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Hitchcock llegó a la Cineteca… y te recomendamos correr a verlo

La exposición de Alfred Hitchcock llega a la Cineteca Nacional, la cual incluye instalaciones, artefactos y una muestra de sus películas.

“No hay tal cosa como una línea, sólo hay luz y sombra.” -Alfred Hitchcock

En los pasillos de la exhibición encontré una película casera. Entre todas esas imágenes, realizadas en las plataformas más poderosas de Hollywood, hay una secuencia íntima: un joven Alfred Hitchcock se arrastra como una bestia, devora plátanos con un amigo, juega con su hija pequeña y su esposa.

Jacques Rancière dijo que la imagen no es un doble de la cosa, sino un juego complejo de relaciones entre lo visible y lo invisible. Hitchcock hizo de sí una imagen eterna, o mejor, un fantasma. La Cineteca Nacional es el escenario que lo acoge hoy, el espectro se encuentra allí para recordarnos la belleza estremecedora de su obra, como la forma que dio a nuestra mirada.

Más allá del suspenso

 

Con el auspicio de la Fundación Telefónica México, la Cineteca Nacional presenta la exhibición “Hitchcock, más allá del suspenso”. Del 13 de septiembre de 2018 al 13 de enero de 2019, podremos apreciar una gran exposición sobre la vida y obra de uno de los cineastas más vistos, controversiales y comentados del siglo XX. La muestra cuenta con más de 200 piezas: storyboards, documentos de investigación y producción, vestuario, instalaciones y mucho más, todo en función de su trabajo detrás y delante de la cámara. Además, la Cineteca proyectará 35 de sus películas y ofrecerá una serie de conferencias sobre su cine.

Pablo Llorca, cineasta y académico español, es el curador de la exhibición; en conferencia de prensa, habló de la vigencia de las películas de Hitchcock y de la marca autoral en cada una de ellas. En una industria más motivada por la ganancia que por la palabra del artista, Hitchcock logró desplegar su personalísimo estilo y, al mismo tiempo, satisfacer las demandas de las productoras que lo financiaban.

¿Por qué volvemos una y otra vez a la pantalla de Hitchcock? Es cierto, su obra cumple todavía una función en el modelo clásico de narración fílmica: la forma, el estilo con el que despliega el relato, es el eje de todo. La importancia de su trabajo es simultáneamente histórica y actual. Y no sólo eso, desde la Ilíada o Edipo, la violencia y el crimen hunden sus dientes en nuestra fascinación: “hoy vemos la realidad bajo la forma del crimen”, dijo Ricardo Piglia.

Hitchcock nos enseñó esa forma.

El maestro y su voz

Godard dijo que, si Alfred Hitchcock fue el único poeta maldito que conoció el éxito, es porque fue el más grande creador de formas del siglo XX. Las formas nos dicen, finalmente, qué hay en el fondo de las cosas.

Para engendrar una mirada distinta, Hitchcock subvirtió la forma del cine clásico. José Luis Castro de Paz escribió un libro valioso sobre el director, en el que se cita un grupo de estudios sobre la especificidad de lo clásico en el cine. Antes de la década de los cincuenta, Hollywood hizo predominar un modelo de narración que dependía, fundamentalmente, de las necesidades de la industria, esa misma que condicionaba (y condiciona) el lenguaje de las películas más distribuidas.

El cine clásico se rige por la primacía de la historia, es decir, se busca su flujo eficaz y su plena legibilidad ante el ojo del espectador. El relato condiciona la forma de su narración: el montaje, ese zurcido entre imágenes, ese dispositivo de construcción de sentido, debe ser un aparato invisible. El cine clásico hace dos exigencias a su montaje: primero, que articule las imágenes para crear una trama legible y, segundo, que sea imperceptible a la mirada de la audiencia. Los recursos técnicos están allí para transmitir la información del relato con nitidez. Causa y efecto, conflicto y conclusión son los ejes primordiales del trabajo del narrador, que sofoca su voz y su estilo en beneficio de la fórmula.

Hitchcock no inventó un modelo distinto, sino que operó dentro de los límites de la narración clásica y, con ello, terminó por subvertirla. La generalidad de la crítica sobre su obra, dice Castro de Paz, hace énfasis en el detallismo y la tentativa de perfección, en el manejo extremadamente hábil de los mecanismos expresivos del cine.

Después de la Segunda Guerra Mundial, aún en la década de los cuarenta, una sombra infectó la pureza del lenguaje clásico; se dio, pues, un cambio sin retorno posible en las convenciones antes utilizadas para narrar historias y representar la realidad. “¿Sirve cortar, pasar de un plano a otro distinto?”, se preguntaban algunos cineastas, y al mismo tiempo se cuestionaban si ese mecanismo no debía suprimirse por completo, o bien, privilegiarse radicalmente. La soga se estrenó en 1948, la misma época en que Hitchcock estaba sumido en sus propias teorías sobre la función del corte en el montaje. La película, sobre un asesinato y un velado amor homoerótico, contiene sólo diez cortes.

El cine de Hitchcock aprovecha toda oportunidad para mostrar una narración autoconsciente, capaz de jugar con los límites del modelo clásico. Su obra es, sobre todo, el despliegue de su propia voz y su propio estilo. El foco del relato, por ejemplo, se localiza con frecuencia y profundidad inusuales en el punto de vista de uno de los personajes: Vértigo (1958), por ejemplo, transcurre casi totalmente desde la mirada de Scottie, desde su deseo de acostarse con una mujer muerta. Psicosis (1960), por su parte, viola la asunción tradicional de la identidad del personaje, el núcleo y el montaje son un hombre con la cabeza partida en dos.

Los pájaros (1963) es un caso ejemplar: Noel Burch apunta que la película no tiene un final. Presenciamos el arranque de la historia, pero el desenlace está enterrado bajo el mar de aves que ha devorado la pantalla. El sueño americano, como el modelo de vida burgués fundado por representaciones hollywoodenses, sufre un incendio gradual a partir del primer ataque de las gaviotas.

Hitchcock fue uno de los realizadores más conscientes de las posibilidades expresivas del lenguaje fílmico institucionalizado. El secreto estaba en la explotación radical, incluso especular, de sus recursos inherentes. Con ello, logró mostrar nuevos horizontes narrativos a los cineastas venideros. Les dio, pues, una ruta para la manifestación de sus propias voces. El lugar de la enunciación personal está en el montaje.

El modelo clásico de narración fílmica, la institución de Hollywood, no busca sólo el beneficio económico: tras de sí opera una tentativa de difusión ideológica, de propagación discursiva sobre el deber ser. Alfred Hitchcock infundió terror y emoción rotunda en las masas que pasaban por las salas de cine. ¿Qué hubiera ocurrido si, en lugar de un artista, hubiese decidido ser un hombre de propaganda? La respuesta debe buscarse en la gestión del suspenso.

Propaganda/suspenso

Alguna vez, como relató a François Truffaut, Hitchcock planeó una cinta de intriga militar. El escenario era Sudáfrica, la situación era un entrenamiento clandestino de nativos por parte de un comando ruso. Las dificultades de producción, como el halo político de la historia, hicieron que el maestro abandonara el proyecto.

Truffaut: Usted evade la política en sus películas.

Hitchcock: Es que al público no le interesa la política en el cine, de otra forma, ¿por qué fracasan las películas sobre la Cortina de Hierro?

Truffaut: ¿No es porque casi todas son propaganda?

Lo cierto es que Hitchcock realizó dos piezas de propaganda. En 1944, el gobierno británico le solicitó cintas de corte antinazi. Debían ser habladas en francés, porque los ingleses buscaban infiltrarla en Francia para alentar a los resistentes. Hitchcock viajó a Inglaterra y, después de un proceso arduo de producción en terreno bélico, terminó dos mediometrajes: Bon voyage y Aventure malgache. Cuando el gobierno vio el resultado, descartó utilizarlo: el trabajo parecía demasiado complejo y subversivo. Eran películas sobre traición y asesinato en las que, en efecto, se hacía un homenaje a la resistencia francesa, pero también se le advertía del peligro que la acechaba. Los británicos ocultaron el material durante cincuenta años.

Hitchcock deseaba ayudar en el combate contra el Eje, pero la propaganda es incompatible con el suspenso. No hay hombre de Estado donde ya se ha realizado un artista. Los gobiernos, nos recuerda Godard, desean desde siempre el poder de la imagen fílmica. Al hablar de Psicosis, Hitchcock mencionó la satisfacción que sentía de usar el arte cinemático para lograr la emoción de las masas. Y es cierto, Norman Bates asesina a una mujer mediante cortes intempestivos de montaje, mientras Hitchcock tensa los hilos de nuestro corazón a través del uso milimétrico del suspenso.

El suspenso, decía el maestro, es la herramienta más eficiente para sostener la atención del espectador. La forma idónea de tenerlo en vilo es instalando en él la pregunta de qué ocurrirá en la escena. La duda más tensa se apodera del que está frente a la pantalla. La propaganda, por el contrario, se construye de certezas simples y utilitarias sobre la realidad. La emoción de Hitchcock era incompatible con el proyecto de los británicos.

¿Y qué es lo político frente a la posibilidad de un horror más nutricio? Desde The lodger (1927) hasta Frenesí (1972), Hitchcock habló de hombres acusados de crímenes que no cometieron. La soga, cuyo autor recordaba como un malabar, implicó la configuración de un anochecer atroz contenido en unos cuantos planos. La ventana indiscreta (1954), que para Hitchcock era un logro de la cinemática pura, nos recuerda que todos somos voyeurs, todos somos espectadores. Vértigo y Psicosis, además, realizan un desmontaje del deseo y el amor masculino: sea una rubia fantasmática o una madre voraz, no importa, el ideal y el recuerdo pueden tomar posesión de nosotros.

Hitchcock realizó un cine que tematiza, sobre todo, la forma y el límite de la mirada. En una medida importante, él nos enseñó a mirar como hacemos hoy. Y vale la pena recordar que, en efecto, el horror hitchcockiano no es el que ejerce el Estado, ese de muertos sin nombre y otredades inventadas. El horror de Hitchcock nos atañe a todos: cada uno mira la realidad a través de un ojo falible, depositario del deseo.

El maestro y sus hijos

Si Hitchcock es un fantasma, no es sólo porque supo inmortalizar su imagen y los efectos de su obra, se debe también a que logró encarnar en las cámaras de otros directores más jóvenes. Sin el asesinato de Norma(n) Bates, por ejemplo, Jack no hubiera matado a Hallorann de esa manera.

Sin el amor de Scottie, el hombre de La jetée (Chris Marker, 1962) no hubiera devorado una imagen de infancia.

Y sin el recuerdo de Rebecca, Alma no tendría veneno.

La obra de Hitchcock es una revolución sin retorno. A casi cuarenta años de su muerte, su cine continúa vivo: la imagen se alimenta de nuestra mirada y, al mismo tiempo, le otorga su forma actual. Por esa razón hay que volver al maestro, por eso hay que visitarlo en la Cineteca Nacional.

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