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Ahed’s Knee y los horrores de Israel – Reseña especial TIFF 2021

Ahed's Knee muestra el rostro más sensible y aguerrido del director Navad Lapid, en una despiadada crítica a las certezas del estado de Israel.

 

 

 

Por esse pão pra comer, por esse chão pra dormir
A certidão pra nascer e a concessão pra sorrir
Por me deixar respirar, por me deixar existir
Deus lhe pague
Chico Buarque, Construção

 

 

Ahed’s Knee, el quinto largometraje de ficción de Navad Lapid, ganador del Premio del Jurado en Cannes, es un complejo alegato sobre la perspectiva, la labor del cine en un país que coquetea con el fascismo, la figura del autor y las relaciones ínitimas entre víctimas, verdugos y testigos. Como parte de nuestra cobertura del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF) 2021, tratamos de explicar, brevemente, algunos de los meollos críticos de una de las cintas que más nos impresionó en la selección oficial.

I

La trama de Ahed’s Knee gira en torno a Y, un director de cine israelí, maduro, amargado y frustrado, que está buscando una nueva idea creativa. Por lo pronto, monta castings y piensa en cómo hacer un alegato político en torno a Ahed Tamimi, la joven activista palestina, como obra experimental de denuncia. En medio de estos primeros ensayos, le dan la oportunidad (y el dinero) para ir a presentar una de sus anteriores películas galardonadas internacionalmente en un pequeño pueblo del interior. El director viaja y se encuentra con una alta funcionaria del gobierno, muy joven y muy apasionada, llamada Yahalom, que le propone ser su guía en este remoto lugar.

Todo va muy bien hasta que algo lo perturba todo: la joven funcionaria le pide a Y que firme un papel en el que promete no salirse de ciertos temas permitidos en su presentación. Ahora Y, convencido de la necesidad política renovada de sus películas, se enfrenta directamente a la censura. Su reacción es la historia de una disidencia, de las contradicciones que desgarran a los habitantes de Israel, del grito que Navad Lapid ya no podía contener en la garganta.

Navad Lapid recibiendo el León de Oro en la Berlinale de 2019

II

En el centro de Ahed’s Knee hay una anécdota. El cineasta amargo cuenta una historia a Yahalom. La historia ocurrió durante su servicio militar, en la ocupación israelí del sur del Líbano, a principios de los años ochenta. El entonces joven Y fue puesto en un grupo de inteligencia porque no lo consideraban suficientemente apto para las ramas militares más físicamente exigentes. Ahí, se encuentra con un grupo de veteranos leales a un sargento sádico. Junto con otro soldado, son los más jóvenes ahí. Por ser novatos, claro, sufren diferentes humillaciones.

Un día, el sargento les explica cómo tienen que comer una pastilla de arsénico para evitar ser capturados por las fuerzas Sirias que se aproximan. Todos los viejos soldados leales siguen el ejemplo del sargento y se tragan las pastillas con un grito de guerra. Es el turno de los dos reclutas más jóvenes. Y se come la pastilla aventando una mirada retadora al sargento. El segundo novato, sin embargo, se quiebra; no puede comerse la pastilla, llora desesperado, ruega a sus compañeros para que lo maten ellos.

La anécdota es impresionante. Pero Y sigue en vida, lo que demuestra que todo era una farsa. Los sirios con sus tanques y aviones eran una constante ilusión de miedo para crear sumisión; las fuerzas invisibles de Le Rivage des Syrtes de Julien Gracq; las fuerzas palestinas temibles e inefables. Toda esta idea era para torturar a los más jóvenes, una forma de comprobar su lealtad, una forma de control. El fascismo no está lejos. También era un acto de envidia como la denuncia de motín en Billy Bud de Melville o el abandono en el desierto en Beau Travail de Claire Denis. El sargento tal vez quería humillar al joven Y, despreciando su belleza, inteligencia e integridad.

La moral aquí, sin embargo, es aún más difusa que en las dos grandes historias de Melville y Denis. Porque Y siempre supo que todo era una mentira. Entendió, por una inflexión en la voz del sargento, llena de anticipación sádica, que esta era una forma de tortura. A pesar de saber que todo esto era teatro, siguió con la pantomima y dejó que torturaran al otro recluta joven. Dejó que lo torturaran hasta que suplicó para que le pegaran una bala en el cráneo.

Yahalom hace un apunte interesante: tal vez Y no era el joven brillante que se dio cuenta de la farsa, sino el sargento que lo quiso torturar. En el rostro de Y está la envidia y el recelo, el odio y el sadismo que corresponden al sargento. Pero Y responde que también pudo ser el joven que no se dio cuenta de nada, que lloró para que lo mataran, la verdadera víctima de esta historia. Es posible, también, sin duda: el cineasta amargado tiene un recelo palpable contra el estado de Israel y sus instituciones; tal vez todo el cine que ha creado, cada vez más político, es una forma de venganza, una manera de tomar poder frente a las humillaciones que sufrió en ese búnker en la frontera de Líbano y Siria.

Nunca lo sabremos.

El punto de la película de Lapid es que nunca lo sabremos. Tal vez Y fue el torturador, tal vez fue el observador impasible, tal vez fue la víctima desconsolada. Lo importante aquí no es saber qué personaje fue en la anécdota, sino la posibilidad de que haya sido cualquiera de los tres. Esa es la lectura más violenta de la película de Lapid. Al cuestionar el rol de un cineasta que se desdobla de su propia persona, el director cuestiona el rol de cualquier persona que hace cine en Israel. Más allá, el rol de cualquier persona que habita un país que coquetea tanto con el fascismo. Todos en Israel, país polémicamente establecido, colonizador, militarista y nacionalista, parecen ser, al mismo tiempo, víctimas, verdugos y observadores pasivos.

III

La madre de Navad Lapid editó sus cortometrajes anteriores. Poco después de acabar Synonyms (2019), murió. En ese sentido, Y es la extensión caricaturesca de Lapid. Tiene una correspondencia constante con su madre a través de videos, y discute con ella el montaje de sus películas. También, sabe que está enferma de cáncer de pulmón y que morirá pronto. La ternura de los mensajes hacia su madre, la forma en que Y describe momentos del día con una narración incisiva y sensible, dejan ver algo muy íntimo en el pensamiento desdoblado de Lapid. Pero, como todo en esta película, esto sólo es un constructo, y el director nunca es inocente en la representación de sí mismo.

Lapid pone en escena a un alter ego para cuestionar la figura autoral del director de cine. El alter ego es tierno con su madre, pero es sádico con el resto del mundo. Lo privado de su hogar, de sus amistades, de su cercanía, es lo único que no ve con condescendencia. Como si su círculo estrecho ya hubiera pasado una prueba de confianza y resiliencia a la que el resto del mundo debería someterse.

Cuando habla con Yahalom parece que la interroga. La tensión sexual entre los dos puede cortarse con un cuchillo: se nota una atracción mutua y la cámara de Lapid se asegura de mostrarnos un ir y venir de perspectivas que cruzan miradas, labios que se observan, una electricidad violenta de deseo irrealizado. Aún así, a pesar de la naturalidad de esta atracción, Y siempre está interrogando a Yahalom. Como bien dijo David Erlhich en su reseña para IndieWire: parece que la está sometiendo a un casting. Siempre se entiende, tácita, su superioridad en la conversación; la superioridad del autor activo hombre, dominante, frente a la inocencia del espectador pasivo, femenino, dominado. Los roles de poder están definidos y marcados por profesión y género, por admiración y culto. Esta es la autoría más evidente, más tácita, en una representación violenta.

El alter ego de Lapid no es, pues, una idealización de sí mismo. Más bien es una representación de su figura. Famoso por presentar películas en festivales internacionales y virtualmente desconocido en el interior del país. Famoso fuera y en ciertos círculos cultivados, pero censurado, de facto, por el enorme control mediático del estado en el resto del país. Una figura compleja, contradictoria, despótica y sádica que también es capaz de una gran ternura empática. Una figura que se siente moralmente superior por la denuncia de su cine, que siente que ha hecho lo suficiente, que se escuda detrás de su creación. Una figura que también sufre la censura del estado como una bota en el cuello.

Cuando Yahalom le pide firmar una carta en la que acepta ceñirse a ciertos temas específicos durante la presentación de su película, Y ve la oportunidad de desenmascarar la censura del estado. Así que le cuenta esa anécdota de Líbano a Yahalom. La manipula emocionalmente para que acepte los horrores del estado. La lleva a confesar que su papel, solamente siguiendo órdenes, es el de una burócrata en un aparataje fascista. La lleva a aceptar cómo niega su capacidad de pensar libremente. Y ella lo admite todo. Llorando, sabe que las palabras que le hace repetir el director son ciertas; que las siente en lo más profundo de su ser. Aún así, entiende la violencia a la que está siendo sometida; violencia que convierte una confesión íntima en un guión.

Porque Y es cruel y la graba confesando los horrores de censura del estado de Israel. Eso no le basta. También revela las confesiones de Yahalom a todo el pueblo, a su familia, a sus padres. La desenmascara frente a los más cercanos seres queridos y amenaza con destruir su vida pública. La lleva, incluso, al borde del suicidio.

Y es la víctima de la censura, el observador pasivo del horror con sus películas y, al mismo tiempo, el verdugo que juzga. En su anécdota, él es los tres soldados. Lo mismo puede decirse de Yahalom. Pasiva como observador frente a la censura, verduga de los deseos nacionalistas de sus jefes, víctima de un estado que no entiende su muy sincero amor por la cultura libre. Lo mismo se podría decir de todos los demás. Porque, para Lapid, ese es el estatuto contradictorio de todos los israelíes: todos son víctimas, observadores y victimarios.

La activista adolescente palestina Ahed Tamimi en la corte israelí

IV

La forma de mostrar esta complejidad es a través de las perspectivas cambiantes de una cámara entregada al movimiento. Si la cámara de Claire Denis en Beau Travail buscaba captar el ballet involuntario de los cuerpos que se entrenan con la música extradiegética de Benjamin Britten, la cámara de Lapid crea su propia coreografía sin cuerpo. Una coreografía que representa el violento capricho de las perspectivas.

La cinta abre con un plano contrapicado en movimiento. La cámara está en una motocicleta, adivinamos, observando hacia arriba los edificios de Tel Aviv mientras llueve. La perspectiva es extraña y revela su falsedad. No puede ser la perspectiva del que maneja la motocicleta, evidentemente. Es entonces un efecto puramente cinematográfico: la cámara no está imitando la vista de nadie, está mostrando su independencia. La cámara es una mirada propia. Luego, esa cámara cambia y observa a la conductora de la motocicleta. En el casco de la conductora vemos las mismas gotas de lluvia que empañan la perspectiva de la cámara. Hay una perspectiva compartida en el lente y la visión de la conductora. Pronto, también, aparecen los puntos de vista.

Este juego entre la cámara que imita una mirada y la cámara que afirma su independencia se convierte en el centro de una propuesta ideológica sobre la idea misma de perspectiva. Como la maravilla natural que va a visitar Y en medio del desierto, todo depende del punto de vista con que se mire. Y observa un estanque en medio del desierto; parece un oasis, un abrevadero en medio de la nada. En realidad, es el resto de una inundación repentina que mató todo a su paso, animales y hombres. También, de facto, por la mirada casual de Y, es una atracción turística desangelada. Ese lugar representa algo que da vida, algo que la quita, algo pasivo y algo activo, algo sujeto a la mirada y algo que observa de regreso, como todo espejo de agua.

De la misma forma, la cámara de Lapid se entrega completamente al capricho de las perspectivas saltando libremente entre POV y perspectivas alucinantes. Da vueltas por los aires, regresa en tomas cenitales, se pierde en violentas sacudidas, regresa a enfocar primerísimos planos, se evade a la distancia, se acerca a los cuerpos en plano-detalles que revelan el deseo de una clavícula, de una entrepierna henchida, de unos zapatos mojados, se levanta de nuevo, toma vuelo y siempre baila. La cámara baila porque no quiere posarse. Se niega a tomar una postura y acabar con el asunto. La cámara se entrega a la complejidad y, por eso, baila.

V

El título de la película de Lapid habla de deseos frustrados. Como la rodilla de Claire en la película de Rohmer, la rodilla de la famosísima activista adolescente palestina Ahed Tamimi es un objeto de deseo.

Para Bezalel Smotrich, un legislador israelí, la rodilla de Ahed debió ser castigada. En Twitter, después de que la activista fue detenida por darle una bofetada a un soldado israelí, Smotrich dijo que “debió haber recibido un balazo, al menos en la rodilla, para darle arresto domiciliario de por vida.” La rodilla de Ahed representa así el deseo más sanguinario, violento, militarista de erradicar a los palestinos de la zona ocupada en los asentamientos de la franja de Gaza.

La rodilla de Ahed, por otra parte, representa el deseo de Y de encontrar una voz, una protesta, una moral en su carácter de observador-autor-director-de-cine. La película que quiere filmar sería una creación experimental que encuentra, en el tuit de Smotrich, la perfecta representación de un odio ciego. Una película de denuncia, francamente política, que toma postura. Una película imposible de hacer al interior del estado de Israel, como pronto se dará cuenta.

La rodilla de Ahed es algo inalcanzable. Una idea que representa muchas ideas. El punto de inflexión de la tiranía y de la rebeldía. El símbolo de donde parten tantas perspectivas. El deseo de represión y el deseo de rebelión se juntan, todo se confunde, y la perspectiva cambiante de la cámara de Lapid, mientras baila, muestra la dificultad de cualquier claridad. Y lo hace, paradójicamente, con una claridad pasmosa.

La desesperación del protagonista, como la desesperación del director, está en la incertidumbre, en la complejidad que inmoviliza, en la dificultad de tomar posturas claras. Pero, a diferencia de muchas otras posturas desesperadas, la de Lapid no lleva al nihilismo. El hecho mismo de que Ahed’s Knee exista muestra que un deseo inalcanzable siempre se puede decir.

La última frase de la cinta está en la narración de una película dentro de la película en uno de los videos que Y manda a su madre. Mientras toma vuelo sobre los límites de Israel y el mar, Y le dice cariñosamente a su madre una frase que lapida todo el contexto de la cinta:

“Mamá… dile adiós a la tierra de Israel entre las nubes”.

Todo lo vemos a través de un vidrio empañado, como sobrevolando el mundo, a través de la cámara de un celular, sobre un avión, por encima del paraíso terrenal. Lo que vemos con la cámara comporta una cierta distancia, está atravesado por una mirada, vuelve necesaria la perspectiva truqueada. También, de cierta forma, como una película, el estado es un constructo abstracto. Lo único que nos queda es interpretarlo dolorosamente, personalmente, intensamente, muy lejos, siempre, de todas las certezas.

Calificación: 5/5

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