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Hubbard y la ficción

El fundador de la cienciología y creador de la dianética fue L. Ron Hubbard. Hoy su iglesia cuenta tiene celebridades afiliadas y está en un número importante de países.

Una reflexión quimérica sobre el fundador de la Cienciología

La ficción no se reduce a una configuración de la falsedad, no es sinónimo de mentira. El giro post estructural facilitó la asunción de que es imposible sostener una explicación objetiva y total de la realidad. Ella está marcada por la distancia que el lenguaje le impone. Por desarrollado que se suponga el conocimiento, éste debe admitirse insuficiente para abordar un mundo que de continuo se muestra indescifrable. La realidad exige constituirse como un engranaje de ficciones, de narraciones que buscan tocar lo real pero que, frente al vacío, deben volcarse sobre sí mismas, confrontar sus límites. Se trata de una búsqueda de significar eso que está demasiado cerca o que se ha perdido. Me parece que ésta es la óptica adecuada para abordar la figura de L. Ron Hubbard, fundador de la polémica Iglesia de la Cienciología.

Lafayette Ronald Hubbard (1911–1986) es poseedor de una imagen que rebasa cualquier tentativa de unidad. La información que circula de él es un monstruo de cabezas que se tensan y confrontan. Esto no debería sorprendernos, lo que le sobrevive está afectado por dos narraciones opuestas entre sí.

L. Ron Hubbard (Getty Images)

Tenemos, por principio, la narración que su iglesia ha pretendido sostener desde su fundación, en 1954, hasta nuestros días. A Hubbard le gustaba definirse como un niño prodigio de la lectura y la exploración. Según él, de jovencito ya había emprendido viajes alrededor del mundo, lo que le llevó a convivir con culturas ajenas al establecimiento occidental. Antes de cumplir los veinte, Hubbard ya había acampado con bandidos de Mongolia y cazado con pigmeos en las Filipinas. Años más tarde, después del ataque a Pearl Harbor, tomó el mando de un cazasubmarinos que derribó dos naves japonesas. Enamoró a Sarah Northrup, su segunda esposa, con una de sus narraciones míticas: habiendo naufragado en medio del océano, fue capaz de curar su propia ceguera y la fractura de su espalda. Publicó, en 1950, Dianética: la ciencia moderna de la salud mental, un libro insuperable sobre la verdadera condición de la mente humana. Ello fue el parteaguas para la instauración y propagación de aquello a lo que dedicó el resto de su vida, la Iglesia de la Cienciología.

El otro es un relato opuesto al que se narró antes. Según el documental Going Clear: Scientology and the Prision of Belief (A. Gibney, 2015) — disponible en Netflix — , Hubbard no hundió esos submarinos, sino que abrió fuego contra un tronco. Además, fue un asiduo asistente a las reuniones del Ordo Templi Orientis (OTO), asociación satanista que buscaba concebir al Anticristo. Allí conoció a Northrup quien, muy joven aún, terminó por creer las historias de Hubbard y se enamoró de él. Le aguantó golpes, insultos, humillaciones. Ella misma relata lo que vino después de la publicación de Dianética: las conferencias de Hubbard no eran más que escenificaciones de hipnosis y, eventualmente, él se convenció de que era algo parecido a un dios. La creación de su iglesia tuvo dos motivaciones fundamentales: concretar, primero, una organización libre de pago de impuestos — cosa que han logrado en Estados Unidos — y propagar un sistema complejo de narraciones sobre un supuesto origen del mundo, del conocimiento, del hombre, de la verdad.

Hubbard en un seminario de dianética en Los Ángeles en 1950 (Wikipedia/PD-US-NOT RENEWED)

Lo anterior plantea una dicotomía cuyas partes se tensan, retribuyen y distorsionan entre sí. Aproximarse a la imagen de Hubbard implica plantarse frente a un flujo obsesivo de creencias, ilusiones y realidades. Éste es un fenómeno típico en cuanto a la opinión que solemos elaborar sobre los cultos religiosos: si de inmediato se piensa que el adepto es estúpido, eso puede explicarse gracias al denso halo de indefinición que rodea, por su secretismo, al asunto sectario. Ricardo Piglia se ha encargado de recordarnos que cualquier Estado, para lograr sus operaciones, precisa construir un relato social, un registro ficticio que concentre una narración pública. Para ello, retoma una cita de P. Valéry contenida en Política del espíritu: “La era del orden es el imperio de la ficción. Ningún poder es capaz de sostenerse con la sola opresión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias.” En efecto, la función del relato puede albergar un conjunto de orientaciones dispares: comunión amistosa, dislocación profunda, coerción salvaje. La ficción es voraz si ella está diseñada para asimilarse sin cuestionamientos, para instaurarse como versión unívoca de la realidad.

Durante su juventud, Hubbard escribió ficciones que se asumían ficciones. Erigió una literatura personal que abarcó algunos géneros. Entre ellos, el que más se le conoce es la ciencia ficción. En un pequeño ensayo sobre el tema, Hubbard da cuenta de que el relato es necesario para legitimar procederes sociales: “La ciencia ficción, en especial en su Edad de Oro, tenía una misión. […] uno recibía la firme impresión de que estaban promocionando fuertemente el que el hombre llegara a las estrellas”.

Una pequeña revisión de los postulados de la Cienciología lleva al investigador a algunos puntos curiosos. Se trata, según sus adeptos, de la única religión que se erige sobre el horizonte de un mundo sin crimen, guerra, ni locura. Su aprendizaje garantiza la posibilidad de lograr un estado de exteriorización, de separación real entre la mente y el cuerpo. Por otro lado, existen las vidas pasadas y se puede acceder a ellas mediante sesiones de auditación que deberían llevar al adepto a la perfección física e intelectual, el estado clear. Es que su teoría parece fundamentarse en una visión de la mente que recuerda a El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (R.L. Stevenson, 1886): hay una “mente activa”, una máquina de raciocinio perfecta que se ve subyugada a la voluntad de una “mente reactiva”, una sombra, un nido de dolor dispuesto a saltar en cualquier momento.

Lo anterior es sólo una parte de un conjunto enorme de narraciones capaces de alterar el cuerpo y el medio de una persona. La ficción sectaria se caracteriza por gestar una certeza absoluta que elimina — o atenúa — la duda. Entre los relatos de la Iglesia de la Cienciología, el que más llama la atención es su mito original. Fue escrito por el propio Hubbard. Narrarlo es difícil, pues su aplastante carga de delirio lo vuelve casi ilegible. Fue pensado como un documento hecho para revelarse sólo a los discípulos avanzados. Sin embargo, algunas filtraciones han posibilitado que conozcamos algo de él.

L. Ron Hubbard — Black Genesis (Flickr/RA.AZ, CC BY 2.0)

Hace 75 millones de años existió un planeta casi idéntico a los Estados Unidos de los cincuenta. El lugar era gobernado por un dictador intergaláctico llamado Xenu. Ante un grave problema de sobrepoblación, decidió engañar a su pueblo: con el pretexto de una revisión fiscal mandó llamar a muchos ciudadanos para congelarles el corazón y enviarlos a la Tierra contra su voluntad. Los exiliados fueron arrojados a volcanes enormes y, por si fuese poco, se les lanzaron bombas de hidrógeno para terminar con ellos. Sus espíritus, llamados thetans, salieron volando y fueron recapturados. Se les postró frente a pantallas de cine tridimensional en que cada uno fue mostrado en una cruz. O algo así. Estos petrificados thetans son entidades que poseen el cuerpo de todos los recién nacidos, son la causa última de nuestros padecimientos más íntimos. Son el dolor que, según Hubbard, la práctica de la Cienciología puede sanar.

En el registro de ese relato pueden considerarse dos situaciones que atañen al duro terreno de la realidad. La primera tiene que ver con los últimos años de vida e investigación de L. Ron Hubbard. Pidió atención psiquiátrica al departamento de veteranos y le fue negada. Durante esa época, el maestro se había escondido para evadir la cobranza de sus impuestos. Tal vez temía que le congelaran el corazón. Estaba convencido de que un thetan excepcional lo había poseído. Quería expulsarlo, así que ideó una misión suicida: pidió a un colega que diseñara una máquina capaz de expulsar al espíritu y, de paso, matar al propio Hubbard. No funcionó. Larry Wright asegura algo que tiene sentido: de haber sido sólo un farsante, se hubiera fugado con el dinero. Pero no lo hizo, pasó los últimos años de su vida intentando curarse. Entre todos, éste es el efecto más radical de esa ficción, de la imagen que configuró para sí y que, al final, terminó por devorarlo. También está la conmovedora anunciación de su muerte. Ocurrió en 1986, a cargo de David Miscavige, su alumno más fiel y eventual sucesor. Se trata de una escena lúgubre, casi emotiva. Como si se lo contara a un grupo de niños, Miscavige recurre a las narraciones de Hubbard para enterar a la congregación de su muerte: el líder abandonó su cuerpo y se elevó más allá del terreno visible con el objeto de continuar sus exploraciones. La tristeza puede surgir, sí, pero es preciso que sepan que él no sufrió, ni sufre ahora.

La noticia de su muerte, o mejor, la forma en que fue dada, no sólo significa que su cúmulo de relatos terminó por rebasarlo. Hay algo más: tramitar así su deceso implica el reforzamiento de los efectos de esa ficción. La Iglesia de la Cienciología hoy cuenta con un paraíso fiscal que le permite pasar por alto su pago de impuestos en Estados Unidos. En México no ha logrado concretar su registro como entidad religiosa frente a la Secretaría de Gobernación. Sin embargo, sus operaciones aquí han demostrado ser alarmantes. En 2011 lograron infiltrar materiales didácticos, escritos por el propio Hubbard, en varias escuelas públicas de Puebla. La entrega de estos recursos vino acompañada de una carta firmada por Luis Maldonado Venegas, entonces Secretario de Educación del estado. Además, dos artículos escritos por Juan Pablo Proal, contenidos en la edición especial número 47 de Proceso — “Testimonios del oprobio” y “Engaños, truculencias y abusos” — , dan cuenta de un larguísimo y preocupante historial de abusos y explotaciones: mexicanos que firman contratos por billones de años, separaciones familiares forzadas, abusos sexuales, trabajo en condiciones horribles.

Valdría la pena preguntarse por los efectos más hondos de narraciones que, a primera vista, parecen disparates. Es que, finalmente, no es sólo el contenido de la ficción lo que la vuelve plausible de asimilarse hasta sus últimas consecuencias. Ella debe concretar una serie de características que estén en función de una crisis. Como la propaganda, la ficción sectaria debe prometer el alivio. Sanar el dolor, yazca en el cuerpo o en el tejido de la sociedad. En 2016 L. Ron Hubbard hubiese llegado a los ciento cinco años de edad. No dejemos de saberlo: su ficción, ese engranaje que lo llevó a la fortuna y la locura, todavía opera entre nosotros.

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