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A 51 años de la revolución cultural china

A cincuenta y un años del inicio de la revolución maoísta, el Estado chino no quiere hablar del asunto.

Una reflexión crítica sobre las dictaduras

A cincuenta y un años del inicio de la revolución maoísta, el Estado chino no quiere hablar del asunto.

La imagen que usted ve arriba es una de esas que, una vez puestas en circulación, se imprimen profundamente en la memoria del mundo. Data de junio de 1989, época en que miles de estudiantes chinos lucharon por la democratización y la apertura económica de su país. Las protestas terminaron en una masacre ejecutada por el gobierno de China, el 4 de junio de 1989, en la Plaza de Tiananmén. Ese mismo lugar fue el escenario que, 22 años antes, vio otro acontecimiento importante en cuanto a las relaciones del Estado chino con los jóvenes: el 18 de agosto de 1966, Mao Tse-Tung se reunió allí con un millón de muchachos para oficializar que estos fuesen agentes activos de la Revolución Cultural, un episodio trágico y doloroso en la historia de China. Los chicos se hacían llamar Guardias Rojos y, según ellos, buscaban cuidar la pureza de la ideología maoísta. En 2016 se cumplen 27 años de la matanza y 50 de la revolución de Mao. El gobierno, presidido aún por el Partido Comunista de China, ha hecho lo imposible por evitar la conmemoración de los dos eventos. No obstante, la situación sirve para pensar ciertas características que parecen esenciales al autoritarismo. Me interesan dos: la gestión ideológica de la juventud y la clausura de la propia memoria.

Gran revolución cultural proletaria/ Matanza de Tiananmén: el puente

El Partido Comunista de China (PCCh) llegó al poder en 1949 y, desde entonces, su gobierno ha sido el hilo conductor de la vida política del país. El organismo –o algunas de sus facciones más relevantes– estuvo detrás de la ejecución de los dos acontecimientos que tratamos.

(AP Photo)

La Gran Revolución Cultural Proletaria fue una iniciativa emprendida por Mao Tse-Tung en 1966. Finalizó en 1976, cuando el líder murió. Su ejecución se distinguió por un cúmulo de campañas ideológicas que exaltaban la adquisición del marxismo como horizonte de gobierno y modo de vida. Su objetivo, en términos generales, era eliminar todo lo que quedara de “cultura burguesa” entre los intelectuales, los ciudadanos y los mismos miembros del PCCh. En ocasiones, la delimitación del enemigo político deriva en purgas, en cacerías de brujas. Para muchos, ese es el legado de la Revolución Cultural: destitución arbitraria y frenética de funcionarios, persecución de “autoridades académicas reaccionarias”, reconfiguración radical de la estructura del PPCh, entre muchas otras situaciones. Mao, que sabía notar las discrepancias al interior de su partido, estaba convencido de que un grupo grande de “revisionistas contrarrevolucionarios” había penetrado las filas de ese organismo, del gobierno, del Ejército y de los entidades culturales. Según Mao, la revolución de 1949 había provocado una gestación de dos bandos opuestos: el de los revisionistas burgueses y el de los verdaderos revolucionarios. Él, por supuesto, se asumía parte del segundo grupo y se proclamó el agente de la revolución definitiva. La operación se concretó con la circular del 16 de mayo de 1966, documento escrito por Mao y expedido por el Buró Político del Comité Central del Partido Comunista. El texto era una especie de tratado que invitaba a luchar contra los militantes supuestamente antipartidistas y a limpiar la ideología marxista de impurezas. El movimiento buscaba abarcar cada aspecto de la vida política, social, cultural y económica de China. Esto se tradujo en una ejecución paranoica: nadie estaba libre de ser sospechoso de capitalismo.

La intransigencia ideológica del maoísmo trajo destrucción y asesinatos. La clase intelectual –académicos, escritores, artistas– fue perseguida y la educación universitaria en el país se paralizó por completo. Muchos templos religiosos, libros y obras de arte fueron pasados por fuego. En un acto inquisitorio, muchísima gente fue acusada de reaccionarismo. Mao Tse-Tung murió en septiembre de 1976. Después de numerosos debates al interior del partido, en los que se jugaba la sucesión al poder y la determinación del futuro de China, el buró del Comité Central del Partido condenó la Revolución Cultural como desviacionismo. Se reivindicó a los funcionarios acusados injustamente y, además, se persiguió a los ex colaboradores de Mao. Sin embargo, el fallecido líder no fue erigido como enemigo, sino como símbolo nacional.

En 1978 llegó la Reforma Económica China, un conjunto de medidas que modificaron relevantemente las tesis marxistas prevalecientes en el país. Esta operación, una tentativa de liberación dogmática, fue llevada a cabo por el ala reformista del partido, dirigida por Deng Xiaoping, considerado máximo líder del país desde el año de la Reforma hasta su muerte, en 1997. La matanza de Tiananmén ocurrió cuando él estaba a cargo del gobierno. El origen del episodio se remonta a la figura del ex secretario general, Hu Yaobang, que combatió el modelo socialista y lo que quedaba del maoísmo en el aparato político chino. Hu respaldó las protestas estudiantiles de 1987. Ello provocó su expulsión del partido. Murió de un infarto el 15 de abril de 1989. El PCCh tardó mucho en iniciar el luto oficial, lo que desató el descontento de los opositores. Ellos, por su parte, comenzaron a meditar el nepotismo del partido y la destitución injusta de Hu. Los estudiantes demandaron una profundización de la reforma económica iniciada por Deng Xiaoping, buscaban acabar con lo que quedaba de Mao y adoptar el liberalismo como modelo económico y cultural.

(AP Photo/Xinhua)

La plaza de Tiananmén había funcionado como escenario de la protesta. En principio, los manifestantes fueron ignorados. No obstante, la visita de Gorbachov a China puso los ojos del mundo en el país. La madrugada del 3 de junio, el gobierno lanzó la amenaza de llevar a las fuerzas armadas a la plaza. Los manifestantes comenzaron a desalojar el lugar, pero eso no evitó el castigo. El Ejército disparó a civiles desarmados mientras trataban de huir. La matanza significó la operación más despiadada del Estado chino desde la época del maoísmo. Los muertos, según la Cruz Roja, fueron alrededor de 2 mil 600. No se pudo contar a los heridos.

El Estado chino se ha distinguido por impedir la focalización de estas situaciones. Al parecer, un régimen autoritario precisa purgar fragmentos de la memoria.

Golpear, borrar la historia

El lunes 16 de mayo se cumplieron 50 años del inicio de la Revolución Cultural. Las autoridades chinas prefirieron evitar conmemoraciones: finalmente, el episodio se llevó a cabo durante su mandato. Sin embargo, al día siguiente el gobierno habló mediante su periódico oficial, el Diario del Pueblo. En el comunicado se habla de esa revolución como un grave error y, además, se insta a la población a superarla. Según ellos, un episodio así nunca debe olvidarse ni repetirse. En 1981, el PCCh emitió un documento donde culpó a Mao del horror que muchos padecieron, no obstante, evitó hablar de su propia responsabilidad. Esta es la postura que el gobierno ha mantenido desde entonces. Por lo demás, la reciente publicación del diario no habla de las víctimas.

El 4 de junio de 2014, cuando se cumplieron 25 años de la matanza de Tiananmén, la plaza amaneció custodiada por la fuerza pública. Pretendían vigilar a los ciudadanos chinos y a los turistas que rondaban la zona. El Estado se había dado a la tarea de cuidar que nadie recordara el asunto. Además, el gobierno intimidó periodistas durante los días previos al aniversario.

La destrucción de la propia memoria es un rasgo que hay que atender. Pisotear las huellas que uno mismo ha dejado da cuenta de una intención más allá del caminar mismo. Georges Didi-Huberman, en su ensayo “Arde la imagen”, dice que

toda memoria está siempre amenazada de olvido […] Tantos libros y bibliotecas han sido quemados. Y, asimismo, cada vez que ponemos los ojos en una imagen, deberíamos pensar en las condiciones que impidieron su destrucción, su desaparición. Es tan fácil destruir imágenes, en cada época ha sido algo tan normal.

Un aparato totalitario recurre a la destrucción cuando su poder se tambalea. En este sentido, no sólo se sirve de la desaparición de opositores o de los discursos que estos hayan engendrado. Un Estado feroz necesita comer de sus propias partes, de sus propios rastros, cuando estos se vuelven tan peligrosos como aquellos que se dedican a resistir. Es que, finalmente, la historia oficial es un engrane del que depende, en gran medida, la legitimidad de ese aparato. El poder político, parafraseando a Paul Valéry, no se sostiene únicamente con la represión del cuerpo sobre el cuerpo, sino que precisa también de fuerzas ficticias. Por lo demás, lo ficticio no es precisamente lo falso. Siguiendo a Jacques Ranciére en La imagen intolerable, la ficción es ese artefacto que construye otras realidades, otras formas de sentido común, “otras comunidades de las palabras y las cosas, de las formas y las significaciones.” El Estado, sobre todo cuando es autoritario, necesita diseminar narraciones capaces de posibilitar su permanencia en el poder. La historia oficial es una de sus principales ficciones. En este sentido, tachar un cúmulo de líneas en ese relato se vuelve un requisito para proteger su existencia. Por ello no debemos dejar de lado que el Diario del Pueblo se haya negado a hablar de las víctimas: las voces de los afectados podrían contradecir o anular la pretendida versión unívoca que el gobierno quiere imponer a los ciudadanos.

Por otra parte, si configurar una narración específica es una tentativa de prolongación del régimen, ¿quiénes son los más vulnerables a estas ficciones?

Niños del régimen

(AP Photo)

La Revolución Cultural y la matanza de Tiananmén comparten un rasgo fundamental: el papel que los jóvenes desempeñaron en cada episodio. El proyecto maoísta no hubiese sido posible sin la actividad de los Guardias Rojos: estudiantes de secundaria y universitarios que lucharon contra los “elementos elitistas de la sociedad”. Buscaban purificar el marxismo en China y, con ello, deshacerse de todo lo que oliera a liberalismo u oposición. En agosto de 1966, Mao se reunió con más de un millón de Guardias y, con ello, comenzó su operación formal en aras de concretar los ideales de la empresa maoísta. Allí, el líder los invitó a gestar un ataque contra los “Cuatro Antiguos” de la sociedad china: costumbres, cultura, hábitos e ideas antiguas. El entusiasmo de los chicos, como su completa adscripción al proyecto de Mao, provocó una horda de destrucción en la que se destruyeron libros, museos, templos religiosos. Eventualmente, los Guardias Rojos dejaron de atacar objetos culturales para operar contra intelectuales, políticos, artistas que, ante los ojos de los muchachos, no eran más que un grupo de derechistas.

En 1967, cuando Mao se dio cuenta de los estragos del movimiento, decidió desaparecerlo. El Ejército Popular de Liberación se encargó del asunto: hubo torturas, maltratos y ejecuciones sobre esos jóvenes que, en algún momento, habían actuado como los más recios defensores del régimen.

La matanza de Tiananmén no dista mucho de lo anterior: los estudiantes se volvieron particularmente incómodos para el Estado y, por lo tanto, abrió fuego contra ellos. El entramado de hechos parece arrojar una luz muy particular sobre la constitución de las dictaduras: ante los ojos de un Estado totalitario, el joven es visto como un potencial nicho de continuidad o de subversión.

El régimen autoritario protege a los jóvenes cuando le son útiles. Los Guardias Rojos significaban una concreción plausible de la ideología maoísta y, tal vez, la posibilidad de concretar por completo su sistema de creencias. Sin embargo, una vez que la juventud deja de servir, o peor, cuando se vuelve un agente capaz de interrumpir el avance del sistema, es golpeada, desaparecida, asesinada.

Finalmente, son las nuevas generaciones las que habrán de aceptar –o rechazar– esas ficciones y sentidos comunes fabricados desde el poder dominante. Son ellas las que ejecutarán discursos, o bien, decidirán subvertirlos.

Mao, el gran rostro

Es un detalle curioso que el retrato de Mao Tse-Tung permanezca en la plaza de Tiananmén. El Estado chino parece valerse de una memoria incómoda para sostenerse: no puede declarar abiertamente qué hizo ese hombre, pero sigue necesitando su imagen para quedarse en el poder. En este sentido, Mao es una especie de fantasma para los chinos, él está allí y, de alguna forma, su recuerdo determina algunas de las actividades concretas del gobierno. En efecto, tal vez ya no haya purgas masivas de opositores. Sin embargo, el borrado de la memoria es también una especie de vaciamiento, de persecución, de imposición de sentidos.

(AP Photo/Hsinhua News Agency)

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