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Polémicas de dos grandes escritores: Carlos Fuentes e Ibargüengoitia

Recordamos unas de las mejores anécdotas entre los escritores mexicanos: Fuentes e Ibagüengoitia.

Los escritores son como niños disfrazados de Napoleón

Preludio: homenaje chafón

Para mi desgracia, lo recuerdo con claridad y vergüenza: hace muchos espantosos años, yo amé a una mujer mayor que (ahora comprendo) sólo estaba conmigo por mis deliciosos atributos sexuales. Una noche, después de esas agitaciones carnales que sólo pueden darse entre los borrachos, le pregunté si una vez muertos querría casarse conmigo, allá en el cielo. Ella soltó una carcajada llena de baba.

– Pobre idiota –me dijo–, cuando yo esté en el cielo voy a casarme con Carlos Fuentes.

Me quitó mi vaso de Tonayán y lo bebió de un trago. Eructó. Apenas se alcanzó a vestir y salió de mi casa, dejándome solo y devastado. Nunca más volví a verla. Pasé meses y meses cultivando un odio genuino y francamente estúpido contra la figura de Carlos Fuentes. Entonces lo encontré.

Tenía razón: la belleza de Carlos Fuentes estaba fuera de mi alcance. Pero qué diablos: ¿quién era ese hombre hosco y trompudo que acababa de decirme la verdad, esa verdad? Se llamaba Jorge Ibargüengoitia, un escritor mucho más divertido que Carlos Fuentes.

Un señor grandote de ojos saltones

Germán Castro Ibarra cuenta:

Jorge Ibargüengoitia, efectivamente estudió con los maristas. Carlos Fuentes nació el mismo año que Ibargüengoitia, en 1928, y también cursó la preparatoria en el Colegio Francés Morelos en el Distrito Federal.

Años después, Castro Ibarra estudió en el mismo colegio, cuando ya se llamaba Centro Universitario México (CUM). Durante los ochenta, el Centro fue dirigido por un tal Viejo López, al que le gustaba reunir a los estudiantes para hablarles de los egresados del CUM que habían adquirido importancia.

El Viejo López solía presumir los nombres de varios exalumnos, “gente importante”, pregonaba, y en más de una ocasión, entre los de políticos y empresarios, sacó a relumbrar el nombre de Carlos Fuentes, pero creo que jamás mencionó a Ibargüengoitia.

El mundillo de los escritores contiene ejemplares así: hay algunos que salen a relucir como ejemplos del éxito y otros a los que, sin importar su valor, ni se les menciona. A veces conviene más que, entre ciertos círculos, ni se les mencione. Y no hablo del CUM. Como sea, Fuentes e Ibargüengoitia coinciden en varios puntos más allá de su educación y del año en que nacieron: ambos fueron publicados por la serie El Volador de Joaquín Mortiz; los dos aparecieron (aunque de formas distintas) en la revista S.nob, que dirigía Salvador Elizondo; vieron en el priismo (cada uno a su manera, eso sí) un blanco de crítica. Dije cada uno a su manera: Fuentes tuvo fe en el régimen de Echeverría, creyó que significaba una ruptura con la derecha antidemocrática del PRI; Ibargüengoitia, por otro lado, reía libre de compromisos.

Imagen por Armando Navarro.

Jorge Ibargüengoitia (1928–1983) nació en Guanajuato, en una familia que fue muy rica antes de la Revolución. Viajó al Distrito Federal para ser ingeniero, pero allí decidió que quería escribir. Primero quiso hacer obras teatrales. Fue discípulo de Rodolfo Usigli, pero después riñeron. Ibargüengoitia dejó el teatro y se dedicó a la prosa: crónica, artículo de opinión, novela y un libro de cuentos, La ley de Herodes. A los 55 años, abordó un avión a Bogotá que nunca llegó a su destino, porque se cayó. Era el 27 de noviembre de 1983.

La ley de Herodes es un libro muy brillante y muy baboso, combinación única y envidiable. Si no ha leído La ley de Herodes, léalo: se va a reír. Además, encontrará varias veces el nombre de Carlos Fuentes en esas líneas.

Intermedio de chisme

Por otro lado, Carlos Fuentes fue un escritor de peso importantísimo para la literatura mexicana. Fuentes, como muchos otros escritores de América Latina y el mundo, ha protagonizado algunas riñas.

  • La riña Octavio Paz — Carlos Fuentes, triste desencuentro entre dos amigos
  • La riña Gastón García Cantú — Carlos Fuentes, en la que hicieron gala de un estilo sofisticado (y ridículo) para insultarse
  • La riña María Félix — Carlos Fuentes, con notables dosis de machismo involuntario por parte de los dos (consulte aquí y aquí)

Las escenas no son extrañas: los escritores, como algunos personajes de cierta relevancia pública, siempre han protagonizado conflictos bajo los reflectores. Allí están los casos de Borges contra Sábato, de Caín contra Abel, de Lucía Méndez contra Verónica Castro, de Batman contra Superman…

Y aunque no hubo un pleito declarado entre Fuentes e Ibargüengoitia, vale la pena echar un vistazo a lo que el último escribió del primero.

La ley de Herodes

Poco tiempo antes de morir, Carlos Fuentes hizo las siguientes declaraciones:

Independientemente de sus tendencias, de sus aciertos o sus equívocos, Fuentes siempre tuvo preocupaciones políticas: apoyó el gobierno sandinista de Nicaragua, celebró el triunfo de la Revolución Cubana, escribió a Octavio Paz que Luis Echeverría podría significar la apertura hacia la tolerancia y el pluralismo ideológico. Su opinión, claro, fue escuchada y atendida por la prensa y la discusión pública. Tal vez ese fue el motivo de Ibargüengoitia para abrir así uno de sus cuentos más salvajes:

Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo enten­der que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del pro­letariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.

El título del relato, “La ley de Herodes”, da nombre a la colección de cuentos. El narrador, que pone a Fuentes en el mismo escalón de los autores del Manifiesto Comunista, hace un relato escatológico y humillante. Sarita y él, acérrimos críticos de la explotación del hombre por el hombre, quieren estudiar en Estados Unidos y conseguir una beca de la Fundación Katz. Para lograrlo, deben someterse a un riguroso examen médico: llevar sus orinas y cacas por la calle hasta el laboratorio; desnudarse ante los doctores y someterse a una revisión de cada resquicio de sus cuerpos; permitir, finalmente, un examen rectal hecho con los dedos. El narrador se deja hacer, pero Sarita pone el grito en el cielo.

Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.

“La ley de Herodes” puede pensarse como una crítica, como un chiste o como las dos: en efecto, hubo y hay militancia entre ciertos círculos de intelectuales; muchos de ellos (es decir, no todos) beben gustosos de las ubres del capital después de pregonar una política (una moral, casi) de libros rojos. Pero sometidos al capital estamos todos. Y no es precisamente gracioso: vamos día con día por allí, entre las calles y los transeúntes, con nuestra propia excrecencia pegada al pecho. El caso del intelectual es particular: su relación con el poder, sea de desayunos compartidos o de combate duro, siempre será objeto de observación y de reflexiones. Ibargüengoitia libró esa barda con la dignidad que sólo da el sentido del humor, o mejor, ese sentido del humor.

¿Es usted agente de la CIA?

Sergio González Rodríguez, escritor y cronista de la violencia, murió en 2017. En 1999, escribió una carta abierta a Carlos Fuentes. No es un texto elogioso.

Carlos Fuentes. (AP Photo/Alexandre Meneghini, File)

Después de la muerte de Octavio Paz, Fuentes escribió un ensayo, “Mi amigo Octavio Paz”. En él, pidió que las cartas que intercambió con Paz quedaran ocultas hasta cincuenta años después de su propia muerte, “cuando las intimidades, franquezas, desavenencias, querencias e insultos que inevitablemente salpican un canje de letras tan cotidiano e intenso, no hieran a nadie y sólo fatiguen a los biógrafos”. Allí, en ese derroche de importancia, González Rodríguez puso el ojo:

En efecto, acaso ni siquiera los recién nacidos ahora estarán para ver tal suceso. Sin duda, confía más en la posteridad que en los vivos. Ante esta certeza –reflejo de su temperamento–, revolotea una pregunta: ¿cómo puede estar tan seguro de que dentro de más de medio siglo tendrá “biógrafos” alrededor de su tumba?

Y más adelante:

Usted, como Octavio Paz, escenificó jornadas ejemplares contra el autoritarismo de los gobiernos postrevolucionarios […] por lo mismo, siempre me ha resultado bastante incómodo encontrarme con un Carlos Fuentes reacio a la crítica, a esa crítica que no atraviesa por su propia idea de la crítica.

Si el mundo existe dentro de unas décadas, tal vez Paz y Fuentes tengan biógrafos. Quién sabe. Pero la vanidad de Fuentes no deja de ser, digamos, un chiste: involuntario, tal vez; no tan gracioso, quizá, pero un chiste. Y uno puede reírse mejor, con más ganas y menos vergüenza ajena. ¿Era Bloomsbury, ese de inglés sospechoso, un agente de la CIA?

Antes de salir de mi cuarto, le pregunté bastante estúpidamente, lo reconozco, si quería pasar al baño. Pero se lo pregunté en francés. Pues resultó que él hablaba mucho mejor el francés que yo y me contestó algo que evidentemente era muy gracioso, porque él se reía a carcajadas, pero que yo no entendí. Como no me atreví a decir que no entendía, tuve que quedarme riendo de algo que no sabía si era un insulto o una “proposición indecorosa”, que con mi risa estaba yo aceptando tácitamente. Esto me puso de un humor negro.

“Conversaciones con Bloomsbury” es otro cuento de La ley de Herodes. El narrador conoce a Bloomsbury, un supuesto editor literario del que después se dice que es director de teatro. No sabemos. ¿Pero era Bloomsbury un agente de la CIA?

A Bloomsbury lo conocí hace casi tres años y ya empezaba a ser sospechoso. Hace un mes recibí carta suya que terminaba con “¡no soy agente de la CIA!”, frase que, como ya hemos visto, es típica de los agentes de la CIA. Así que el problema es viejo y no ha sido resuelto.

Ante la duda, el narrador hace una cortísima investigación para saber quién es Bloomsbury y cuáles son sus intenciones. Es el detective más torpe y menos eficiente. ¿Qué es un detective sin talento? Un paranoico. ¿Y qué hacemos los paranoicos? Girar una y otra vez sobre nuestro propio eje. Bloomsbury escribe para revista Cuadernos. Y el narrador cuenta:

Por lo que respecta a la revista Cuadernos, que nunca había leído, tenía un aire decididamente anticomunista; pero al estudiarla detenidamente, empecé a sospechar que se trataba de todo lo contrario; es decir, de una revista de aspecto anticomunista, hecha por los comunistas, para desprestigiar a los anticomunistas.

Y peor si se trata de paranoicos intelectuales.

Pero estos fueron fiascos menores, porque hubo otros verdaderamente gordos; como por ejemplo, el de la Revista Mexicana de Literatura, que ocurrió de la siguiente manera: él me había dicho que tenía mucho interés en esa publicación y yo, que era redactor de ella y al fin, buen intelectual latinoamericano, fui a contar que “había un americano muy importante que nos iba a dar dinero para la Revista”.

Nunca nos enteramos de si Bloomsbury es agente de la CIA. Al final del cuento, en una cena a la que asiste Carlos Fuentes, Bloomsbury informa que Estados Unidos invadirá Cuba en junio de 1964, cosa que nunca ocurre. El narrador se hace las preguntas correctas: ¿el anuncio era un ardid para desmentir los rumores de que Bloomsbury era agente de la CIA? Y en tal caso, ¿ese gesto confirmaba que Bloomsbury era agente de la CIA?

Tal vez los biógrafos de Carlos Fuentes encuentren (si no la han encontrado ya) la verdad sobre Bloomsbury y sus intenciones. Tal vez lo sepamos en algunas décadas.

Epílogo

González Rodríguez tenía razón: “Hay comportamientos en el medio literario [y el intelectual, me parece, en todos sus terrenos] que deben modificarse por razones del bien común”. La arrogancia narcisista, por ejemplo, como la admiración fascinada y solemne hacia la figura del escritor. Lo cierto es que, ya después de un rato de hablar con escritores, uno se da cuenta de que muchos son más bien como niños disfrazados de Napoleón. En todo caso, caen mejor las odas al desamor y el vómito.

Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina el Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité.

Lo anterior está en “La mujer que no”. Puede leerlo aquí.

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