Siria: manual para fragmentar al Islam


Como si las calamidades que acontecen en Siria no fueran suficientes, en fechas recientes, un riesgoso subtexto que se torna cada vez más violento y además se inscribe ya en las narrativas oficiales de los principales actores ha irrumpido en el escenario: la división entre sunnís y chiís.

Esta rivalidad se remonta al año 632, cuando Mahoma muere sin determinar expresamente a su sucesor. De acuerdo a la tradición sunní, los notables de la comunidad eligen para sucederlo a Abu Bakr, padre de Aisha, una de sus esposas. Según la tradición chií, Mahoma elige como sucesor a su primo y yerno Alí.

Para el chiismo, el sucesor del profeta reviste infalibilidad dado el lazo sanguíneo con el profeta, y por tanto, su relación con la divinidad misma, idea toral que fundamenta incluso al aparato político iraní moderno. En la tradición sunní, al sucesor bastan únicamente credenciales de probidad. En esta añeja e irresuelta controversia, igual que en los días posteriores a la muerte del profeta, descansa una cuestión fundamental: en qué rama del Islam recae la autoridad para guiar a los creyentes.

Si bien en las primeras semanas del conflicto sirio se habló de una insurgencia en contra del régimen de Bashar al Assad, de religión chií (de una subdivisión denominada alauí) pronto se comenzó a dibujar el conflicto en líneas sectarias: guerrillas sunnís en contra de la tiranía chií. Ciertamente esta narrativa no era ni novedosa ni exclusiva de este conflicto, y ya desde 2004, el Rey de Jordania, Abdalá II, alertaba sobre un “arco chií” refiriéndose a los territorios en los que habitaban creyentes de dicha confesión. En concreto, Abdalá se refería a la creciente influencia de Irán en el escenario político iraquí.

Pero dos recientes acontecimientos han provocado que el aspecto religioso ocupe el asiento delantero en este conflicto. El primero, el 25 de mayo pasado, fue el endoso incondicional al régimen de Assad por parte de Hezbollah, en esencia una organización militar chií de resistencia, surgida durante la invasión israelí de Líbano en 1982. Su causa y desempeño, altamente calificado, incluso comparado con ejércitos regulares de la zona, durante años le ganó la simpatía del mundo islámico, desde Indonesia hasta Marruecos, a pesar de recibir patrocinio de Irán. Esta inédita postura desplaza efectivamente la identidad de Hezbollah de un grupo de resistencia islámica a una milicia sectaria.

El segundo acontecimiento, obvia reacción pero igualmente inesperada, fue el llamado que el 31 de mayo hizo el clérigo egipcio residente en Qatar, Yusuf al Qaradawi, a “todos los sunnís de la región” para apoyar a los “rebeldes” sirios en contra del gobierno y el “partido de Satán”, es decir, Hezbollah. Esta postura, apoyada por el mismo Ministro de Defensa saudí, encontró enorme resonancia en todo el mundo islámico, siendo al Qaradawi una voz con enorme reputación y además gran popularidad.

Es innegable que estos dos acontecimientos han llevado la animadversión entre sunnís y chiís a niveles preocupantes, tanto por su violencia, como por su dispersión geográfica y posibles repercusiones futuras.

Como ejemplo, es pertinente recordar que en 2006, Iraq apenas evitó una guerra civil cuya causa fue la redistribución de fuerzas políticas tras la victoria de una coalición de partidos chií en las elecciones parlamentarias, que por primera vez en ocho siglos, llevaron a miembros de esa secta a gobernar un país árabe. Durante el mes de julio, diversos atentados dirigidos en contra de población civil chií provocaron cerca de 700 víctimas mortales y centenas de heridos. Por donde quiera verse, Iraq es un estado en construcción y es un hecho que la fragilidad del proceso no se beneficia del conflicto en Siria.

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