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5 de mayo y los cientos de esclavos egipcios que Francia usó para invadir México

La historia de los esclavos musulmanes que Napoleón III obligó a luchar después de la Batalla de Puebla del 5 de mayo de 1862.

¿Qué hicieron los franceses tras perder la batalla del 5 de mayo que México celebra? ¿Qué sucedió tras la heroica batalla de Puebla? En este relato único, el filósofo y escritor Óscar Palacios Bustamante nos cuenta algunas de las consecuencias que tuvo la batalla del 5 de mayo durante la Intervención Francesa. En particular, cómo los franceses acrecentaron sus tropas con esclavos musulmanes negros traídos del Sudán y de Egipto.

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Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos “África”. En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe.

Ryszard Kapuscinski,
Ébano

 

El 5 de mayo de 1862, bajo el mando del general Ignacio Zaragoza, el ejército republicano de México replegó, en la ciudad de Puebla, la invasión del ejército francés, conformado en ese momento por cerca de 3,000 soldados. Si consideramos – como se hizo en la época – que dicho ejército invasor era el mismísimo heredero de la gran armada de Napoleón Bonaparte, ésa era una victoria, a todas luces, histórica. Este triunfo de David sobre Goliat, de una antigua colonia española recientemente independizada sobre la gran monarquía conquistadora de Europa, se enmarcaba, sin embargo, en una compleja situación mundial, motivada por determinados intereses económicos y territoriales.

Entre 1861 y 1862, Benito Juárez había solicitado una prórroga de dos años para el pago de sus deudas con España, Inglaterra y Francia. Mientras que las primeras dos aceptaron la propuesta, la Francia de Napoleón III (sobrino de Napoleón Bonaparte), al pensar que Estados Unidos no tendría oportunidad de tomar parte en el conflicto, pues recién había comenzado la Guerra Civil o Guerra de Secesión norteamericana, decidió aprovechar la ocasión para invadir México, con el interés puesto en sus recursos naturales. Tras la derrota del 5 de mayo, el ejército francés se replegó en Orizaba para esperar instrucciones de París. La falta de artillería de sitio para un ejército tan reducido, la adversidad de las condiciones climáticas y geográficas para los franceses, así como la amenaza de una epidemia de fiebre amarilla (a la cual los mexicanos de la región eran visiblemente inmunes), ponían de manifiesto la torpeza y lo precipitado de la ambición de Napoleón III.

En una ocurrencia de apariencia científica, fue el almirante francés Jurien de la Gravière quien entonces propuso, por simple relación inductiva – a decir verdad, racista –, mandar traer “tropas negras” de las colonias francesas para combatir en tierras mexicanas, pues los soldados de raza negra se habían mostrado, a los ojos de los europeos, más resistentes a las enfermedades y con mejor capacidad de adaptación a climas adversos. Tras esta sugerencia, el Emperador Napoleón III solicitó un préstamo de entre 1,200 y 1,500 soldados negros al entonces gobernador (o valí) de Egipto, Muhammad Sa’id Pasha (también llamado, en turco, Mehmet Said). En ese entonces, tras un periodo de revueltas profundas y vacíos de poder, Egipto había vuelto a ser parte del dominio del Imperio Otomano (Turquía), por lo que las fuerzas armadas egipcias eran una mezcla de dirigentes y soldados turcos con soldados-esclavos negros, traídos de los territorios sudaneses, recién conquistados hacia el sur de Egipto.

Napoleon III y Abdelkader El Djezairi, el líder militar argelino que hizo frente a la invasión francesa de Argelia. (Wikimedia Commons / Public Domain)

Ante la petición de Napoleón III, Egipto sólo pudo asegurar el envío de unos 500 hombres, en lugar de los 1,500 que se pedían en préstamo. Y en realidad, al final, sólo fueron 446 hombres (más un civil que fungiría como intérprete), quienes en la madrugada del 7 al 8 de enero de 1863 zarparon del puerto de Alejandría rumbo a Veracruz, a bordo del navío La Seine, un pequeño barco híbrido de vapor y vela, que viajó con instrucciones de ahorrar al máximo el carbón y aprovechar en todo momento los vientos, lo cual hizo mucho más lento su viaje.

La Seine sólo tenía capacidad para 15 oficiales y 350 soldados de otros rangos, por lo que los pasajeros iban bastante incómodos y en condiciones insalubres (algunos dormían en donde días antes se habían transportado caballos y mulas). Además, dado que se trataba de una misión secreta, pues París no quería que Londres o Constantinopla (hoy Estambul) se enteraran de la difícil situación de las tropas francesas en tierras mexicanas, las autoridades egipcias decidieron no informarle a los soldados el destino de su viaje.

Tras un primer largo trayecto en tren hasta el puerto de Alejandría, al abordar al barco La Seine, la mayoría de los soldados sudaneses veían, por primera vez, el mar. Fue un viaje lleno de momentos que alternaban entre la querella y la armonía entre aquellos hombres, y hubo paradas en la península ibérica después de cruzar el Mediterráneo y una en la isla caribeña de Martinica (colonia francesa) después del Atlántico. Cinco hombres perdieron la vida en el trayecto, a causa de distintas enfermedades respiratorias e intestinales, y se tiene registro de que los habitantes de Martinica cantaron al navío, en créole :

On dit Mexique vous qu’a aller
la gue-e la-bas, mourir beaucoup
et la fiev-jaune, ici tout doux
en-bas mechante, I’Bon-Dieu ga-de vous.

(Dicen que van a México a
hacer la guerra allá, a que mueran muchos
y a la fiebre amarilla, aquí hay mucha calma,
allá mucho mal, que Dios bendito los proteja.)

Entrada de la armada francesa en el puerto de Acapulco, 1863. Lebreton – L’Illustration: journal universal hebdomadaire, Volume 41, nº 1.049, 04/04/1863. (Wikimedia Commons / Public Domain)

La Seine llegó a Veracruz el 24 de febrero (!) de 1863. Cuando llegaron, en San Juan de Ulúa no había para ellos un muelle libre para desembarcar, tuvieron que encallar cerca del fuerte y en lanchas llegaron, al fin, a tierra firme mexicana.

¿Qué tipo de grupo eran nuestros viajeros tricontinentales? Hay que pensar en un grupo de varones (algunos bastante jóvenes) de variado rango militar (y pertenecientes a distintas milicias), origen, religión, lengua y raza. De los tres oficiales a cargo, dos eran negros y uno blanco. Había algunos franceses, pero la mayoría eran turco-egipcios y sudaneses de tribus variadas. Además de escucharse el francés, las lenguas de la milicia egipcia eran el árabe egipcio coloquial y el turco, que se mezclaban con el árabe sudanés y distintas lenguas de las tribus negras. Era común que algunos sólo hablaran su lengua materna.

Sin embargo, la diferencia profunda, la que distinguía realmente a la mayoría de los integrantes de esta misión secreta, era la diferencia religiosa: una profunda fe en el Islam había logrado unificar el resto de las diferencias de origen, rango y raza, frente a los europeos de religión cristiana. Es decir: todos los tripulantes de La Seine, a excepción de los franceses, eran soldados con una disciplina férrea y colectiva, guiada por los preceptos del Corán. Esto tiene que ver con el tipo de esclavitud por medio de la cual se conformaban aquellos batallones egipcios, mayoritariamente negros.

Como quizás toda forma de injusticia, la esclavitud tiene varias formas de manifestar su poder de manera estructurada. A diferencia de la esclavitud negra de aquel tiempo, destinada a actividades domésticas o de producción económica, este tipo de esclavitud militar brindaba a los esclavos-soldados, capturados en campañas de “reclutamiento”, varias garantías materiales, a cambio de un servicio de por vida en la milicia: uniforme, rifle y bayoneta, refugio, raciones de comida y un modesto salario, en un mundo en el que la vida habría podido ser, aparentemente, bastante más difícil.

Llegada de Marshal Randon a Argelia 1857 (Wikimedia Commons / Public Domain).

Pero además de eso, el entrenamiento y el servicio militar estaban acompañados de la iniciación y el cultivo de la religión oficial: el Islam. Esto era crucial, pues significaba simbólicamente para aquellos esclavos-soldados una inclusión no sólo en la sociedad dominante, sino en su propio aparato de Estado, lo cual les permitía a algunos pocos aprender a leer y a escribir (fundamental para el combate) y, dado que eran más rentables que sus pares de origen otomano, escalar posteriormente en las jerarquías militares. De haber permanecido al lado de sus tribus, aquel estatuto social habría sido impensable para ellos, por lo cual aquellos esclavos-soldados egipcio-sudaneses no sólo eran musulmanes profundamente disciplinados, sino que estaban llenos de orgullo y obediencia.

Esto explica que, eventualmente, los esclavos-soldados que desembarcaron del La Seine se entendieran muy bien en las estrategias con los franceses, pero también que los franceses no supieran cómo reaccionar ante un grupo de hombres que, días antes de desembarcar en Veracruz, había comenzado con la práctica del Ramadán, y que se rehusaban a comer carne que no fuera preparada por sus propios compañeros, en estricto seguimiento de las disposiciones para la dieta musulmana. La mayor parte del llamado “batallón negro egipcio” (Ie bataillon nègre égyptien, en francés; al-orta al-sudaniyya al-misriyya, en árabe) llegó a Veracruz sin fuerzas y con desnutrición, y algunos ya con fiebre, pues la comida ofrecida por los franceses era bastante pobre, además de ser bastante diferente de lo que estaban acostumbrados, al grado que uno murió al momento de desembarcar y 52 más perdieron la vida en los primeros días, presas de varias enfermedades.

Algunos de los llamados (en español) “egipcios” irían al hospital militar de San Juan de Ulúa (donde, como era de esperarse, era imposible comunicarse verbalmente con ellos), otros se reunirían más tarde, alrededor del Hotel “Las DiIligencias” (donde estaba prohibido escupir en el piso y apostar durante toda la noche), con otras tropas francesas, créoles, austriacas y de otras procedencias africanas. Dos sudaneses murieron ahogados al cruzar un río. La fiebre amarilla, que había causado estragos desde el río Mississippi, causaría también varias bajas (incluida la del comandante egipcio, para ser sustituido por un comandante sudanés negro) y situaciones desastrosas por causa de alucinaciones (soldados que, en su delirio, se suicidaron, dispararon a sus compañeros o mataron a algún mexicano inocente). Sólo un par de décadas más tarde, el médico cubano Carlos Juan Finlay descubriría que dicha fiebre amarilla era contagiada por el mosquito Culex fasciatus, luego rebautizado Aedes aegypti.

La Batalla de Miahuatlán, el 3 de octubre de 1866 (Wikimedia Commons / Public Domain)

Otros soldados traídos de las colonias francesas del noroeste de África y de la costa oeste subsahariana, los llamados “Tiradores argelinos”, fungirían como intérpretes de instrucciones de guerra para los sudaneses, entre el francés, el turco, el árabe y el español. Los sudaneses eran muy pocos como para estar siempre acompañados de un imam (jefe religioso que preside la oración musulmana), pero siempre había un voluntario letrado que guiaba los rezos o leía el Corán en el funeral de algún compañero caído.

En el otro bando, Ignacio Zaragoza había muerto de tifo (contagiado quizá por pulgas) en septiembre de 1862 y los contrincantes mexicanos serían comandados en Veracruz, Puebla, Tlaxcala y Oaxaca, por un brillantísimo militar llamado José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, a quien Benito Juárez nombró General de la División en octubre de 1863. La segunda campaña de la invasión francesa fue mucho más numerosa y a ella se sumaron las cuatro compañías formadas por sudaneses, que pelearon en distintas misiones, en varias partes de México. Tras la rendición final de Puebla, cuando el general francés Élie-Frédéric Forey entró a la Ciudad de México el 10 de junio de 1863, a las dos compañías de sudaneses que quedaban en Veracruz, se les concedió un lugar de honor en la celebración.

La presencia de nuestro “batallón negro” fue, por supuesto, materia de exotismo y desprecio por parte de franceses, mexicanos, estadounidenses e incluso miembros de la milicia y de la corte austriacas, compañía de Maximiliano y Carlota, particularmente por “sus camisas blancas muy limpias”. El mismo general Forey decía: “no son hombres, sino leones”, y el teniente coronel mexicano Francisco de Paula Troncoso, capturado tras la caída de Puebla, apunta en su diario el 8 de junio de 1863, por ejemplo:

“Por fin salimos de este infierno y llegamos a Tejería, donde nos reciben los bárbaros Egipcios. Éstos son unos 150 negros, que según se cuenta, regaló el virrey de Egipto al Emperador Napoleón. ¡Bonito regalo! Todos son negros, jóvenes, muy flacos y muy altos, sin la instrucción militar, y tan feroces como los cocodrilos de su país. Están vestidos de lienzo blanco, lo que hace más resaltar su negrísimo color. Nos dijeron los oficiales franceses, que el Jefe de esos egipcios, un gran personaje, había muerto hacía pocos días, y vimos su caballo, que es hermosísimo, ricamente enjaezado al estilo árabe. Según la última voluntad de aquel Jefe, se ha embalsamado su cuerpo para enviarlo a Alejandría, y su caballo también será enviado”

El general juarista Espinola entrega su espada al Colonel Clinchant (herido en una pierna) después de la derrota de Uquilpan. Janet Gustave & C. Maurand – Le Monde Illustré: journal hebdomadaire, nº 406, 21/01/1865. (Wikimedia Commons / Public Domain)

No sabemos mucho sobre lo que, en sentido inverso, los integrantes de nuestro batallón egipcio-sudanés pensaban sobre México y su gente. En las memorias del mayor Ali Efendi Jifun, miembro desde el inicio del batallón salido de Alejandría y cronista principal de esta Odisea negra, encontramos el único registro de un encuentro de estos hombres de color con indígenas mexicanos. Jifun escribe que los indígenas le parecieron amistosos y hospitalarios, pues les avisaban dónde había jinetes enemigos y les proveían de agua.

Sin embargo, también hubo el caso de ocho soldados sudaneses que asesinaron ocho civiles mexicanos, incluidos mujeres y niños, en venganza al asesinato de uno de sus compañeros que vigilaba de noche. Por estos crímenes de guerra, fueron sentenciados por los franceses de cinco a veinte años de trabajos forzados, de los cuales sólo cumplirían poco más de tres en San Juan de Ulúa, antes de volver a Egipto sin ninguna prosecución de su pena.

Los años y los avatares propios de esta guerra y ocupación extranjera transcurrieron. México cambió profundamente en sus ciudades y sus infraestructuras, sobre todo ferroviarias (Veracruz, por ejemplo, había sido ocupada por más de cinco años por los franceses). En mayo de 1865 los Estados Unidos de América dieron resolución a la Guerra Civil y se pronunciaron en contra de la intervención franco-austriaca.

Para 1866, esta invasión le había costado a Napoleón III demasiado cara. Y, de cualquier manera, el México republicano resistió. Había que retirarse. La evacuación de civiles y militares franceses, primero por tren y luego por vía marítima, concluyó el 12 de marzo de 1867. Los “batallones negros egipcios” fueron los que resguardaron las vías de escape por tierra y los puertos.

Napoleon III pintado por ranz Xaver Winterhalter (Wikimedia Commons / Public Domain)

Después de la partida de los últimos militares franceses con sus familias, a bordo de Le Souverain y el Castiglione, los sudaneses que quedaban, últimos soldados de la intervención francesa en abandonar el territorio mexicano, subieron a bordo de La Seine, el mismo barco híbrido que los había traído a Veracruz en aquella temprana primavera de 1863. La tripulación estaba compuesta, esta vez, por 299 oficiales y soldados sudaneses, junto con otros soldados argelinos y franceses, además de 18 civiles, incluyendo mujeres y niños. En el viaje de vuelta a Europa, que duró 48 días, no hubo bajas.

Algunos integrantes del batallón negro desertaron y decidieron quedarse en México, quedó nada de ellos en ningún registro. De los que volvieron, al menos uno del batallón fue promovido al grado de sargento. Algunos otros, antes de volver a Egipto, como prenda de una celebración exótica, fueron llevados a conocer París por nueve días, no sin antes ser invitados y exhibidos con orgullo por el emperador Napoleon III. Se les ofrecieron pagos y comodidades propias de la Guardia Imperial y el periódico Le Monde Illustré del 18 de mayo de 1867 publicó un grabado en el cual se aprecia al batallón negro desfilando sobre el Puente de Austerlitz, con la Catedral de Notre Dame al fondo, y entre la multitud que los observa con maravilla.

Como último misterio, en primer plano a la izquierda del grabado, se aprecia la imagen clara de un hombre que porta un sombrero grande de estilo charro.

“Llegada a París del batallón egipcio a su regreso de México”. Le Monde Illustré, 18/05/1867 (Le Monde / Archive / Public Domain)

El imperio de Napoleón III se iría a la ruina poco tiempo después. Algo de lo que fue la posterior carrera militar de aquellos soldados tras su vuelta a Egipto, se encuentra también documentado, pero es materia de otro relato de procedencia africana.

La presencia negra en México es un campo de investigación, reconocimiento, cultura y política bastante complejo en el que aún falta mucho por explorar y construir. Decimos que “África” es un continente, pero el profundo desconocimiento y lo poderoso de las injusticias milenarias que lo acechan, hacen de él, en realidad, un planeta aparte. Conocer las historias de sus habitantes, comenzando por aquellas que conciernen nuestra propia historia nacional, nos acerca a la reivindicación y a la memoria de aquellos hombres y mujeres de color, que como mucha gente que hoy cruza mares al huir de guerras, sólo querían una vida mejor.

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*Agradezco al islamólogo Costantino Paonessa, gracias a quien supe por vez primera de este episodio histórico.

*La mayor parte de la información contenida en este artículo fue tomada de la investigación colectiva, que incluyó especialistas de varios continentes, incluyendo mexicanas, publicada por Richard Hill y Peter Hogg bajo el título: A Black Corps , d’Elite. An Egyptian Sudanese Conscript Battalion with the French Army in Mexico, 1863-1867, and its survivors in Subsequent African History.

Defensa belga en la batalla de Tacámbaro, Le Monde Illustré: journal hebdomadaire, nº 427, 17/06/1865. (Wikimedia Commons / Public Domain)

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