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¿Cómo regresó la ultraderecha a Alemania setenta años después de la Segunda Guerra Mundial?

Desde la Segunda Guerra Mundial no había existido una fuerza nacionalista con tanto poder en Alemania como la que acaba de acceder al parlamento.

Desde la Segunda Guerra Mundial no había existido una fuerza de ultraderecha con tanto poder en Alemania como la que acaba de acceder al parlamento.

El partido de Merkel, la Unión Democrática Cristiana (o CDU) ha sido, con algunos altibajos, el más frecuente vencedor en las elecciones alemanas. No es una sorpresa: fue el partido que entabló las políticas económicas del mercado libre social que estuvieron detrás del milagro económico en los años cincuenta.

Y Merkel se acerca a convertirse en la canciller con más años al frente de su país: en estas últimas elecciones, nuevamente, consiguió la victoria de su partido. Sin embargo, esta victoria no es del todo dulce. Su partido no pudo lograr una mayoría en el congreso y perdió una considerable parte de sus votantes habituales.

Así que, frente a la victoria amarga del partido históricamente más poderoso de Alemania, el auge del partido nacionalista de extrema derecha (Alternativa para Alemania o AfD) se ha convertido en el verdadero tema a tratar en la política de ese país. Porque, desde la Segunda Guerra Mundial no había existido una fuerza nacionalista tan importante en el gigante centroeuropeo.

Los recuerdos del fascismo están regresando, con fuerza, a Europa. Y no sólo se puede culpar al racismo, la pobreza o la xenofobia de este retorno tan triste…

El regreso de la ultraderecha

El AfD es un partido bastante joven, comparado con el CDU de Merkel y el viejísimo Partido Social Democrático de Alemania (el SPD, fundado en el siglo 19 y de sustrato marxista). Formado apenas en abril de 2013, el partido se centraba, en su concepción, como una oposición a las políticas pro Europa de Alemania.

El AfD nació como un partido de profesores universitarios molestos por el papel central que comenzaba a tener Alemania, política y económicamente, en el plano europeo. Con esos argumentos como principal razón de ser, no consiguieron gran cosa en las elecciones del 2013 y se quedaron debajo del 5% necesario para tener representación en el congreso.

Sin embargo, en 2017, apenas cuatro años después de su formación, el partido alcanzó un 13% de los votos en Alemania contra el 33% del partido de Merkel y el 21% del SPD. El 13% puede parecer poco pero es enorme: con apenas cuatro años de vida, el AfD se convirtió en la tercera fuerza política de Alemania.

En realidad, el paralelismo en el número de escaños ganados por el AfD y los que perdió el CDU es significativo. Mientras que el CDU perdió cerca de cien escaños, el AfD ganó 88, lo que significa que la gran mayoría de los asientos perdidos por el partido de Merkel se fueron a la extrema derecha.

Esto no quiere decir que vaya a tener un poder real inmediato. El sistema político alemán es una democracia parlamentaria bastante compleja.

El asunto funciona, esquemáticamente, de la siguiente forma: los ciudadanos votan por un partido y el partido consigue una cierta representación directa (los votantes eligen primero a un representante) y una cierta representación porcentual (los votantes eligen, después, a un partido).

Una vez que se cuentan los votos, se determinan los porcentajes de representación en el congreso. Así, el partido -o coalición de partidos- que tiene la mayoría de escaños (se necesitaban 316 en esta elección para tener mayoría) puede formar un gobierno y elige al canciller que estará al frente del país durante los siguientes cuatro años (generalmente, el canciller elegido es el líder del partido con mayor representación en el congreso).

¿Qué significa, entonces, la victoria relativa del AfD en este sistema?

Si fuera cualquier otro partido moderado, como el Partido Verde o el Partido de la Democracia Libre (FDP), podría juntarse con un partido mayoritario e intentar crear una coalición para gobernar. Pero el AfD tiene vistas muy extremas para que los otros partidos acepten colaborar con él. Por eso, con sus 88 escaños, este nuevo partido quedará aislado de todas las decisiones políticas.

Sin embargo, el hecho de no tener poder directo por su representación en el congreso no quiere decir que este partido no vaya a tener un poder importante ni una influencia creciente en la política alemana.

Y todavía queda preguntarnos algo más: ¿Cómo sucedió que un partido nacionalista de ultraderecha llegara a tener una importante representación en el congreso, tantos años después del fin del nazismo?

Miembros del Partido Social Demócrata ven decepcionados la derrota parlamentaria de su partido, 2017. (AP Photo/Gero Breloer)

El auge de los nuevos nacionalismos

Los analistas atribuyen a distintas causas este nuevo auge del nacionalismo de extrema derecha en Alemania. Y es importante considerar diferentes ángulos del asunto porque el AfD es un partido bastante particular frente a los otros partidos nacionalistas de Europa.

Para empezar, es un partido bastante nuevo y que, en sus pocos años de vida, ha cambiado mucho su discurso. Desde ese principio antieuropeo, el partido ha virado hacia críticas más precisas a las políticas de Merkel y, en particular, a su posición frente a la crisis siria de refugiados.

En 2015 y 2016, millones de refugiados sirios empezaron a llegar a Europa por diferentes caminos. Este éxodo repentino obligó a una rápida reacción de las naciones que los recibían. Algunos, como Hungría, decidieron cerrar sus fronteras. Otros, como Alemania, aceptaron a más de un millón de refugiados.

El repentino influjo de refugiados y los miedos constantes por ataques terroristas crearon un ambiente de tensión en Alemania. Mientras algunos celebraban la apertura de Merkel, muchos otros comenzaron a cuestionar sus cambiantes políticas migratorias. Y el AfD se aprovechó perfectamente de las circunstancias.

Cambiando su discurso antieuropeo a un discurso francamente nacionalista, el AfD rompió uno de los tabúes más viejos de la Alemania contemporánea; un tabú que se había instalado después de la Segunda Guerra Mundial y que nunca abandonó las convicciones políticas de los alemanes. Con la caída del Tercer Reich se prohibió tácitamente todo tipo de nacionalismo o discurso que ensalzara el orgullo nacional. De pronto, los alemanes dejaron de hablar de una identidad nacional propia.

Años después, con una nueva generación decepcionada en los políticos tradicionales y la llegada masiva de migrantes, este tabú del orgullo nacional se canalizó con fuerza en un partido que se atrevió a ser abiertamente nacionalista.

El resultado: el AfD creció como la espuma en una generación que se sintió traicionada por Merkel; una generación que buscaba reivindicar el derecho al orgullo nacional; una generación que, de pronto, se sintió rodeada por culturas que no conocía y que la hacían sentir aislada en su país.

En las siguientes elecciones, el castigo fue para Merkel y la victoria simbólica para los nacionalistas de extrema derecha. Orgullo nacional, odio a los extranjeros, repulsión hacia Europa, todos estos pilares discursivos triunfaron sobre una retórica que comienza a cansar después de más de una década en el poder.

El crecimiento liberal de una nación en ruinas

En 1945, Alemania era un estado arruinado. La capitulación había dejado un país dividido entre cuatro potencias y dos ideologías muy marcadas: el comunismo al este y la democracia capitalista al oeste. Pero esta división mostraba a dos potencias reinando sobre ruinas

En el pasado, después de la Primera Guerra Mundial, los países aledaños a Alemania olvidaron implementar las sanciones impuestas a los derrotados. En especial, Francia no hizo nada para impedir la remilitarización del Rhin… y las consecuencias ya son historia.

Los aliados no iban a cometer el mismo error de nuevo, así que se fueron al otro extremo con la desindustrialización del país germano. Se aplicó entonces una rigurosa estrategia nacida de las propuestas del “Plan Morgenthau”. La idea era desmilitarizar completamente Alemania, destruir todas las industrias existentes en la zona del Ruhr, separar el país en zonas de control e imponer rigurosas reparaciones.

El resultado fue que, hasta cuatro años después de la guerra, la nación alemana no podía recuperarse de la extrema miseria en la que estaba hundida. Si, con Hitler, las raciones de comida llegaron a ser deplorables, bajo la hegemonía aliada los ciudadanos alemanes morían de hambre.

Alemania estaba quebrada, vencida, endeudada y adolorida.

Fue en este contexto que creció el CDU y su novedosa teoría del mercado libre social. Esta política mezcló dos tendencias: el liberalismo y el estado protector. Así, Alemania se volcó hacia el mercado libre mundial y a un intercambio internacional de mercancías que no había sido posible en años anteriores. Al mismo tiempo, implementó políticas sociales para paliar la terrible situación que se vivía en las ruinas de Alemania.

A pesar de esta pendiente estatista, las políticas económicas de Alemania eran muchísimo más liberales que las de otras economías aliadas, volcadas todas al proteccionismo. Y gracias a estas implementaciones ideológicas del CDU, guiadas por el canciller Konrad Adenauer y el ministro de economía Ludwig Erhard, se forjó el llamado Wirtschaftswunder (o “milagro económico”) en Alemania.

De ser un país en ruinas, los alemanes controlan en 2017 la más grande economía de Europa. De ser un país dirigido a mano dura por un fascismo nacionalista, se convirtieron en la cara misma de la democracia liberal. Después de la salida de Barack Obama de la Casa Blanca, Angela Merkel heredó, incluso, el título de “Dirigente del mundo libre”.

¿Cómo es posible entonces que la ultraderecha nacionalista haya regresado con tanta fuerza en este país?

La crisis de las democracias liberales

El AfD nació como la única opción a la derecha del partido conservador de Merkel y su retórica pronto encontró un eco en los conservadores que ya no se sentían a gusto con las políticas más liberales, pro migrantes y pro europeas de la canciller alemana. Pero hay algo más…

En Estados Unidos se puede culpar todo lo que se quiera a la base de votantes ultraconservadores que votaron por Trump, pero no se puede dejar de criticar la pésima campaña que hizo Hillary Clinton. La mayoría de los votantes conservadores que se estaban girando hacia un voto por Bernie Sanders antes de las primarias demócratas querían elegir a un candidato antisistema. Cuando Bernie ya no fue una opción, sólo quedó Trump como una oposición a los detestados “viejos políticos de siempre”.

Hay un desgaste evidente de las viejas figuras confiables de las democracias liberales. Y los ejemplos se repiten: el triunfo de Trump se puede imputar a Hillary Clinton tanto como el auge de Le Pen se puede relacionar con la anticarismática figura de Hollande. De hecho, la derrota de Le Pen no se fraguó con el regreso de alguno de los dos partidos mayores de Francia sino con la elección, sin precedentes en la quinta república, de un candidato independiente.

De la misma forma, se puede imputar algo de responsabilidad a Merkel del auge del AfD. Y no me refiero a sus políticas migratorias sino a un tipo de paternalismo confiado que se ha visto en los líderes del llamado “mundo libre”.

En las negociaciones con Inglaterra para tratar de evitar el Brexit, Merkel y su gabinete mostraron una de las caras más inflexibles. Se opusieron a todo tipo de negociación hasta que, finalmente, las políticas internas de Inglaterra empujaron al voto por el referéndum y todo se convirtió en una cuestión política de identidad nacional.

El resultado lo conocemos todos.

Amanda Taub, columnista del New York Times y ferviente investigadora de la ultraderecha en Alemania, habla también de un proceso de despolitización de los grandes partidos europeos (incluyendo el de Merkel).

Esta teoría, acuñada por Cas Maude, explica cómo se logró, desde hace años, un cierto consenso absoluto en los principales dirigentes de Europa en temas como las políticas migratorias, la economía de centro derecha y la integración europea. Y la falta de discusión política en torno a estos temas alienó a todo un sector de votantes que quieren dejar de ver estos temas como una evidencia. Los mismo votantes que comienzan, entonces, a exigir alternativas.

No es por eso sorprendente que, en el origen del AfD, estén las políticas y la imagen de paternalismo de gran partido que ha guiado Merkel durante su cancillería. De hecho, el nombre de Alternativa para Alemania fue acuñado después de que Merkel explicara en un discurso que no existía una alternativa a las políticas que su gobierno estaba implementando.

Así, el auge de los nuevos fascismos y nacionalismos en el mundo no se explica nada más por cuestiones económicas ligadas al aumento del odio contra ciertos sectores de la población. Esto no es 1933 y hay que dejar de tratar estos problemas como si lo fuera.

Las crisis de las democracias liberales existe por culpa, también, de la forma en que se han desarrollado estas democracias y los partidos liberales imperantes.

Si el AfD no tiene necesariamente poder directo, su nivel de influencia va a aumentar en Alemania. Muchas veces se ha visto -si no, pregúntenle a los independientes de Inglaterra- que el auge de pequeños partidos de propuestas extremistas modifican, hacia los extremos, las políticas de partidos más centralistas. Porque el AfD le robó votos al partido de Merkel, el CDU puede optar por recurrir a sus políticas extremas con el fin de volver a ganar a los votantes perdidos…

Es por eso que veremos un cambio en la forma de hacer política en Alemania. Es por eso, también, que las elecciones de 2021 no serán tan tranquilas como estas.

Merkel dijo, en su discurso de agridulce triunfo: “Queda mucho por hacer”. Y sí, tiene absoluta razón, ya quedó atrás el momento retórico de siempre decir lo mucho que hemos logrado.

Por: Nicolás Ruiz

Ilustración de portada: José Aguilar

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