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Crítica: Benedetta – Religión, sexo y egoísmo compartido

En esta crítica, comentamos la nueva película de Paul Verhoeven, Benedetta, como una crítica al poder del discurso y la superstición.

I

La decimoctava película de Paul Verhoeven, Benedetta, ha despertado una enorme controversia. Basada en las investigaciones históricas con perspectiva feminista de Judith C. Brown, Verhoeven retoma al personaje histórico de sor Benedetta Carlini, una religiosa teatina que fue acusada de lesbianismo por la iglesia italiana en el siglo XVII. Como era de esperarse, el mítico director holandés dio rienda suelta a sus obsesiones y, desde la Croisette de Cannes, hasta el Mórbido Fest de la Ciudad de México, ha causado acaloradas discusiones.

La representación de Verhoeven está lejos de la seria investigación histórica de Brown. Porque, a partir de una imagen histórica, el director holandés creó su propio mito burlón y extravagante de egoísmo, poder y superstición.

La familia Carlini viaja con su hija de nueve años para ingresarla al convento de la Madre de Dios en Pescia. El padre, profundamente religioso, quiere dar a su única hija al servicio de Dios. En el camino, unos bandidos intentan robarlos. Benedetta pide apasionadamente la interseción de la virgen. Un viento sopla, un ruiseñor sale de un árbol y defeca sobre el ojo útil de un ladrón tuerto. El jefe de los ladrones, entre risas, le dice a Benedetta: “La virgen se debe divertir mucho contigo.” Este hecho va a marcar su destino: Benedetta está tocada por la divinidad, parece dialogar con la virgen, con Cristo, con Dios… y con fuerzas terrenales más prosaicas.

(Mantícora Distribución)

Pasan los años y Benedetta vive en el convento, con algunos otros esbozos de milagros. De pronto, un día, se escuchan golpes desesperados en la puerta del recinto religioso. Al abrir la puerta, entra Bartolomea, una joven pastora pobre que su propio padre tomó como esposa. Benedetta intercede por ella, pide que la reciban en el convento, convence al patriarca Carlini de que pague su dote. Bartolomea y Bendetta se vuelven íntimas amigas. Sobre todo después de que a Benedetta la atacan extraños dolores nocturnos que acompañan delirantes pesadillas místicas y Bartolomea debe encargarse de ella, aliviarla con leche de amapola, vigilarla por las noches…

Bartolomea y Benedetta empiezan a tener una relación sexual y afectiva. Por supuesto, esta relación está prohibida en el convento. De hecho, es inimaginable para la sociedad italiana de la época.

Bartolomea y Benedetta arriesgan mucho en las recámaras compartidas de las monjas. Pero pronto, por la impresión que causan sus stigmatas y arranques místicos, Benedetta termina siendo la madre superiora del convento. Ahora tiene una celda particular. Ahora tiene poder encima de todos los que la necesitan para ascender en la escala jerárquica de la iglesia. Hombres y mujeres se inclinan ante ella. Libre para explorar su deseo, Benedetta asume un inesperado poder corporal, sexual, político y espiritual.

Con el tiempo, sin embargo, y de las peores maneras, la joven monja va a entender que todo este poder fue un regalo envenenado y que la inteligencia también es madre de desgracias.

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II

Sor Bartolomea acaba de entrar al convento. No tiene idea de las formas que se deben guardar, no tiene pudor, no está acostumbrada a defecar en un retrete compartido con personas y no en un establo con los animales.

Sor Benedetta ha vivido desde los nueve años en el convento. Lleva a Bartolomea a las letrinas para que alivie sus necesidades. Inesperadamente, le dice que es hermosa. Bartolomea se queda sorprendida. Minutos antes había confesado cómo su padre y sus hermanos la violaban y cómo sentía que, en este acto, nada tenía que ver su belleza: “Podría ser una cabra que lo harían igual.”

Cuando Benedetta le dice que es hermosa algo más se activa. Por la pobreza de su hogar, Bartolomea jamás había visto un espejo. La única apreciación física que tenía de ella misma era a través de la brutalidad del deseo incestuoso de su familia. Un deseo en el que ella se representaba intercambiable con los animales junto a los que defecaba.

El aprecio de su belleza por otra persona cambia todo. En el convento tampoco hay espejos, entonces Benedetta propone algo que le dará sentido a toda la cinta de Paul Verhoeven: “Mira el reflejo de tu belleza en mis ojos.”

Al convertir sus ojos, su mirada, en el único lugar de apreciación de su belleza, Benedetta captura algo de Bartolomea. Se convierte en el espejo en el que ella se vuelve a significar, en el que puede ser humana, en el que deja de ser el objeto bestializado del abuso sexual, para convertirse en deseo, belleza, persona.

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III

Benedetta parece contar la historia de una pureza enclaustrada que se enfrenta a la perversión del mundo exterior. La protagonista sueña siempre con los bandidos que alguna vez la atacaron camino al convento; sus rostros quedarán para siempre grabados en su memoria como la idea misma del poder masculino frente al que se sintió desposeída, el exterior que quiso penetrar en su divino reino interno. Así, continuando los miedos de Benedetta, parece que Bartolomea es la influencia de una sexualidad despierta que no existía dentro de los muros del convento. La suya es una irrupción en el orden monacal que va a cambiar la relación entre hermanas. Ésta sería entonces otra historia más de lo mundano entrando al reino de lo sagrado.

Pero Verhoeven es más inteligente que eso.

La construcción de su personaje principal no se basa en la pureza o en la inocencia, y mucho menos en el despertar sexual. El momento que cambia la vida de Benedetta es, más bien, ese momento oportuno en el que un ruiseñor (figura mística de la carnalidad que fue esencial en la vida temprana de la Benedetta Carlini histórica) se caga en el ojo de un bandido. Cuando los bandidos atacan a su familia, Benedetta se encuentra, junto a los suyos, en el más puro estado de indefensión: esos hombres pueden hacer con ellas lo que quieran. Al pedir, inocentemente la intervención de la virgen y que, en ese momento, el ruiseñor se cague en el único ojo bueno de un bandido abusivo, el poder cambia de manos en una coincidencia pasmosa. Frente a la imposición del poder secular y la falta absoluta del poder de la mujer en la Italia de la contrarreforma, Benedetta encuentra el poder único de la religión. Su voz puede ser más poderosa que la voz de todos los hombres. Y eso se lo dice una mierda de pájaro.

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Otro momento importante de la revelación de Benedetta ocurre con un segundo milagro. Ahí, más allá de la interseción material de la Virgen, hay una transferencia carnal. Cuando, en el convento, le cae encima la estatua de la Virgen y no la mata, sino que la amamanta, se escenifica la entrega de Benedetta como niña a la religión: pasa de tener una madre carnal a tener una madre espiritual. Lo sabemos bien: para los místicos, la frontera entre lo carnal y lo espiritual se borra fácilmente y, cuando Benedetta mama de la teta de la estatua de la virgen, está representando físicamente la entrega simbólica de lo carnal a lo espiritual.

Estos dos actos (la interseción de la virgen en forma de mierda de pájaro y el besar el seno de la estatua de la virgen) son los que fundamentan la construcción futura del personaje. A través de ellos, Benedetta entiende una posibilidad de poder en un mundo en el que las mujeres no existen. Como Maria de la Visitación en Lisboa, Benedetta podía conjurar las supersticiones de la época para ascender a una posición que va más allá de los hombres y sus instituciones excluyentes. Más aún, Benedetta entiende que lo espiritual puede expresarse físicamente y que el cuerpo es un mecanismo más para conjurar el acto del ruiseñor: un pájaro cagando en un ojo puede ser también una herida abierta como stigmata, un cambio en la voz, una resurrección escenificada.

Benedetta, desde muy temprana edad, entiende que tiene poder sobre las mentes supersticiosas de los hombres. También entiende que este poder nace de su cercanía a la divinidad, vive en el convento, necesita de su aura de pureza y santidad. Cuando Bartolomea irrumpe en el convento y Benedetta intercede por ella, una mosca queda atrapada entre los dulces dientes de una planta carnívora. No es la influencia externa de la sensualidad que penetra en el convento. Bartolomea es otra víctima del mundo exterior que pensó que la salvación podía estar en el claustro. Pero el claustro no es un lugar inocente e inmaculado. En el claustro habita el deseo de Benedetta de romper cadenas y dominar las almas de los hombres, un deseo más poderoso que el deseo carnal, un deseo que la convierte en una peligrosa depredadora.

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IV

Cuando Benedetta se adueña de la belleza de Bartolomea a través de su mirada (único espejo en el que existe), se convierte, sutilmente, en una nueva victimaria. Benedetta no es la inocencia que el exterior viene a corromper, sino una inteligencia peligrosa, consciente de los poderes sobrenaturales del cuerpo y de la posibilidad de usarlos para dominar a otros. Con Bartolomea, Benedetta encuentra a un testigo de sus arrebatos místicos (útil para influenciar a los demás poderes circundantes del convento) y a una víctima de su voluntad de poder. Voluntad que prueba primero manipulando las palabras del abad Alfonso Cecchi sobre el sufrimiento para imponerle un castigo físico en tinajas de agua hirviendo. Pronto, este primer castigo físico pasará a la seducción sexual. Y, por más que los actos sexuales entre Benedetta y Bartolomea sean consensuados, es evidente que son una continuación del castigo físico: alguien domina, alguien es dominado.

En ningún momento, durante estas relaciones sexuales, se ve el éxtasis de Bartolomea. No hay un solo momento en que Benedetta la toque para su placer. Siempre es Benedetta la que recibe y Bartolomea la que da. Hasta el punto en el que Benedetta le pide desnudarse para masturbarse viéndola: su placer es central en esta relación y lo demás no importa. Bartolomea sigue siendo un objeto para el placer de otros: pasó de ser una bestia, para convertirse en persona a través de la dignidad de una mirada, para luego perderse en esos ojos crueles, transformada en pura imagen.

Al final, con la escena de la tortura (completamente dada al exploitation y fuera del material histórico) Verhoeven quiere mostrar un punto: Bartolomea hace todo por Benedetta, sufre y entrega placer, sueña con estar con ella y no entiende que sólo es un objeto sexual como el consolador tallado en la estatua de la virgen. Benedetta, en otro grado, también la utiliza sexualmente como antes lo hicieron sus familiares, como después lo hará el despiadado mundo secular. Bartolomea no es más que una moneda de cambio en un juego de poderes, una víctima más de las circunstancias.

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V

Contrariamente a lo que muchos críticos escandalizados han dicho, el consolador-estatua no es un mecanismo gratuito de exploitation para causar polémica. Su función es esencial para la construcción del personaje ficticio que hace Verhoeven a partir de la Benedetta real.

En la película, Benedetta juega con los límites de lo prohibido hasta puntos increíbles: su placer sexual siempre fue una demostración de poder. Y ella demuestra qué tanto puede atrapar con su mirada el deseo de otros; demuestra cómo nadie va a creer a los que la desdicen; demuestra que puede hacer actos impensables y, aún así, salir ilesa. Cuando Bartolomea salta a las llamas para salvarla, el poder de Benedetta es total: controla el imaginario sensual de su amante tanto como controla el imaginario religioso de todo el pueblo de Pescia.

Benedetta, como mística oportunista, creó con su cuerpo un arma sobrenatural.

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VI

Conversando con la crítica Karina Solórzano, caí en cuenta de que Verhoeven no parece tener compasión con Benedetta. Como ella bien apuntaba, las heroínas de sus películas, por más despiadadas que sean, por más equivocadas que estén, siempre eran admirables, multifacéticas, complejas. También eran queridas: Verhoeven siempre estaba del lado de sus protagonistas.

Algo ha cambiado con Elle (2016) y Benedetta. Parece como si Verhoeven utilizara a sus protagonistas como el vehículo de algo más. Dejan de ser personas complejas, de rica vida interna, para convertirse en marionetas en un escenario. Verhoeven parece utilizarlas, con un poco de sadismo y desprecio, para demostrar un punto.

Con Benedetta esto es aún más evidente. La manera en que presenta sus sueños místicos roza la parodia de Monty Python. Parecen sketches de Terry Gilliam atravesados por el tamiz sardónico de las burlas del Verhoeven en Starship Troopers (1997) frente a los acartonados Casper Van Dien y Denise Richards.

Verhoeven no respeta, en lo absoluto, el misticismo exaltado de Benedetta. Y es en ese sentido que toda la construcción visual de la película está pensada como una representación extravagante, teatral, atravesada por innumerables símbolos.

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Después de leer Immodest acts : the life of a lesbian nun in Renaissance Italy de Judith C. Brown, Verhoeven encontró un aspecto apasionante de la vida de Benedetta Carlini: su necesidad de representación e histrionismo. De hecho, esa fue la perdición del personaje histórico.

Benedetta Carlini, en la cúspide de su poder como madre superior del convento de la Madre de Dios en Pescia, organizó una boda con Cristo en un arranque místico. Preparó toda una ceremonia fastuosa y quería que todos en el pueblo la vieran. Las autoridades religiosas no lo permitieron y empezaron a sospechar de la verdad de sus visiones místicas: Cristo es por esencia humilde y el favor que le da a sus santos nunca es para exaltarse a sí mismo. Ahí nacieron las primeras investigaciones contra la monja y ahí se derrumbó su breve reinado.

En las alucinaciones histriónicas de Benedetta, Verhoeven plantea una idea interesante. En un espacio-tiempo definido, marcado profundamente por la religión institucional y sus símbolos, la realidad puede convertirse, toda entera, en una representación. En ese sentido, no hizo una película de época entendida dentro del realismo neurótico y afectado de la mimesis burguesa que tanto ama Hollywood. El director holandés se inclina más a la representación de un estado mental como lo hizo, por ejemplo, Robert Eggers con The Witch (2015) y The Lighthouse (2019) o Bruno Dumont, en otro sentido, con su representación afectada de Juana de Arco.

Este siglo XVII popular en Italia está perfectamente montado, limpio, impoluto. Incluso las escenas de muerte por la plaga en Venecia parecen oler a rosas. Por decirlo con una imagen opuesta, este universo de Verhoeven es exactamente el anverso de la tierra duplicada de Alexei German, con su profundo sentido corporal, olfativo, sensorial, en Qué difícil es ser un dios (2013). Y toda esa idea de lo impoluto, de lo montado, se relaciona con un imaginario teatral.

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VII

Dentro de la película hay dos representaciones teatrales: una elaborada y rica representación de los misterios de la virgen en el convento; y una representación popular alegórica y carnavalesca en las calles de Pescia. También, está la representación que no se consuma del sepelio de Benedetta con la que Verhoeven hace eco a la muy polémica representación histórica, real, del matrimonio de Benedetta Carlini con Cristo en 1619.

Estas representaciones dan el marco perfecto para la obra que monta Verhoeven. Siempre filmando un espacio a la vez, siempre utilizando una cámara que se mueve por paneos, que se posiciona a diferentes distancias de una misma escena, el director holandés crea la idea de un escenario. Su película se construye con el imaginario teatral en el que sólo se monta una escena a la vez. Todo en Benedetta pasa, pues, en un escenario a la vez; a través de espacios controlados que se excluyen entre ellos. Incluso en las escenas de exteriores más espectaculares, los cometas que iluminan el cielo aparecen tan falsos como esas escenografías pintadas de Fellini. Cuando hay profundidad de campo, el mundo aparece como un telón de fondo; cuando no la hay, todo se filma meticulosamente en un espacio en el que entran y salen los personajes como llamadas a cuadro desde unas imaginarias bambalinas. La cámara nunca se desplaza de una escena a la otra y, en estos cortes, se intuye toda la teatralidad de la obra.

Si los misterios de la virgen y las obras populares heredadas del medioevo carnavalesco son alegóricas y si Verhoeven plantea su obra en términos teatrales, ¿Qué es lo que dice entonces su alegoría? ¿Qué es lo que finalmente está representando Verhoeven?

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VIII

Sade utilizaba los conventos como un espacio de fantasías masturbatorias. Lugares enclaustrados, aislados del mundo, en los que la depravación podía darse bajo la única mirada ajena de su imaginación. A partir de estas fantasías masturbatorias, por supuesto, se enarbolaban consideraciones políticas y filosóficas que, después, iban a ser interpretadas bajo la mirada del siglo XX en el cine de Pasolini, por ejemplo. Cuando hablo de lo masturbatorio en Sade me refiero a algo muy específico. La escritura de Sade es onanista porque hay una búsqueda insistente de la escena sexual en sí. Lo sexual no se difumina en otros símbolos eufemísticos, como en el erotismo, sino que se centra en el acto mismo, pornográficamente, neuróticamente, casi anorgásmicamente.

A diferencia de Sade, a Verhoeven le interesa menos el acto que lo que implica en la realización del poder de su protagonista. No hay en las escenas de encuentros sexuales un regodeo por el acto en sí. La cámara parece incluso distante. Es una manera de filmar muy diferente, por ejemplo, a la de Claire Denis y la profunda sensualidad de su cámara. O a la de Todd Haynes, con sus planos de miradas y roces, en la muy táctil adaptación que hizo de las confesiones de Patricia Highsmith en Carol (2015).

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Verhoven parece estar interesado en el sexo de manera tangencial. El deseo sexual aparece aquí, más bien, como otra caracterización del empoderamiento violento de Benedetta. Con esto, y con su figura mesiánica, Verhoeven parece preguntarse sobre los límites de la entrega y la posesión. La idea principal es sencilla: todas las figuras de poder negocian una entrega absoluta y desinteresada a cambio de una ganancia egoísta. El político se entrega a la voluntad popular, al devenir de la historia, a las instituciones que lo designan y, a través de esta entrega en la que se pierde como persona, gana un enorme poder como figura. El religioso se entrega a Dios desinteresadamente y, a cambio, encuentra la salvación eterna en el más allá, y la superioridad moral del consejero en la tierra. El amante se entrega desinteresadamente a los brazos de otro para encontrar él mismo un placer que no puede compartirse.

Estas tres figuras se entrecruzan de manera sumamente interesante en la imagen de místicas como la anteriormente mencionada María de la Visitación o como Benedetta Carlini. Verhoven quería ir más allá de los relatos históricos rescatados por Judith C. Brown para mostrar la lucha por el corazón religioso del pueblo entre las fuerzas eclesiásticas y una monja mística. La institución religiosa, fundamentalmente masculina, se enfrenta de pronto al poder pragmático de una santa popular. Bendedetta, a través de su cuerpo, de sus estigmas, de su sensualidad, de su voz poseída por la divinidad, encuentra un poder real y palpable en Pescia. Se entrega sexualmente, se entrega espiritualmente y se entrega institucionalmente solamente para encontrar un poder que supera a los cuerpos, a la divinidad en tierra y a las instituciones. Con esto, en un ascenso truncado, demuestra que todos los mesías son egoístas compartidos.

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IX

La imagen que Verhoeven quiere conjurar, entonces, es la del peligro de seducción de los mesías, de los profetas, de aquellos que saben muy bien canalizar la voz de lo divino, de lo que está más allá de lo humano para su beneficio. Al mismo tiempo, convierte todo este camino hacia el poder de Benedetta en un pequeño escenario.

Al final, la protagonista se da cuenta de que su poder no abarca al mundo; no va a llegar a otras cúpulas; no va a sobrevivir en el espacio secular. Cuando Bartolomea le pide que huyan juntas, Benedetta se niega y demuestra, con este acto, que lo que le interesa no es el placer secular, sino el poder enclaustrado. A pesar de vivir el resto de sus días en un aislamiento casi completo, comiendo en el suelo y asistiendo por la gracia de sus hermanas a una que otra misa, Benedetta prefiere ese lugar en donde su nombre sigue significando algo que el absoluto y violento anonimato de una mujer sola y sin recursos en la Italia renacentista. Citando a Pink Floyd, prefiere ser protagonista en una jaula que peón en una guerra.

Benedetta conquistó su mundo para darse cuenta de que la conquista era diminuta. Como era diminuta la posibilidad de voluntad, sensualidad y acción de una mujer en esas circunstancias históricas. Benedetta no es una heroína. Y mucho menos una heroína como las que solía hacer Verhoeven en Basic Instinct (1992) o Zwartboek (El libro negro) (2006). Pero Benedetta tampoco es una villana. En ese sentido, demuestra un cambio en el pensamiento de Verhoeven, como bien apuntaba Karina Solórzano. Al director holandés parecen importarle menos los personajes y las personas, y más una crítica social más amplia. Aquí, como en otras películas de Verhoeven tardío, el mal está en la sociedad. Benedetta, por eso, es al mismo tiempo una víctima y una victimaria.

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Benedetta entendió muy rápido, con un pájaro cagando, que el cuerpo es el lugar de un poder inmenso. Ese cuerpo tan repudiado por el neoplatonismo cristiano, ese cuerpo castigado, es el lugar en donde se manifiesta palpablemente la divinidad. El cuerpo es el lugar del goce y del control, del dominio del otro, la prisión de la belleza ajena. Se quema el cuerpo de las herejes para exorcizar sus poderes y, en el acto mismo, se le glorifica como lo que es: el centro de un poder muy real, muy pragmático, muy intenso.

Con esta película, a través de este personaje, Verhoeven ilustra cómo la voz de los profetas no es muy distinta a la voz de los políticos y la voz de los amantes seductores. Al mismo tiempo, señala cómo esta voz no basta y cómo el poder siempre está enclaustrado. Pero el poder no le sirvió de nada a Benedetta. Le dio un momento de goce y de libertad que pagó por el resto de su vida. Cuando Benedetta encuentra el poder de su cuerpo, también entiende que su cuerpo no le pertenece y que el arma sobrenatural que enarbola no basta para romper las pesadas cadenas que heredaron las mujeres en este mundo. Todo lo que alcanzó se derrumbó y Benedetta es la víctima de una lógica social implacable tanto como Bartolomea fue la víctima de su crueldad.

Entre ambas está sellado el destino de quienes se rebelaron sin darse cuenta de que su mundo era un pequeño escenario y que su rebelión era un fuego previsto.

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X

Todo esto es una provocación, por supuesto. Pero no creo que sea una provocación gratuita. En esta película, las escenas más cercanas al exploitation, las imágenes menos sutiles (como el dildo-virgen) y los planos más sexualmente explícitos tienen un propósito. Porque ésta es una de las películas menos sensuales de Verhoeven. Aquí, el director está tratando la sexualidad con una distancia fría y con recelo. Benedetta no habla de deseo, sino que, a través de una escenificación del deseo, se construye como una crítica al poder discursivo. Por eso también la cinta se sitúa en un claustro. Por eso también dialoga, con diferencias y cercanía, con Sade.

Al mismo tiempo grandilocuente en su alegoría del poder y minimalista en su representación trágica de un lugar particularmente aislado en el tiempo y en el espacio, Verhoeven hizo una película que es mucho más interesante que las pequeñas polémicas que provoca. Si esta película escandaliza tanto, en el siglo XXI, no es por la desnudez femenina que se pretende gratuita (y que nunca lo es); no es por la mirada misógina del director que es mucho más autoconsciente de lo que aparenta (como siempre lo ha demostrado Verhoeven); sino por la escenificación misma del poder discursivo.

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Basta leer las críticas. El hecho de que nadie pueda hablar de esta película sin antes disculparse demuestra que hay una institución que pasa por encima de la voces individuales, por más críticas que sean, en nuestra época. Aquí no es necesariamente el poder religioso, sino otro sistema de creencias morales que limpia el alma y purifica el cuerpo. El poder de la corrección política institucionalizada, como el poder discursivo de los profetas o de los líderes mesiánicos, es siempre un discurso que se dice entregado al otro y que perpetúa intenciones egoístas. Porque nadie se da desinteresadamente a una idea moral, política o religiosa. Están los inocentes y están los perversos. Entre ellos, solamente hay egoístas.

La perversidad de Benedetta debería servirnos, entonces, de alguna manera, como una lección: lavar los pies de alguien nunca es un acto desinteresado. Eso no está mal o está bien, pero hay que entenderlo. La pureza moral que se construye como un mecanismo de poder es siempre peligrosa. Ahí en donde vemos un camino para entregarnos acríticamente a cualquier discurso en boga, a condenar las provocaciones para protegernos, deberíamos oler la prepotencia del egoísmo compartido y la peste de nuevos grilletes.

Calificación: 4/5

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