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A 60 años de Vértigo: ¿qué distingue a los voyeristas de los fantasmas?

Alfred Hitchcock estrenó una de sus obras maestras hace sesenta años. Peter Conrad escribió que Vértigo es una película delirantemente hermosa, dolorosamente triste.

Nada distingue los recuerdos de los otros momentos:
es que no se descubren hasta más tarde, por sus cicatrices.”

—Chris Marker, La Jetée

Ricardo Piglia dijo que si el detective literario cumple una función, esta es denunciar la no coincidencia entre la ley y la verdad. Y la verdad, añado, es sólo un pedazo de lo real. Vértigo es el relato de un detective cuya realidad entera, de pronto, se impone como una parvada de fantasmas.

Alfred Hitchcock estrenó una de sus obras maestras hace sesenta años. Peter Conrad escribió que Vértigo es una película delirantemente hermosa, dolorosamente triste. Y es cierto: la historia de John ‘Scottie’ Fergusson (James Stewart) toca las fibras íntimas de nuestros deseos, apariencias y engaños. Vértigo es un relato de amor, de un pasado que encarna y rompe.

El relato (con spoilers inevitables)

Un fatal accidente lo obliga a enterarse: Scottie Ferguson padece una terrible fobia a la altrua. Después de renunciar a su puesto de detective en la policía de San Francisco, recibe una petición: Gavin Elster (Tom Helmore), un amigo del pasado, necesita que Scottie siga e investigue a su esposa. Elster cree, casi convencido, que su amada Madeleine (Kim Novak) vive poseída por el fantasma de Carlotta Valdes, una mujer muerta; su supuesto objetivo es saber más sobre el comportamiento de la mujer antes de llamar a los psiquiatras. Scottie duda incrédulo, pero acepta finalmente. La sigue, se enamora de ella: la mira de lejos mientras parece abstraída, capturada por otra que falleció hace un siglo y que la conducirá al suicidio.

Cuando Madeleine intenta ahogarse en el agua del Golden Gate, Scottie logra salvarla. Pero cuando se arroja de la torre de una iglesia, el detective sufre paralizado la aparición de su fobia: no puede rescatarla de la muerte en la altura. La culpa, como el amor perdido violentamente, lo llevan a un colapso nervioso, a buscar él mismo a los psiquiatras. Con la ayuda de su amiga Midge (Barbara Bel Geddes), Scottie retoma su vida, o lo intenta. Pero el pasado es una herida abierta. Él, que falló como detective cuando lo poseyó su amor, comienza a ver fantasmas: Madeleine parece brotar en las calles, los coches, los sitios que vieron juntos. Y sin embargo, ella nunca está realmente allí.

Sólo hasta que conoce a Judy (Kim Novak, otra vez), sólo en el momento en que encuentra a una mujer casi idéntica a Madeleine, Scottie vuelve a vivir. Le atrae, le intriga el siniestro parecido entre las dos. Y la verdad sea dicha, Judy es Madeleine: Elster la contrató para fingir el suicidio de la verdadera esposa, la verdadera Madeleine, y encubrir su asesinato. El marido mató a la mujer para adueñarse de sus propiedades. Scottie, que percibió la trampa como la verdad, amó una ficción dispuesta sólo para él. Elster y Judy formularon una máscara para que el detective, impotente en las alturas, fuese incapaz de actuar frente al crimen.

Judy no quiere renunciar a Scottie, así que oculta la historia y decide ganar su amor por ella misma, borrar eventualmente a la mujer del pasado. Él, que ama todavía a un espectro, la somete a un proceso de mortificación: le cambia la ropa y el maquillaje, le impone el cabello de su amor muerto. Para Scottie, Judy debe convertirse en Madeleine.

Después de la transformación (y de la carne) viene la sospecha. Para librarse del pasado, Scottie debe resolver el enigma: así, acorrala a Judy en la torre donde Madeleine murió, deduce todo, absolutamente todo sobre la trampa que le tendieron. Judy (o Madeleine, qué más da) cae al abismo desde la torre. Así muere la piel del fantasma.

Relato de detectives

En una entrevista, W.J.T. Mitchell habló de un tipo específico de imagen: la que, enmarcada en un discurso concreto, puede usarse para hablar de la imagen en sí, de la naturaleza de todas las imágenes. Cada fotografía, cada pintura, cada trazo es susceptible de emplearse con ese fin. Cualquier imagen, pues, puede arrojar un número interminable de reflexiones, de significaciones. Cualquier imagen puede convertirse en un vortex: una espiral apabullante que exige una tentativa de legibilidad, de sentido. Y un vortex, también, es un torbellino de imágenes.

El vortex de Mitchell siempre me ha llevado a los créditos iniciales de Vértigo, diseñados por Saul Bass.

El detective, dijo W.J.T. Mitchell, comparte los mecanismos y las intenciones del paranoico: que lo real, y el vortex, devengan legibles. Ricardo Piglia, que siempre tuvo interés en la novela de enigma y en el género negro estadounidense, puede hablarnos de la consistencia de Scottie Ferguson como investigador criminal.

En Los sujetos trágicos y en Sobre el género policial, Piglia habló de algunos fundamentos de la novela de enigma, esa que fundó Edgar Allan Poe cuando creó a C. Auguste Dupin. Sin pretenderlo, Poe permitió la eventual existencia de Monsieur Lecoq y de Sherlock Holmes. Ese tipo de detective, de relato, se rige bajo el fetiche de la inteligencia pura, que deduce todo desde sí misma; el encargado de proteger el orden posee una lógica imbatible, casi omnipotente. Su función es descifrar el enigma, esto es, denunciar el desencuentro entre la ley y la verdad. El detective señala una verdad visible que nadie ha visto y, para lograrlo, se mantiene al margen de un mundo que estudia, pero que también habita y lo implica; es una figura distante de nosotros, es decir, de lo mirado, lo real.

En el género negro, el investigador es un agente de movimiento: para encontrar la verdad, no razona tanto como se arroja a la experiencia del hecho. Su intervención ocasiona un cambio rotundo del caso: nuevas pasiones, nuevos crímenes, nuevos conocimientos. Además, lo real aquí suele anudarse a la función y efecto del dinero, el móvil del crimen es siempre económico.

¿Gavin Elster pagaría a Scottie por mirar a su esposa, o se trataba sólo de un favor amistoso? Nunca lo sabremos. Pero Elster quería dinero de los muertos, Scottie buscaba su amor. El detective amó la imagen que se le impuso, pues ella escondía el robo mundano bajo la máscara de la belleza, de una verdad más allá de las cifras. Y eso fue un crimen: Scottie no era el cazador, sino el perseguido. Al enamorarse de la tumba, su relación con la realidad se convirtió en la misma que sostenía con su propio cúmulo de apariencias. La distancia necesaria para el investigador cayó de pronto: se enamoró de Madeleine, de su caso. James Gray dijo que Scottie vive efectivamente una fantasía, pero que esta es real para él.

Scottie resuelve el caso, descubre la verdad: Judy es Madeleine, él sigue amando a un fantasma. La solución del enigma ocurre al mismo tiempo que la desaparición de su fobia: por fin vuelve a ser detective. El vortex puede interrumpirse. El enigma, esa huella vacía en lo real, era Scottie mismo.

El fantasma del pasado

Cuatro años después del estreno de Vértigo, Chris Marker dio vida a su única pieza de ficción: La Jetée, mediometraje de 1962. Luc Lagier, como otros, concibe el relato de Marker como una reescritura de la obra de Hitchcock. Ambas películas lidian con hombres que fueron marcados por imágenes del pasado.

La Jetée cuenta la historia de un niño, de una aparición, del estallido de la Tercera Guerra Mundial. En el aeropuerto de Orly, un pequeño queda prendado de la imagen de una mujer; inmediatamente después, atestigua el asesinato de un hombre. Luego vienen la guerra y la catástrofe. Tiempo después, cuando de París sólo queda ruina y radiación, la humanidad debe vivir bajo las cloacas. El niño, ahora un hombre, es enviado en un viaje en el tiempo: su fijación con aquella imagen de infancia lo vuelve ideal para visitar los años previos a la guerra. En ese pasado, siempre más dulce que la catástrofe, el hombre encuentra a la mujer que vio cuando era niño: la acompaña, llega a amarla. En el derrumbe, la imagen anida en nosotros.

El hombre de La Jetée comparte con Scottie un rasgo esencial: sucumbir a la imagen viviente de una mujer muerta, recreada por la obsesión o por el viaje en el tiempo. La posesión espiritual en Vértigo es la base de la resurrección en La Jetée: se ama el pasado y se busca su encarnación, más allá del límite de la muerte.

Muy a consciencia, Marker reconfiguró en La Jetée algunas de las imágenes de Vértigo: Madeleine y la mujer aparecen, por primera vez, de perfil; ambas deambulan entre calles y florerías; las dos miran, inscritas en árboles milenarios, las cicatrices del tiempo.

Para hablar del fantasma que la habita, Madeleine señala un fragmento pequeño en el interior de la secuoya: “aquí nací, aquí morí, fue sólo un momento para ti”. Para mostrar su origen incomprensible, el hombre de La Jetée se refiere a un punto fuera del árbol: “yo vengo de allí”, es decir, de un sitio más allá del tiempo. Vértigo es una trama compleja sobre el pasado, sobre su facultad de remover nuestros cimientos presentes. Scottie busca resucitar a Madeleine, mientras Judy se lamenta de su propio amor: “ojalá me amaras a mí, ojalá olvidaras a la otra”. Si Elster utiliza un supuesto fantasma como base de su trampa, Scottie nos muestra que el pasado, en efecto, puede llevarnos a la locura.

En Sans Soleil (1983), Chris Marker dijo que Vértigo parece un asunto de enigma, de asesinato, pero en realidad es una pieza sobre poder y libertad, sobre la melancolía y el destello: el vértigo no está en el espacio, sino en el tiempo.

Imagen y fantasma

En la teoría freudiana, de acuerdo con Georges Didi-Huberman, el síntoma (el padecimiento, el dolor) no se separa de los problemas de la imagen, de lo ilusorio, de la fantasía. Allí donde Freud habló, en alemán, de Phantasie, Lacan discurrió en francés sobre la estructura del fantasme. Algunos escritos en español traducen el fantasme lacaniano por fantasma. En ese traslado, la fantasía inconsciente linda con el relato de espectros.

Un fantasma es un espíritu del pasado, un espectro que encarna en un cuerpo, pero también es un montaje imaginario, un constructo que orienta la vida de quien lo posee y que determina su relación con lo real. Vértigo, en efecto, es un relato de fantasmas, y es asimismo una narración que trata especialmente el erotismo humano: no hay exposición directa, sino una sugerencia, un velo. Hitchcock dijo a François Truffaut que su película lidia con una forma de necrofilia, esto es, con la intención de un hombre de acostarse con una mujer muerta. Scottie es agente de un movimiento curioso: para permitirse desnudar a Judy, primero se obliga (y la obliga) a vestirla como el fantasma exige. Slavoj Zizek tiene razón: esto es un violento proceso de mortificación.

Sólo hasta que la realidad se amolda a la coordenada de la fantasía, sólo cuando aparece por fin el espectro de Madeleine, Scottie puede realizar un coito. Durante el beso, ella parece desfallecer como un cadáver. La belleza, como Zizek señala, es en este caso un velo del horror. Y qué es el cine si no un artefacto de encubrimiento y revelaciones. Gorki escribió, después de asistir a una proyección del cinematógrafo de los hermanos Lumière, que en esas imágenes “las cosas se mueven, rebosantes de vida, y al acercarse al borde de la pantalla se desvanecen en algún lugar más allá del mismo”. Sí, el cine es la forma idónea de los fantasmas.

Jean-Luc Godard dedicó a Hitchcock un capítulo de su Histoire(s) du cinema, su título es “El control del universo”. En él, Godard habla de catástrofe, propaganda, Estado, amistad, montaje. “Hitchcock triunfó allí donde fallaron Alejandro, Julio César, Hitler, Napoleón: tomar el control del universo”. Si el cine guarda un lazo íntimo con el fantasma, es porque su potencia brota del montaje: el pasaje de una imagen a otra, el efecto que el salto ocasiona en el espectador. No hay imágenes totales, cada una de ellas guarda una sombra, una carencia, un abismo de indefinición. El montaje, el cine mismo, existen porque una imagen en falta puede anudarse a otra, porque de la yuxtaposición surge un movimiento profundo en el ojo del observador. Hitchcock sabía que, en la creación de emociones, el estilo es el fundamento del cine. Todo yace en la forma, la manera en que las imágenes se encadenan. No hay otro modo de colmar las miradas, las pantallas.

El cine está hecho de sombras, espectros. El cine de Hitchcock, particularmente, pone en crisis el límite entre la realidad y el fantasma. Jean-Luc Godard dijo que Hitchcock fue el más grande creador de formas del siglo XX. Pienso en Vértigo, creo que tiene razón: que Hitchcock era capaz de asir el control del universo.

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Armando Navarro es licenciado en Letras Iberoamericanas por la Universidad del Claustro de Sor Juana y maestro en Teoría Crítica por 17 Instituto de Estudios Críticos. Escribe en medios digitales e impresos, realiza proyectos de cine experimental e independiente.

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