el interior, hacia las tierras del sueño. A ratos, su cámara parece obsesionada con usurpar la mirada y el corazón de sus personajes: el paraíso está en el baño o en una oficina mientras se baila con una mujer, la imagen del ultrasonido cobra vida, el tigre escupe su ataque de plumas, el padre emite un mensaje inaudible. El sueño, la palabra que no escuchamos, todo ello es el empuje más poderoso hacia la invención.

Juan tenía cinco años, nunca se le olvidó

Recuerdo lo que ha señalado como una de sus motivaciones para realizar Museo: Carlos Perches y Alonso Ruizpalacios comparten que sus respectivos padres son médicos. Por lo tanto, Juan Núñez debía estar en la misma posición; por lo mismo, o eso supongo, usted se reservó un papel en Güeros: el médico que atendió a Epigmenio Cruz, la leyenda, otro vestigio paterno. En la bata que lo enmascara, señor, intuyo la condensación de toda la pieza: al padre hay que buscarlo, adivinarlo en la música inasible, actuarlo, inventarlo. Porque, como el pasado, como la sangre en la plaza o como las joyas (arquitectónicas o estudiantiles), el padre fue perdido. El pasado y el padre, ausentes ahora, exigen ficción. “¿Es cierto que una vez hizo llorar a Bob Dylan?”

1520, 1810, 1857, 1910 y, de pronto, dos sustituciones: la primera, de “19??” a “1999”, y la segunda (la suya), que cambia “1999” por “HOY?”. Ambas torsiones son establecimientos históricos y ficticios. Separar la historia de la ficción (nunca falsedad, nunca llana mentira) es, por decir lo menos, ingenuo. Podríamos abrazar lo que historia y ficción, sus tentativas y límites, pueden regalarse en la construcción de la verdad. ¿Qué tan ridícula puede ser la teoría de un Pakal intergaláctico si un ladrón hechizo, pero brillante, deposita allí el goce del robo, como el relato que escuchó de su padre?, ¿cuán reprochable es la obra de un cineasta que decide no resumir los archivos, sino volcarlos sobre sus propios límites?

El Hermano Mayor y La vida difícil de una mujer fácil no son sólo la ficcionalización de las pantallas anteriores, son sobre todo una búsqueda de la extrañeza que nos habita siempre que pretendemos mirar el pasado. El archivo real, si podemos nombrarlo así, el celuloide viejo, el rostro de Tláloc y el de Zabludovsky, el dominio de los micrófonos amarillos, todo ello es la extrañeza misma, el agujero de lo perdido que nos atraviesa. El archivo genuino y el otro, la fabulación, son una banda de Moebius: ¿cómo saber en qué costado nos localizamos, cómo discernir la ficción de la historia si sólo nos queda el relato, la imagen, la réplica de las piezas?

No hay pantalla posible sin el cine del pasado, usted lo sabe. No importa que Ana y Fede recuerden los cabeceos de Roberto Cobo. Me gusta más pensar que Buñuel, sin saberlo, posibilitó en 1950 la gestación de Güeros, de la huelga misma. La sexicomedia también es el cine del pasado, o mejor, del régimen pasado. ¿Qué mejor forma de subvertirlo que su caricatura expresionista?

Gallo y Chui ensayan una escena, pero sólo nos enteramos de esto al final de su historia. En El último canto del pájaro Cú hay un globo rojo lleno de agua que después se bifurca: en Güeros cae nuevamente sobre una madre y su bebé, después vuela lleno de helio en 1985. Y las sombras, siempre las sombras. ¿Qué piensa el Oso del guión de esta película? Poco importa si está inconforme: la claqueta antes de su respuesta, como el hecho de que el soldado reconozca a García Bernal, nos informa que estamos en una película, es decir, nos hace responsables de nuestra función de espectadores, de sujetos históricos: ¿qué es una escena, nos pregunta usted, qué es una escena del crimen?

La respuesta, quizá, yace en un cine autoconsciente, una obra que vuelve a sí, que juega y ríe con la explosión de su propio estilo.

Intermedio (ver los trenes partir)

I

Encontré la foto hace casi dos años, en alguna parte de Facebook. Alguien la tomó en el Claustro, en 2010, cuando yo estudiaba allí. Usted está rodeado de tres de mis ex profesores, todos ellos vampiros del teatro: Roxana Elvridge-Thomas, Paolo Pagliai y Víctor Grovas, quien me enseñó a Ibsen y a Strindberg. No recuerdo haberlo visto o escuchado, señor, pero sí me acuerdo de ellos, con nitidez, vestidos así por aquellos días.

II

Siempre quise hacer películas. Hace dos años inicié un documental en compañía de un ex maestro. No profesor, maestro. El tema era Salvador Elizondo y su relación con el cine. Los maestros fallan, mienten, se caen. Los proyectos también. Hace tiempo que decidí no ser padre. Sin embargo, ante el prácticamente seguro derrumbe de mi película, no dejo de pensar en estas palabras de Jean Allouch: “dedico este estudio de la clínica psicoanalítica a los habitados por la espantosa experiencia erótica del hijo muerto”.

Exagerado o no, me parece elocuente.

Las vitrinas vacías

Pasé aquella tarde mirando sus cortometrajes, repasaba su obra para escribirle esta carta. En la noche fui a casa de un amigo al que quiero. Vive en una colonia privada, así que los vigilantes me obligaron a dejar mi identificación para entrar. A cambio me dieron esto.

Mi primera vez frente a Museo fue una experiencia íntima. La secuencia final, la devolución de las piezas, la entrega de Juan, todo me habló de cerca. Benjamín deja las joyas en paquetería y, a cambio, recibe una ficha similar a la mía. “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”.

En ese momento comencé a llorar, no me detuve hasta que la sala encendió sus luces. Pienso en el doctor Núñez, aterrado de su propia herencia, convertido ahora él en destinatario de un mensaje inaudible. Un padre no es sólo una bestia, un padre es un hijo anterior. Pienso en Juan, que al quitarse la máscara dignifica su rostro desnudo. Pienso en las joyas, en los niños devorados por el Estado. En la ficha de Benjamín hay otro viaje, uno hacia el futuro, hacia la pérdida por venir.

Cargamos con los objetos del pasado, dijo mi madre alguna vez. Un cassette es un fantasma paterno, un puñado de dioses anuncia el derrumbe de nuestros hijos. Y sin embargo, siempre volvemos al mar. En el desenlace de Güeros, aunque estemos en la Ciudad de México, somos libres de arrojarnos al agua. Ana se va, Fede la sigue y, al perderla de vista, se detiene allí, a mitad del río de manifestantes. “¡Educación primero al hijo del obrero!”. Podría sucumbir al ataque del tigre, pero al escuchar a Tomás cae en cuenta de una verdad, una nueva verdad: él ha construido un hogar para ese niño, a lo largo del viaje y el pavimento. De nuevo, el mar y la casa se encuentran allí, en la sonrisa y la cámara de un hermano pequeño. El redoble de los tambores es el corazón de la foto que está por hacerse. La militancia está en la amistad, en los amores y las hermandades libres de hegemonías, de imposiciones.

Gallo, Ulises, Fede, Ariel, Juan, todos aman a pesar de sus fallos, sus omisiones. Aman. A una mujer, a un hermano, a un padre, a un hijo probable. Yo amo a cada uno de ellos. Esto tampoco es una exageración. Un amor verdadero, hondo, se mueve en mí cuando estoy frente a su pantalla. Y eso, señor Ruizpalacios, me ha ayudado a sanar.

Así que gracias. Por la ruina y la fábula, gracias; por el estilo, por el reventar de la forma, gracias; por la mirada sobre el sismo, la desaparición, gracias; por Revueltas, gracias; por la caricia después de la pérdida, gracias; por la reivindicación de los padres brutales, y por lo tanto frágiles, gracias; por la calidez de la luz, de su luz, mil gracias.

Me llamo Armando Navarro.

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