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Un asesinato en el tablón: el teatro penitenciario como espejo social

Casa Calabaza, escrita por Maye hace un reflejo y reflexión de la sociedad en que vivimos. En el día del teatro, rescatamos su obra de teatro.

María Elena Moreno Márquez mató a su madre con un mazo el 13 de abril de 2006. También escribió obras de teatro y cuentos, vivió en la Ciudad de México, estudió biología y duerme todos los días en la prisión de Santa Martha Acatitla.

María Elena me intriga como a todos nos intriga aquello que no podemos entender, aquello que nos parece algo diferente, alejado y cercano como una comparación. El misterio de María Elena es su lejanía y su cercanía, la distancia que nos impone, frente a ella, un muro de prisión, un proceso judicial, una idea moral, un momento en el que ella hizo lo que está prohibido, lo que escandaliza a la sociedad, lo impensable.

Casa Calabaza es el nombre de una obra escrita por María Elena (o Maye, como la conocen sus compañeras de celda). Se trata de una tragedia y no podía ser otra cosa. Todo escrito sobre Maye regresa a un mismo principio, al momento preciso, al segundo, al minuto, que marcó con tentáculos oscuros el resto de su vida. El asesinato definió a Maye, la convirtió en lo que ahora es y no permite que se piense en algo más al conocerla. Ella mató a su madre y ahora estoy sentado, en un pequeño teatro, viendo una obra que escribió ella, Maye, sobre esta tragedia única.

Maye ha sido soltera y ahora está casada. Respira como tú y como yo, hace de su vida una rutina o no, vive como puede y como todos. Vive igual y vive aparte. María Elena es una criminal, una asesina confesa, una convicta que cumple condena. Pero también es una mujer, es una amiga, una amante, una escritora, una hija y una nieta. María Elena es un misterio y, en eso, es exactamente como todos.

Mi interés está espantosamente ligado al morbo. Sé que lo que voy a presenciar es una historia real, sé que me prometen un vistazo amargo, crudo y revelador dentro de la mente de alguien que mató a su madre. Esa promesa es terrible porque es imposible de cumplir. Así no funciona la autoría, debería saberlo, la obra no revela nada de quien la escribió, no nos lleva a una persona de carne y hueso, sino que nos señala el vacío de una figura siempre en fuga.

Este caso no es distinto: la obra no me hizo conocer a Maye, no me hizo entender su crimen, no me llevó a explorar los rincones de su mente. Pero, sin duda, me mostró, en reflejo, algo de la mía.

(Ricardo Trejo)

El teatro penitenciario importa

El Colectivo Escénico El Arce, junto a la productora Denise Anzures y el director Isael Almanza Colunga, montaron, en el Centro Cultural Carretera 45, Casa Calabaza, la obra de Maye. Se trata de una obra que huele a encierro, frustración, culpa y muerte. Se trata, también, de la primera obra de teatro penitenciario que se ha montado en un escenario independiente y profesional. Y eso no es poca cosa.

Hay personas que han dedicado su vida al teatro penitenciario. En medio de todos los escándalos que rodearon una vida agitada y una muerte violenta, Juan Pablo de Tavira entregó toda su energía a cambiar los centros penitenciarios de nuestro país. Fue él quien inauguró, famosamente, el penal de Almoloya. Pero, de manera mucho más significativa para lo que aquí decimos, fue él quien, junto a Jorge Correa, logró darle una nueva vida a los programas culturales para internos.

Hace 17 años, estos visionarios de la rehabilitación social a través de la cultura fundaron el Concurso de Teatro Penitenciario. Este concurso relegado dentro de los programas culturales de gobierno, permite a los internos de todos los centros penitenciarios participar con obras de 15 a 40 cuartillas. Las obras son de tema libre y el ganador, seleccionado entre cientos de obras anuales, gana un premio de 10 mil pesos. Maye ha ganado cuatro veces este concurso y en 2014 lo ganó con Casa Calabaza.

Jorge Correa (Secretaría de Cultura)

Pero este incentivo cultural es algo ciertamente marginal en nuestro país. Hay una tendencia generalizada a olvidar a los presos, a convertirlos en el blanco de una venganza colectiva contra la inseguridad del país. Y los penales, en muchas ocasiones, no castigan el crimen, sino la pobreza. En México, la población penitenciaria se ha duplicado en los últimos veinte años (pasando de 114 mil personas en 1997 a 250 mil personas en 2006). Dentro de esta población, casi la mitad de los presos esperan condena. Eso quiere decir que cerca de 110 mil presos no saben, todavía, si son culpables o inocentes. El delito más castigado en México es el robo simple y éste se consigna, en la mayoría de los casos, en un monto que oscila entre mil y dos mil pesos. Y esto indica, de nuevo, que la población de las cárceles es una población pobre, marginal, desprotegida.

Ricardo III representada por internos del penal de Santa Martha Acatitla (AP Photo/Eduardo Verdugo)

En una entrevista para Milenio, Jorge Corral, padre del teatro penitenciario, hablaba de las injusticias de un sistema así:

Es triste esta realidad, la sociedad nunca te va a perdonar que seas un ‘mataperros’. Pero creo que los presos son seres humanos y también que afuera, en la sociedad, hay más maldad de la que está adentro. Yo a veces me pregunto dónde está realmente la escoria, si libre o dentro. Porque en prisión hay de todo: culpables, inocentes, chivos expiatorios y gente arrepentida.

El asesino pudo haber asesinado y el ladrón pudo haber robado, pero las realidades que llevan al crimen son complejas y merecen una reflexión mucho más profunda que un juicio moral superficial y rápido. No conozco a Maye, no conozco su historia, pero tampoco puedo juzgar, por algunas notas amarillistas, su acto desesperado. Maye es una asesina pero no por eso deja de ser persona. Maye tiene derecho a contar su historia y es importante, por eso, que nosotros la escuchemos.

(AP Photo/Gregory Bull)

El autor presente

Una de las principales decisiones escénicas del joven director Isael Almanza en Casa Calabaza fue enfocarse en la autora, en la raíz autobiográfica de su texto, en la mirada de Maye siempre presente en la sala. Ésta es una obra que narra un crimen, es personal e íntima, es confesional y de una crudeza considerable. Es por eso que enfocarse en la autora de la obra es una apuesta a la vez necesaria y problemática, un arma de doble filo que inclina todo a la atracción amarillista inmediata y que, por otro lado, establece con valentía una apuesta ética y dramática.

Desde que empecé a leer el programa, desde que, en el preludio a la obra, vi una entrevista con Maye, sus ojos fijos en la cámara, hablando de vida cotidiana, escritura y teatro, pensé en relatar esta experiencia dramática sin contar nada del aspecto biográfico que la sostiene. Pero es imposible porque Almanza representa la obra desde la perspectiva de Maye; porque, en el comedor central que ocupa la pequeña sala de teatro, vemos el rostro de Maye en las paredes; porque hay una televisión sobre la mesa con la cara de Maye, con esos ojos duros; porque las voces de la memoria que recuerdan el crimen se dividen en las tres actrices que representan la niñez, la adolescencia y la edad adulta de Maye.

La razón de esta presencia muestra, claramente, que Almanza se pone del lado de la autora, que se posiciona desde su perspectiva, que quiere contar su historia, servir su necesidad de justicia propia, paz y catarsis dramática. Y es por eso que esta obra resulta en una experiencia tan fuerte, tan violenta, que debe percibirse en las entrañas de una sala de teatro: el ver una obra insistentemente centrada en la autoría hace que el espectador se confronte a una persona, a un rostro, a una historia que tiene nombre.

Maria Elena Moreno Márquez (Isael Almanza)

Eso crea reacciones peculiares. En el momento cúspide de la obra (que es también uno de los momentos mejor escritos en la versión original), Almanza sustituye la cabeza de la madre por una calabaza; una calabaza que se fractura bajo los golpes del mazo, dejando salir un relleno pulposo y líquido, un relleno rojo de sangre con texturas. Por eso, al final de la obra, hay pedazos de la calabaza que simuló, en la fantasía teatral, la cabeza fracturada de la madre de Maye. Y observé a gente, al salir, que tomaba fotografías de los pedazos simulados de cráneo.

La violencia de confrontarse a la historia de alguien y no a una historia, la presencia siempre intensa de la realidad, de los custodios que vigilaban a Maye cuando vino a ver la obra, en la ocasión del estreno, la presencia de los periódicos leídos, todos con juicios y detalles horripilantes, de la entrevista que se observa al entrar a la sala, no dejan que uno, como espectador, se desapegue de lo que sucede. La relación se vuelve mucho más íntima, mucho más violenta, mucho más cercana.

Tal vez no todos sepan reaccionar a esta violencia tan íntima; tal vez muchos cayeron en la tentación de observar esto desde el morbo más grotesco. Pero lo que es interesante del gesto violento de quienes tomaron fotografías de la calabaza fracturada es que muestra la peligrosa relación que se establece con la obra por la cercanía del hecho violento que le dio vida. Los espectadores se sienten cerca, están presenciando un crimen desde adentro y muchos no pueden evitar la tentación de la nota roja, de ver, aunque sea de reojo, la portada del periódico amarillista. Y todo el teatro se convierte así, también, en nuestro reflejo morboso.

(Isael Almanza)

Un espejo doloroso

La obra, tal y como fue escrita por Maye y tal y como la monta Almanza, subraya, una y otra vez, el simbolismo de los espejos. Los espejos que tanto gustaban al padre de Maye; los espejos en los que se veía todos los días, antes de salir, “Porque primero se juzga uno, antes de que lo juzguen los demás”. Pero también esos espejos que atestaban la casa de color calabaza en la que se crió Maye; esos espejos que, por las paredes del hogar, dejaban rebotar la imagen de la culpa y el tormento encerrado.

El espejo es aquí un tropo terrible que señala, por un lado, la corrección pulcra del padre y, por el otro, la culpa eterna de la madre que ve, en la hija, un reflejo del pecado propio. La hija, Maye, es aquí la imagen misma de lo que destruyó la vida de la madre, la imagen del arrepentimiento y el dolor de una mala decisión que la formó para siempre, que definió su amargura y que la llevó a criar, con tal violencia, a su hija. Maye nace de una unión no autorizada, entre una trabajadora doméstica y un empresario rico. Y la culpa que carcome esta relación intempestiva, castigada por el embarazo y la vergüenza, es una culpa que se hereda a Maye, que se siente en la agresión pasiva del hogar, que termina en una calabaza destrozada sobre el comedor familiar.

Me cansé de vernos como idiotas mientras comemos. Creo que todos estábamos cansados de vernos ahí reflejados, tan cerca. Sorprendidos en torcidas posturas, con gestos que sentíamos ajenos a nosotros. Las caras en el espejo eran más tristes que las nuestras y eso nos desconcertaba.

A la sensación de encierro que crea la obra de Maye se suma aquí, entonces, la lograda dramaturgia de Almanza. El teatro, decía Bernard-Marie Koltès, es un lugar de fuga, un lugar del que todos quieren escapar: un escenario es la tensión permanente entre lo que entra y lo que sale; un escenario está siempre condenado a quedarse vacío, habitado sólo por momentos. Pero Almanza logra aquí algo único: da la sensación de una eternidad imposible de romper, de un dolor que continúa y continúa y continúa. Aquí, los personajes parecen arraigados a la escena; una escena de la que no pueden escapar; una escena que nunca se queda vacía. Frente a esta presencia hostigante de la escena, con los gritos y las discusiones, con los llantos y las risas burlonas, con la agresión en palabra e imagen, somos nosotros, los espectadores, los que queremos huir.

(Isael Almanza)

En un momento, el padre, mitad lapsus, mitad intención, habla también de los libros como espejos. Estos barómetros morales y reflejos de la condición humana son, como los espejos, una compañía despiadada. Y el teatro es también ese espejo, reflejo incómodo de nosotros, de nuestro mejor semblante, de nuestras peores atrocidades. La presencia exuberante de la mirada de Maye se me regresa como la mirada fija de un reflejo, me ve sin verme, fantasmal, me ve desde su celda, me ve viéndola, me observa juzgando y, de paso, me juzga. Aquí, siento a Maye preguntándome qué hubiera hecho en esta situación, ¿cómo hubiera reaccionado al mismo régimen familiar opresivo?

Por eso esta obra podría caer, con la posición clara del director, en una excusa, en una disculpa o, peor aún, en la justificación de un crimen. Pero Maye no observa al espectador, desde la obra, para disculparse, ni para justificarse, sino que lo hace para decirse, para exorcizar, a su manera, los demonios de un pasado dolorosamente presente. Aquí se crean fantasmas, se vuelven reales con la narración, se encarnan en la palabra y desaparecen con el telón. ¿Quiénes somos nosotros para negarle esta peculiar cura a Maye?

Maye logró transmitir, con su obra espejo, con su obra apertura, con su obra sincera y dolorosa que las víctimas también pueden ser victimarios y que los victimarios también son víctimas. Ahí está concentrado el poder de la representación teatral: es un medio cercano y lejano, oculta la voz del autor y lo muestra como si estuviera ahí, encarnado, nos mete dentro de una casa de vida y asesinato, nos mete dentro de una mente que vive y que mató, para que regresemos, acabado el trance, a la normalidad desde la que juzgamos lo normal.

Pero nada queda igual y algo fue violentado en el espectador después de esta obra. Vimos algo que no se borra y pensamos el tiempo distinto, una fatalidad se atravesó en nuestro cotidiano y todo parece ocultar una violencia interna: ¿qué tantas casas guardan, bajos sus distintos colores, bajo el rojo, el azul, el turquesa y el calabaza, tantos otros dolores?

(Ricardo Trejo)

Al final de la obra hay un olor encima de todo: el olor de la calabaza destrozada que simuló el cráneo de la madre asesinada. Es un olor dulce, agradable y penetrante, que se mezcla con el azúcar esparcido sobre la mesa familiar en la que transcurrió toda la acción dramática. El olor lo invade todo en la pequeña sala de teatro y ese dulce aroma nos señala las podredumbres que no estamos viendo directamente, los horrores que no estamos oliendo: el olor a muerte, a cadáver, a enfermedad; el olor del abandono, la culpa, el desarraigo y la vergüenza.

Porque no estamos viendo un crimen, no es sangre lo que aquí se salpica sino el símbolo de lo ocurrido, una realidad desplazada, fuera e su lugar habitual; una realidad que, al narrarla, al dramatizarla, se concreta y se sublima, vive y desaparece. Éste es un teatro de cura, de esperanza y de cambio; es el teatro penitenciario logrando lo que siempre se propuso: servir de puente entre los marginados, los condenados, los olvidados y la sociedad que los juzga.

Somos tan buenos como el trato que damos a los peores. Y este país necesita también curar sus heridas reviviendo los horrores de su historia, retratándolos, humanizándolos, en su justa escala. Los crímenes no los cometen monstruos sino seres humanos. Es por eso que es importante apoyar este tipo de iniciativas, es por eso que es importante verse en el reflejo de los expulsados de la sociedad, de los indeseables, de los presos y los convictos. Con Casa Calabaza se logró algo sin precedentes. Queda ahora esperar que tengamos la sensibilidad para observarnos en el despiadado reflejo que nos propone.

 

(Isael Almanza)

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