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Éste es el escritor más importante de México y no lo podemos nombrar

¿Qué derecho tiene una familia a determinar cómo debe gastarse un dinero público destinado a la cultura? Simple: el derecho de propiedad privada. Esta historia se remonta a 2006, cuando la Fundación demandó a la Feria del Libro de Guadalajara por usar el nombre del narrador más representativo de México para nombrar un premio de literatura.

¿A quién pertenece un escritor?

El 16 de mayo de 1917 nació en Sayula un escritor que hoy no podemos nombrar. Este año el autor de Pedro Páramo cumple cien años de nacimiento y su familia (dueña de la Fundación que lleva su nombre) le hizo ciertas peticiones a la Secretaría de Cultura sobre los festejos del centenario: que el presupuesto asignado para las celebraciones se destinara a becas para jóvenes en disciplinas como literatura, cine y fotografía. Pidieron también que no se hicieran homenajes públicos. El argumento fue que deseaban evitar el uso oportunista del nombre del escritor y que de él se favorecieran los participantes de los eventos.

¿Qué derecho tiene una familia a determinar cómo debe gastarse un dinero público destinado a la cultura? Simple: el derecho de propiedad privada. Esta historia se remonta a 2006, cuando la Fundación demandó a la Feria del Libro de Guadalajara por usar el nombre del narrador más representativo de México para nombrar un premio de literatura.

En aquel momento comenzó una disputa legal frente al Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (IMPI) para dar de alta como marca registrada el nombre propio del escritor y, con ello, controlar su empleo. La familia logró su cometido y el premio que otorga México en una de las ferias de libro más importantes del mundo es conocido ahora como Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances.

Recientemente, el problema por la propiedad resurgió. La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) programó una serie de eventos para celebrar el centenario del autor, en el marco de la Fiesta del Libro y la Rosa: entre las actividades habría proyecciones de adaptaciones cinematográficas de la novela y los cuentos, charlas abiertas con especialistas, presentaciones de libros y mesas redondas. Varios integrantes de la familia (y la Fundación misma) habían confirmado su presencia para la celebración que hospedaría el homenaje al escritor. Sin embargo, la cancelaron tras enterarse de que se presentaría un libro no aprobado por ellos sobre su familiar. No sólo eso: el abogado que los representa exigió eliminar la presencia de cualquier material con imágenes y con el nombre del escritor de la Fiesta.

Por absurdo que parezca esto es verdad: para nombrar a uno de nuestros autores más leídos y entrañables, tenemos que obtener un permiso. Esto implica que la obra literaria y la figura pública de un artista representativo de México ha dejado de ser un bien común. Desde luego, esto es un disparate. Si no podemos decir el nombre de un escritor o compartir sus imágenes algo de nuestro patrimonio común, como mexicanos y como lectores, está perdido. Nombrar es importante porque es una forma de traer al presente lo que sea que se nombre. Sería un lujo insensato prescindir de una figura pública sólo porque alguien dijo algo que no le pareció bien a sus “propietarios”.

La cuestión de fondo es a quién le pertenece un escritor. Para entender la pregunta, quizás haya que subrayar lo obvio: cuando hablamos de un escritor, nos referimos a una persona que ejerce el oficio de escribir y que es relevante nombrar precisamente por dedicarse a ello. Vayamos un paso más adelante: aunque escribir pueda ser una actividad íntima y solitaria, la escritura no lo es. Para que una escritura exista, se necesita que haya una comunidad de lectores a su alrededor. Esto no necesariamente implica que los lectores se conozcan entre sí o estén de acuerdo. Es suficiente con que cada lector traiga consigo parte de su historia, de sus otras lecturas y de sus sentimientos para que la comunidad se forme. La idea de escritor que resulte de allí será creación colectiva y, por lo tanto, propiedad común.

Basta con imaginar qué hubiera pasado si, desde la publicación de Pedro Páramo, hubieran existido guardianes de su “lectura correcta”. Grandes novelas de la tradición literaria de América Latina no se hubieran escrito. De haber sido ése el caso, cuesta trabajo pensar -por ejemplo- en la existencia de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Siempre que hubo oportunidad el colombiano dijo que Pedro Páramo era uno de los pilares de su escritura, desde que Max Aub le regaló un ejemplar de la novela:

Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá –casi diez años atrás-, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí el Llano en llamas, y el asombro permaneció intacto.

García Márquez decía que podía recitar completa Pedro Páramo de memoria con muy pocos errores. Si fue capaz de apropiarse a tal nivel de esa novela se debió a que tuvo la libertad de hacerlo. Siempre que esa libertad se ve disminuida o condicionada, la capacidad creativa del hombre corre peligro.

Gabriel Garcia Marquez (Photo by Joe Raedle/Getty Images)

La razón de la Fundación para cancelar su participación y hacer sus prohibiciones fue su disgusto ante un libro que (no es extraño) invita a hacer una lectura propia y atrevida de la obra del escritor. El abogado de la familia declaró que no soportarían la presentación de un libro que ellos consideran difamatorio. Se refiere a Había mucha neblina o humo o no sé qué, de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza (1964), publicado en octubre del año pasado. Ese libro es lo contrario a un texto difamatorio. Se trata más bien de un trabajo, basado en muchas re-lecturas del texto y de una investigación profunda, que narra episodios poco conocidos de la vida del escritor (como su faceta como fotógrafo oficial o como empleado de la compañía Goodrich-Euzkadi). Los resultados de laboriosas visitas a varios archivos públicos están presentados de manera poco común y se alternan con experiencias muy personales de lectura o, inclusive, con textos originados a raíz de la lectura de Pedro Páramo o El llano en llamas.

Desde luego, mi interpretación de ese libro está al mismo nivel que la de los familiares y su abogado. Cada uno tiene la maravillosa libertad de leer el texto como mejor le venga en gana o como le alcance su comprensión. La diferencia es, claro está, que mi poder sobre la imagen y el nombre del escritor de Pedro Páramo es nulo. Lo verdaderamente grave es que ellos puedan condicionar su participación en un homenaje y (peor aún) prohibirle el uso del nombre y las imágenes del escritor a la UNAM, basados en su muy personal idea de lo que es difundir y celebrar la literatura. Cristina Rivera Garza, escritora del libro polémico, respondió a las acciones de la Fundación con una carta abierta dirigida a sus lectores, en la que reivindica el derecho a leer activamente.

Por eso es que invito a los lectores que ahora me preguntan sobre la calificación emitida acerca de Había mucha neblina o humo o no sé qué que no se distraigan, que confíen en sí mismos: abran esa puerta, sí, y entren en el libro. Lean, cotejen, comparen, contrasten, regresen, subrayen, anoten, debatan — si fuera de su interés — , disientan — si ese fuera el caso — . Las páginas son todas suyas. Supongo que es así que los libros van armando sus propias esferas de afecto.

La única forma de resistir a la censura y las prohibiciones es defender la propiedad común de la escritura. Pedro Páramo y su escritor son de quienes la leen y repiten las primeras once palabras iniciales para entrar a Comala. A partir de allí, cada quien es libre de leer y hacer suya la obra y a su escritor como mejor le plazca.

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