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ARTE Y CULTURA

Kapuściński, el reportero que vio al hombre detrás de un dios

Ryszard Kapuściński fue uno de los más importantes periodistas en la historia del siglo XX. En algunos lugares se le describió incluso como el mejor reportero y el hombre más creíble que el mundo haya conocido. Entre sus muchos reportajes es interesante ver el impacto que puede tener un libro que publicó, en 1978, sobre la figura de Haile Selassie I.

En este apasionante reportaje, Kapuściński mostró, a través de testimonios directos, la vida y obra del último emperador de Etiopía; un emperador que trascendió fronteras para convertirse en el pilar de una religión nueva: el rastafarismo jamaiquino.

(Carl Court/Getty Images)

Cuando alguien menciona el rastafarismo una serie de imágenes vienen inmediatamente a la cabeza: el verde, el amarillo y el rojo, el consumo ritual de marihuana, Jamaica, el reggae… Y sí, todos estos símbolos de cultura popular llegaron a un público masivo en los años setenta a través, sobre todo, de la música de Robert Nesta Marley y tantos otros nuevos músicos emergentes en Jamaica y Reino Unido.

Pero los colores y las banderas, la música y las rastas son sólo parte de una cuestión mucho más amplia y mucho más compleja. Es difícil pensar en una religión verdaderamente joven. Sin embargo, el rastafarismo es una fe que tiene menos de cien años sobre la tierra. Y sí, en efecto, sus raíces se relacionan profundamente con el nacimiento de un hombre, de carne y hueso, una figura histórica, un emperador.

(Carl Court/Getty Images)

Nace un Dios en Zion

En 1892 nació, en la provincia de Harari, en la pequeña ciudad de Ejersa Goro, Lij Tafari Makonnen, hijo del gobernador de la provincia y candidato a heredar el trono por su linaje paterno. Este derecho al trono no era cualquier cosa. Para poder acceder a ser emperador de Etiopía se tenía que comprobar, de cierta manera, el linaje directo, 225 generaciones atrás, con el Rey Salomón bíblico y la reina de Sheba.

Tafari pronto empezó a ascender en las complejas escalas del poder etíope. Pasó de ser el pequeño “Lij” Tafari a convertirse en “Ras” Tafari cuando consiguió el puesto de gobernador en su provincia natal. “Ras” era un título nobiliario, algo equivalente a un duque o un conde.

1907: Haile Selassie (Fox Photos/Getty Images)

Pero el meteórico ascenso de Tafari Makonnen no paró ahí. En 1928 se convirtió en “Negus” -es decir Rey- al acceder al trono de Shoa. Finalmente, en 1930 fue coronado como Negus Nagast -o Rey de Reyes- Emperador de Etiopía. El largo linaje de Salomón se había cumplido y llegaba al más alto escaño de poder un nuevo emperador en una ancestral tradición.

En ese momento, el 2 de noviembre de 1930, nacía también una nueva fe, del otro lado del mundo. Porque a partir de la coronación de Ras Tafari -que tomó el nombre imperial de Haile Selassie I- muchos encontraron en este hombre un nuevo mesías. El Rastafarismo se fundó, justamente, alrededor de la idea de la divinidad de Haile Selassie I, de la reencarnación del Cristo Negro en la figura redentora de un nuevo mesías.

Y la figura de Haile Selassie se fue consolidando a través del mítico linaje que se pronunció en su nombramiento como emperador. Entre los muchos títulos que se le atribuyeron entonces estaba el de Rey de Reyes, Poder de la Autoridad, El León Conquistador de la Tribu de Judah, Autor de la Humanidad y Elegido de Dios. Así, su Majestad Imperial Haile Selassie I se convirtió en el mesías de una nueva fe.

Los rastafari siguen las premisas de la iglesia de Etiopía que es el cristianismo más viejo de África y data del siglo I después de Cristo. Los rastafari creen en la biblia, en un Dios único, en la corrupción occidental de las enseñanzas de los libros sacros y en las enseñanzas de Marcus Garvey.

Marcus Garvey 1924 (Wikimedia)

Marcus Mosiah Garvey, en muchos de sus discursos, habló del regreso a África, de Etiopía como la cuna de la civilización y de la coronación de un rey negro que liberaría a su pueblo. Cuando Selassie subió, entonces, al poder, ciertos ministros jamaiquinos vieron en él al realizador de la profecía, a la encarnación del Cristo Negro. Y así, variando en preceptos políticos, figuras y símbolos, nació una nueva religión que deificó, sin que él lo supiera aún, a un hombre.

El hombre detrás del mesías

En 1975, Ryszard Kapuściński viajó a Etiopía y presenció de primera mano la caída de Haile Selassie tras 44 años de mandato. Para entonces, Kapuściński era uno de los corresponsales y periodistas más respetados del mundo. Sus reportajes sobre las guerras en Angola y Honduras habían dado la vuelta al mundo. Su estilo depurado de escritura era único, su agudo sentido de la investigación, privilegiado.

Cuando, en 1978, Kapuściński publicó El Emperador, mostró, en pleno auge del rastafarismo, otra cara del hombre que se había convertido, tan rápido, en un mesías para una parte del pueblo jamaiquino. Porque el increíble relato de Kapuściński no nace solamente de su pluma, sino que recopila las voces de muchos allegados al Emperador, aquellos que le sirvieron fielmente, que veían sus desplazamientos diarios, que atendían a las intrigas del palacio y las locuras del mandatario.

El palacio de Haile Selassie I en Adís Abeba, 1955 (Getty Images)

De pronto, bajo estos testimonios y la incisiva pluma de Kapuściński encontramos otra faceta de un hombre detrás del Dios. El mesías, por ejemplo se sentía ridículo ante la mirada de todos cuando sus pies colgaban del trono (porque Selassie I era particularmente flaco y pequeño), por eso necesitaba a un encargado de los cojines; un hombre que guardaba 52 cojines para cualquier tipo de silla en la que se sentara el emperador.

“Surgía una contradicción entre la indispensable altura del trono y la figura del Honorable Señor, contradicción que se hacía particularmente delicada y molesta a la altura de sus pies, pues resulta impensable que una persona cuyos pies se balancean en el aire -¿como un niño pequeño!- conserve intacta su dignidad. Y era precisamente el cojín lo que resolvía aquel problema, tan delicado como importante.”

Así, entre las intrigas de palacio y las extravagancias de Su Majestad Imperial, Kapuściński también empezó a notar las terribles contradicciones que llevaba el fausto imperial en un país hambriento y miserable como Etiopía. En una ocasión, relata la manera en que los meseros del emperador lanzaban, en la noche, las sobras de la comida en uno de los fastuosos banquetes de Selassie:

“En la profundidad de la noche, hundida en el barro y bajo la lluvia, se apiñaba una turba de mendigos descalzos a los que arrojaban las sobras de las bandejas los que trabajaban en el barracón fregando platos y cubiertos. Me quedé contemplando aquella multitud, que, sumida en un grave silencio, comía, poniendo gran esmero, las mondas, los huesos y las cabezas de pescado. Había en aquel banquete suyo una concentración cuidadosa y concienzuda, una biología un tanto violenta que a ratos no reparaba en nada, un hambre saciándose en el máximo estado de emoción, de tensión; en éxtasis.”

El Dios magnánimo, la reencarnación del Cristo, no profesaba siempre las mismas enseñanzas. En ese país de hambruna, Selassie alimentaba a sus enormes leones con chuletones de cordero; en ese país de miseria, se dice que el emperador escondía, debajo de las tablas del palacio, millones de dólares; en ese país de hombres que lo alababan, Selassie reinó despóticamente por casi medio siglo.

Haile Selassie con el presidente francés Charles De Gaule, 1966. (Fox Photos/Getty Images)

Las contradicciones hacen al hombre

La revolución que lo destronó dio también lugar a una de las épocas más sanguinarias de Etiopía, conocida como el Terror Rojo y retratada en el documental que Haile Gerima y Kapuściński realizaron en el 94. Porque un periodo de opresión y miseria fue seguido por otra realidad igual de cruda, violenta y despótica.

Y no hay que negarlo, antes de caer su reino, Haile Selassie I tuvo también importantes aportes para el pueblo etíope. Luchó contra las élites aristocráticas conservadoras de su país para crear una universidad, para hacer obras públicas, para llevar sus ideas de modernidad a Etiopía.

Haile Selassie, la reina Elizabeth II y el príncipe Philip, Duque de Edinburgh, 14 de octubre de 1954. (Reg Speller/Fox Photos/Getty Images)

Etiopía acabó siendo uno de los pocos países de África que nunca fue colonizado y Selassie resistió la invasión italiana para luego fundar la Organización para la Unidad Africana (actual Unión Africana). En ese sentido, también, Selassie pronunció importantes discursos en 1936 frente a la Liga de Naciones y en 1963 frente a la ONU en los que denunció el fascismo imperialista italiano y las dictaduras de África. En ese último discurso, Selassie habló de igualdad humana y de ideales universales.

“Hasta que la filosofía que mantiene a una raza superior y a otra inferior sea final y permanentemente desacreditada y abandonada; hasta que no existan ciudadanos de primera y de segunda clase en ninguna nación; hasta que el color de la piel de un hombre no sea de más importancia que el color de sus ojos; hasta que los más básicos derechos humanos no estén garantizados para todos sin importar la raza; Hasta ese día, el sueño de una paz duradera, de una ciudadanía del mundo y que reine la moralidad internacional será solamente una ilusión pasajera que se persigue, pero a la que nunca se llega.”

Selassie tampoco aceptó que se hiciera de él una figura divina. En abril de 1966, Su Majestad Imperial llegó a Jamaica en una visita oficial. Las multitudes rastafari lo recibieron con adulación y locura. Un reportero canadiense le preguntó entonces, a Selassie, si se consideraba él mismo una divinidad y el emperador contestó:

“He escuchado esa idea. También me he encontrado con ciertos rastafari. Les dije, muy claramente, que soy un hombre, que soy mortal, que seré reemplazado por la siguiente generación y que nunca deben cometer el error de asumir o de pretender que un ser humano emana de una divinidad.”

Llegada de Haile Selassie a Jamaica en 1966

En esta figura contradictoria, a pesar de sus declaraciones, los rastafaris siguen adorando al Dios encarnado. Muchos creen, incluso ahora, que su muerte, en 1975, fue una falsedad y que Selassie vive, eterno, en un monasterio.

Finalmente, la fe de estos hombres no les permitió ver en Haile Selassie a un hombre político, a un regente en un país en crisis, al mandatario que no sabía escribir y que se guiaba por delaciones dichas a su oído; al monarca que necesitaba cojines bajos sus pies, que mató a sus mimados leones de un tiro en la frente porque no impidieron el golpe de estado; y que, finalmente, terminó entregando un país en ruinas a una junta militar que causó profundas heridas en el pueblo etíope.

Y la figura de este emperador sigue siendo interesante en el nacimiento de una religión joven y en la historia que la sigue de cerca. Porque gracias a hombres como Kapuściński, pudimos ver una realidad lejana, idealizada por los sueños de una isla caribeña.

Los discursos y los ideales de Selassie eran poderosos y siguen resonando con fuerza en las canciones de Marley. Pero la realidad de su reinado despótico, de las delaciones, el hambre y los despilfarros seguirán mostrando también, en la pluma inmortal de Kapuściński, que detrás de este Dios, no había, finalmente, más que un hombre.

Ryszard Kapuściński en África