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Nelson Mandela: El hombre que cambió el odio por abrazos

Un periodista narró cómo Nelson Mandela ascendió al poder. Ésta es la historia del hombre que salvó a Sudáfrica de la guerra civil.

Un periodista narró cómo Nelson Mandela ascendió al poder en medio de un país desgarrado por la amenaza de guerra civil. Ésta es la historia del hombre que salvó a Sudáfrica de la violencia con un mensaje de perdón.

Una mañana, en julio de 1993, el periodista John Carlin, importante corresponsal de The Independent en Sudáfrica, fue a visitar el hospital en el que atendían a los heridos del gueto de Katlehong. En las últimas 12 horas, 45 personas habían sido asesinadas de manera violenta en esa zona y sus alrededores. A esos muertos se sumaban otros 24 cadáveres que habían aparecido en los dos días anteriores.

La violencia desatada por el asesinato de Chris Hani, el líder más popular del partido del Congreso Nacional Africano (ANC), después de Nelson Mandela, alcanzaba niveles desproporcionados. Los guetos enfurecidos gritaban venganza. Entonces se supo la peor noticia: los asesinos de Hani fueron dos blancos de extrema derecha.

El país estuvo al borde de la guerra civil, se sentía el miedo en los Afrikáners, la privilegiada población blanca que había impuesto, décadas atrás, el régimen del apartheid en Sudáfrica. Los blancos temían la rebelión de los negros segregados que formaban los dos tercios mayoritarios de la población. Los negros temían las redadas de aquellos que querían mantener el régimen actual, desestabilizando el país, confrontando a todo aquél que pudiera ser simpatizante de Mandela.

(AP Photo/John Parkin)

La violencia de los guetos

Dentro del gueto, ese lugar aislado en dónde ningún blanco había entrado desde los años cuarenta, la violencia se desataba al mando de las facciones alimentadas por la policía secreta afrikáner: habitantes de los albergues, migrantes y marginados, reclutados por el Inkatha, un partido negro reaccionario que quería mantener ciertos privilegios dentro el régimen segregacionista. Portaban pañuelos rojos en la frente y desencadenaron una de las más cruentas olas de violencia que haya conocido Sudáfrica desde la guerra Bóer.

Bajo la mirada complaciente de los policías blancos, los negros desestabilizaban, desde los guetos, el país que no les pertenecía. Inkatha hacía correr eufóricos a sus seguidores disparando sobre todo aquél que vieran, cercenando brazos con machetes, amputando genitales, matando mujeres, viejos y niños por igual. La ola de violencia era una reacción a las negociaciones de Mandela con el gobierno. Negociaciones que debían poner fin al apartheid y que sublevaban las pasiones más recalcitrantes de los grupos extremos que querían mantener el poder racial y que subvencionaban a grupos como Inkatha para hacer su trabajo sucio.

Esa mañana de 1993, John Carlin observó a un chico de diecisiete años tendido en una cama gorgoteando una débil respiración por un tubo de plástico que le salía de una herida de bala en el cuello, justo debajo de la manzana. Otra chica de la misma edad, con heridas de bala en la cadera, en la base del cuello y en la cara tuvo la suficiente fuerza para explicarle lo ocurrido: iban en una camioneta a visitar a un familiar cuando otro vehículo abrió fuego contra ellos. De los heridos, sólo ellos lograron escapar. Los demás acabaron en un albergue de Inkatha, esperando el peor de los finales.

Después de la muerte de Hani todo pareció salirse de control. Los guetos de Katlehong y aledaños, azuzados por meses de violencia que escalaba sin cesar, comenzaron a reclamar venganza. Ya no querían oír palabras de conciliación, no querían saber de las negociaciones entre las altas esferas del gobierno y el partido de Mandela, no querían paz: en el ambiente el aire reclamaba sangre y el sol salía con la amenaza de un país al borde de la anarquía. Los blancos, escuchando las noticias por radio y televisión, lejos de los hechos violentos de Johannesburgo y en todo el país, temían las represalias de una población largo tiempo segregada y maltratada: había un nombre para ese miedo, un nombre en Afrikaans, swart gevaar, el miedo al “peligro negro”.

(AP Photo/John Parkin)

El discurso más difícil de Mandela

Fue en ese ambiente que Mandela decidió acudir personalmente, a pesar de todas las recomendaciones de su equipo de seguridad, al gueto de Katlehong. Era tiempo de dar la cara y apaciguar los ánimos, de dejar las negociaciones de las altas esferas para plantarse en uno de los lugares más peligrosos del país, en un lugar mancillado por la violencia y el odio, para dar un discurso que calmara los ánimos. Era una jugada temeraria, típica de un líder forjado con materia de héroe, que dejaba siempre al lado su confort y seguridad por cumplir la misión que él mismo se había impuesto: un futuro de paz, democracia y respeto en Sudáfrica.

El 5 de agosto de 1993, con los pistoleros del Inkatha merodeando en la zona, Mandela se dirigió a un pequeño estrado en el centro de una polvorienta cancha de futbol. El presidente De Klerk, opositor de Mandela pero consciente de los peligros que representaría su muerte, ordenó un enorme despliegue policiaco: patrullas rodeaban la zona y el viento de los helicópteros dispersaba el polvo de la cancha abarrotada. Si una bala irresponsable tocaba, ese día, el cuerpo de Mandela, la guerra civil hubiera sido inevitable. Carlin, que había llegado una hora antes al lugar, pudo constatar que alguien había garabateado un mensaje en el atril desde el que iba a hablar el amado líder del ANC:

“Nada de paz. No nos hable de paz. Ya hemos tenido bastante, señor Mandela. Nada de paz. Denos armas, no paz”.

Ese día, el mayor reto de Mandela se le presentaba con todas las de perder: si no lograba apaciguar a la población, la guerra civil se desataría y él perdería todo el impulso que había logrado para facilitar la transición pacífica hacia un régimen democrático universal en su país. Cuando habló de conciliación y de paz, a pesar de las advertencias grabadas en el podio, la multitud, inquieta, se agitó. Algunos, incluso, comenzaron a abuchear.

(AP Photo/John Parkin)

El aire era tenso y la atmósfera estaba cargada de añejos resentimientos. Pero, como bien reportó Carlin, Mandela venció a los oyentes con su regaño. El gran líder habló como gran padre, repartió culpas por igual, señaló a los gobiernos represores de los Afrikáners tanto como a los negros que desataban violencia en los guetos y a los miembros del ANC que cumplían con el ciclo de masacres buscando venganza. Y Mandela acabó su discurso con una amenaza:

“Vuestro deber es la reconciliación. Tenéis que volver a vuestras zonas y preguntar a los hombres de Inkatha: “¿Por qué peleamos?”. (…) ¡Escuchadme! ¡Escuchadme! ¡Soy vuestro líder y mientras siga siéndolo mi tarea será liderarlos! ¿Queréis que siga siendo vuestro líder? ¡Os lo vuelvo a preguntar!: ¿Queréis que siga siendo vuestro líder?”

Y la multitud tuvo que rendirse ante la evidencia: este hombre que había sufrido tanto, este hombre que había luchado tanto, era capaz de perdonar; para merecer su guía, para ser dignos de su liderazgo, ellos debían perdonar también.

(AP Photo/John Parkin, File)

Los sufrimientos de un mártir sin martirio

Mandela no era ajeno a los sufrimientos de su pueblo. Había pasado 27 años de su vida preso, aislado de su familia, por momentos incluso, aislado de todos los otros presos. Había defecado día tras día, con el cobijo de la única intimidad de la noche, en un pequeño cubo que tenía que lavar por las mañanas. Limpió, incluso, cuando algunos presos nuevos cedían ante la repugnancia, el cubo de otros. Se lastimó los ojos tallando piedra caliza, día tras día, viendo reflejado sobre las rocas blancas el pesado sol de Robben Island, la isla en la que él y decenas de presos políticos condenados a cadena perpetua, a diez y a veinte años, cumplían con la inagotable rutina de trabajos forzados.

A este hombre se le había negado asistir al funeral de su madre cinco años después de su captura, el 12 de junio de 1964, y también al funeral de su hijo mayor, del que se despidió definitivamente a los 17 años y que murió, el mismo año que su madre, en un accidente automovilístico. Este hombre había luchado con la mente aguzada por la historia de su país por la dignidad de los presos políticos, había perdido una y otra apelación, había resistido a la liberación condicionada que el brutal presidente Botha le ofreció en el 86, había visto morir a sus compañeros en la misma lucha en la que él se encarnecía.

Y perdonaba todo, sin recelo, sin manipulaciones vanas de demagogia política, sin convertirse en santo, con todo el pragmatismo de un político consumado. Dar el otro cachete, acceder al ojo por el ojo, era someterse al martirio o acceder a la guerra. No, lo suyo fue el camino único de la paz a través del perdón, el diálogo, el respeto y el reconocimiento de la igualdad que, durante toda una vida, le negaron.

(AP Photo/Greg English, File)

El triunfo de Mandela

El mensaje de Mandela fue poderoso. La violencia disminuyó considerablemente en los guetos y tres meses después se firmó la primera Constitución democrática de Sudáfrica. Superando décadas de odio y culpa, de segregación y miedo, blancos y negros eran, finalmente, idénticos ante la ley.

Las elecciones que se sostuvieron el año siguiente eligieron, por mayoría universal, a Mandela como el nuevo presidente de Sudáfrica: se había hecho historia y un país al borde de la guerra civil sorteó todo tipo de dificultades para que un hombre lo uniera bajo un orgullo nacional, una bandera y un himno doble que cantaba, en comunión, el amor a África del ANC y el viejo orgullo Boér de los Afrikáners.

Un año más tarde, en 1995, Sudáfrica ganaba la copa mundial de Rugby, el deporte predilecto de los blancos más conservadores y racistas. Unidos bajo el 16avo jugador, Nelson Mandela, el equipo, por primera vez, fue vitoreado por negros y blancos, unificando a un país bajo el orgullo único de olvidar la culpa y superar el resentimiento. El día que el equipo sudafricano levantó esa copa, un estadio lleno de un 90% de blancos Afrikáners coreaba “¡Nel-son! ¡Nel-son! ¡Nel-son!” sellando el final de una historia de separación racial bajo el manto común de un hombre de sonrisa franca y de ambiciones transparentes.

(AP Photo/Jan Hamman, File)

El hombre que cambió el odio por abrazos

La importancia del libro de John Carlin, La sonrisa de Mandela, es que nos muestra cómo este hombre excepcional nunca cedió a la tentación del odio y la venganza. En prisión, Mandela ejecutó una de las campañas más útiles para la reconciliación de su pueblo: aprendió a hablar afrikaans, se enseñó en la historia y la cultura de los afrikaneers, entendió sus fortalezas y sus puntos débiles.

Como “el más pragmático de los idealistas”, este líder sagaz entendió que sólo podría hablar con los conservadores más recalcitrantes aprendiendo su idioma, mostrando el enorme respeto que siempre sintió, a pesar de las vejaciones, por su cultura. La idea de Mandela fue única e inesperada: respetó los deseos, los miedos y los sueños de sus más aguerridos adversarios. Así, se le rindieron todos y nadie pudo resistirse a su inigualable carisma.

Las anécdotas de la humanidad de Mandela son inagotables. Pero Carlin señala una historia peculiarmente entrañable. Cuando éste le estaba haciendo la primera entrevista oficial a Mandela como presidente electo, una señora blanca entró al despacho interrumpiendo la conversación. El dirigente sudafricano inmediatamente se paró, con sumo protocolo y respeto, para saludar a la señora Coetzee que les traía agua y té.

Esta misma afrikáner había servido el té a los más grandes dirigentes de los regímenes del apartheid y Mandela, al tomar el cargo, le propuso, si ella así lo deseaba, mantener su trabajo. Ambos se encariñaron y se mostraban un profundo respeto. Durante sus años de formación en leyes Mandela había sido humillado por sus jefes por olvidarse de servir el té en tazas separadas: latón para los negros, fina porcelana para los blancos.

La señora Coetzee era un vivo recuerdo de estas vejaciones a su pueblo pero Mandela la recibía, cada mañana, con singular respeto, una franca sonrisa y un genuino interés. Con él, la señora Coetzee y tantos otros, olvidaron la culpa: a través del perdón, él convirtió el odio en cariño sin nunca mediar el olvido.

 

Ilustración: @esepe1

(AP Photo/Mike Groll)

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